– A Camp David con el presidente… Un ambiente elitista, aderezado con el allanamiento de morada. Ahora que me doy cuenta, todo eso tiene un precedente, ¿no? ¿Acaso los ladrones del Watergate no se dieron una vuelta por Camp David ese fin de semana? Quizá usted volvió el lunes por la mañana, y esa misma noche cogió un avión a Chicago.
Me miró con indignación.
– ¿Por qué dice eso?
– Taverner tuvo una visita inesperada el lunes por la noche. Supongo que no sería usted, tratando de disuadirlo de hacer públicos sus secretos, o dejándolo fuera de combate prematuramente para poder llevarse sus…
Se puso de pie.
– ¡No aguanto más sus insinuaciones! El lunes no vine a Chicago, y que estuve aquí el jueves es su palabra contra la mía.
– Y la del FBI -dije en voz baja-. Creo que sus compañeros del Departamento de Justicia están escuchando mis conversaciones. O por lo menos enviaron a unos agentes que supieron desconectar mi sistema de alarma y abrir mis cerraduras. No sé si instalaron micrófonos ocultos, pero es muy posible… Debería preguntarles si han grabado nuestra conversación.
Se puso blanco, luego rojo.
– ¿Ha grabado esta conversación sin avisarme?
– No, Bayard. Escuche atentamente lo que le digo. Le estoy informando de que el fiscal del distrito, cuyos métodos tanto aplaude usted, puede que esté grabando mis conversaciones. La razón es que creen que conozco el paradero de Benjamin Sadawi. O porque Marcus Whitby sabía lo que había en los archivos de Olin Taverner y esperan que yo lo averigüe. O porque están interesadísimos en saber lo que piensa y dice un ciudadano de a pie. Usted elige.
Bayard paseó la mirada por la habitación, nervioso, sopesando dónde podrían haber colocado un micrófono. Al igual que yo, parecía encontrar infinitas posibilidades.
– ¡Y usted es una de las personas que mi madre ha dejado entrar en la vida de mi hija! Por Dios… Catherine se viene conmigo a Washington.
– Eso podría ser una conversación interesante -dije con sequedad-. Y ya que estamos, ¿por qué dejó a Catherine con su abuela?
– Era más fácil -musitó-. Cuando mi mujer murió, le pedí a mi madre que se hiciera cargo de Catherine. Pensé… supuse que Catherine crecería viendo la hipocresía política de sus abuelos, tal como me había ocurrido a mí, pero también se beneficiaría de vivir en New Solway en un entorno estable. Pero debería haber imaginado que más fácil nunca quiere decir mejor. A partir de ahora haré las cosas escogiendo el camino más difícil. -Se levantó con tal brusquedad que la silla cayó hacia atrás y se estrelló contra la mesa de centro-. Y el primer cambio que haré será prohibirle a mi hija que hable con usted. No permitiré que la siga mezclando con terroristas.
– Yo no la he mezclado con terroristas. La conocí de la misma forma en que lo conocí a usted: cuando entraba ilegalmente en una casa. Si tuviera una hija, no la dejaría ir con usted; no me gustaría que pensara que se puede ir contra la ley sólo porque uno es rico y poderoso. -Me lanzó una mirada fulminante, con esa cara cuadrada tan parecida a la de Renee -. Probablemente querrá volver al hospital -dije, poniéndome de pie-. No le contaré a Catherine la conversación que hemos mantenido. No voy a jurarlo por mi honor, porque ambos sabemos que un liberal no tiene, pero me importa la imagen que una chica tiene de sus padres. Por alguna razón, su hija parece quererlo.
– Le he dicho que se mantenga alejada de mi hija, y se lo digo en serio. -Salió a grandes zancadas de la oficina.
Lo seguí por el pasillo hasta la puerta.
– Se habrá fijado en el gran parecido que hay entre Catherine y el retrato de la madre de Calvin que cuelga de su enorme escalera en New Solway. ¿Nunca se le ha ocurrido hacerse la prueba del ADN? Eso podría disipar sus dudas sobre su paternidad.
No me agradeció el útil consejo, sino que rodeó su BMW para asegurarse de que no se lo hubieran rayado. Elton cruzó la calle para ofrecerle el StreetWise, pero Bayard lo ignoró y se alejó en medio de un chirrido de neumáticos.
Yo regresé a la oficina. Estaba un poco más calmada, pero las inquietantes emociones de Edwards Bayard todavía flotaban en el ambiente.
Me hubiera gustado grabar la conversación. Intenté reconstruirla, sobre todo la carta que Laura Taverner Drummond le había escrito a Calvin. «Saqueo en la propiedad», eso podía significar cualquier cosa, desde lo sexual hasta lo financiero.
Debería haberme controlado: si hubiera mantenido la calma, habría conseguido más información de aquella entrevista. Edwards recitaba la carta como prueba de que Calvin había estado robando a los Graham, o al menos en la propiedad Drummond-Graham. Y luego Olin Taverner había dicho que le sorprendía que a Laura Drummond le preocuparan los negros. ¿Acaso Calvin le había robado algo a un sirviente negro de los Drummond?
Augustus Llewellyn era el único afroamericano cuyo nombre había aparecido en relación con los Bayard. Sólo por si acaso, me conecté a Nexus y busqué «Llewellyn».
Al igual que Ediciones Bayard, la empresa de Llewellyn estaba celosamente controlada, de modo que no pude aclarar gran cosa de sus finanzas. Además de T-Square, publicaban otras cuatro revistas: una para adolescentes, dos para mujeres y una de noticias. Llewellyn también tenía la licencia de una emisora de radio AM que programaba jazz y gospel, otra de FM dedicada a rap y hip-hop, y un par de canales por cable. No pude averiguar cómo estaban financiados ni si arrastraban deudas.
La información personal resultó más accesible. Augustus Llewellyn tenía alrededor de setenta años, vivía en una gran casa, de unos quinientos metros cuadrados, en Lake Forest. Tenía una residencia de vacaciones en Jamaica y un apartamento en París, en la Rue Georges V. Estaba casado, tenía tres hijos y siete nietos. Su hija Janice dirigía las dos revistas para mujeres, mientras que uno de sus nietos trabajaba en la emisora de radio AM. El propio Llewellyn acudía todos los días a trabajar. Apoyaba al Partido Republicano, a pesar de que recientemente unos empleados del Gobierno le habían tomado por un chófer cuando iba con su Mercedes a una función benéfica. Era un apasionado del mar. Una fotografía mostraba a un hombre delgado vestido con ropa de tenis; nada que delatara su edad, aparte del cabello gris.
En una vieja entrevista con él en T-Square, me enteré de que Llewellyn había asistido a la Universidad Northwestern en los años cuarenta, donde se había licenciado en periodismo. Cuando vio que era imposible acceder a la clase de trabajo que conseguían sus compañeros blancos, comenzó con T-Square en el sótano de su casa mientras trabajaba de día en la redacción del antiguo Daily News. En aquellos primeros tiempos, él y su mujer, June, distribuían las revistas por los establecimientos de la parte negra de South Side, trabajaban con una prensa manual que ellos mismos habían reparado y redactaban todos los números.
En 1947 pudo contratar a un fotógrafo y a un columnista a media jornada. En 1949 consiguió la financiación para crear un verdadero negocio editorial. Cuatro años después generaba ya el suficiente dinero como para comenzar con Mero, para las mujeres, y comprar las licencias radiofónicas de AM y FM. Las emisoras comenzaron a producir importantes beneficios; comenzó con el resto de las publicaciones a comienzos de los sesenta, la misma época en la que mandó construir su edificio de Erie Street.
Silbé para mis adentros: «Si ves que no estoy en el asiento de atrás del autobús…». Toda la información era interesante, pero no me aclaraba si la familia de Llewellyn había trabajado para Laura Drummond en ese nebuloso pasado. Volví a los informes financieros para leerlos con detalle. Allí, oculto en letras pequeñas, se encontraba un hecho fascinante: los representantes legales del Grupo Llewellyn eran Lebold & Arnoff, abogados con dirección en Oak Brook y LaSalle Street.