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Solíamos andar por el Goldie's, uno de los bares del Loop. Los tipos que salían del trabajo se detenían para echar un trago, escuchar los resultados de las carreras o algún otro deporte. Solíamos ir tras una reunión, Toffee Noble siempre excitado por su revista clandestina. A veces se dejaba caer con Lulu, que pintaba cuadros de danzas rituales africanas. También salía con Edna Deerpath, la negrita que representaba a los trabajadores del gremio de hostelería en sus sangrientas batallas contra la mafia.

Toffee nunca se unió a ninguna causa, sólo observaba desde las trincheras, luego iba a su casa y lo transformaba todo en historias que iban a parar a la prensa de su sótano. Nunca supimos si mostró alguna, para entrar en la rueda. Algunos dijeron que era demasiado gallina como para unirse, otros que era demasiado gallina para admitir que ya había hecho todo el viaje.

Entonces éramos todos hermanos, o hermanos y hermanas, incluso Gene, mi hermano de sangre, a pesar de que todos sabían que sólo iba por las chicas. Solíamos meternos con éclass="underline" ¿tú crees que eres el gran capitalista? ¿El que no será colgado de una farola porque te gustan los lugares que frecuentan los rojillos?

Yo era el viejo magnánimo, por tener cinco o seis años más que todos salvo Lulu, y el único en ser herido por ser rojo, si bien Lulu y Edna habían pasado lo suyo por ser negras. A Goldie no le importaba si eras blanco o negro o rojo mientras que tus billetes fueran verdes; todos en Goldie's te aceptaban por lo que eras, de modo que era natural ver aparecer a chicas ricas, porque las chicas ricas revolotean alrededor de hombres pobres cuando quieren un poco de aventura.

Y una de ésas era Rhona. Ya había conocido a muchas como ella, o eso pensaba: chicas ricas con mucho dinero y nada que hacer. Después de probar las drogas, el esquí y los coches de carreras, se meten un poco en política, un poco en el comunismo… porque es atrevido y excitante. En el tocador del Drake, al día siguiente: «Oh, querida, estuve en ese antro del West Side, es increíble que la gente pueda vivir en dos habitaciones, ni siquiera había armario, tuve que colgar mi Balenciaga de un clavo y compartir un baño en mitad del pasillo; son todos tan serios, camarada esto y camarada aquello, pero Herman me clava sus ojos negros y me quedo inmóvil en la silla, derretida, no puedo levantarme o todo el mundo se enteraría; y es todo tan excitante porque el Gobierno podría hacer una redada en cualquier momento. Lo traje a Oakdale y son madre nunca se enteró, se habría puesto de todos los colores».

Oakdale. Larchmont Hall, Coverdale Lane. El nombre parecía intencionado. Miré el reloj e intenté leer más rápido. Rhona, con su bata de seda y sus uñas pintadas, se entusiasmaba por el comunismo, pero le aterraba ser descubierta por su familia. En el apartamento de Herman en la avenida Kevdale mecanografiaba pasquines vestida sólo con la bata, para gran satisfacción de Herman, luego se ponía unas zapatillas y una peluca rubia y acudía a las manifestaciones o repartía panfletos. Ella y Herman hacían el amor por las tardes sobre las sábanas sucias.

Las sábanas estaban grises de usar poco jabón. Una chica como Rhona podía escribir a máquina o usar la copiadora manual, pero se quedaba atónita frente a la lavadora del sótano, donde las chicas de trece años se burlaban de ella porque sabían utilizarla desde que tenían cinco. Yo no iba a la lavandería más que una vez al mes, así que las sábanas terminaban oliendo a Rhona, y a sexo, y aun poco de Joy de Patou, un pequeño placer para Herman.

– Bonito -musité mostrándole el párrafo a Amy-. ¿Él tampoco sabía usar la lavadora?

– Es sólo una novela, y además el tipo está muerto. Y, por el amor de Dios, ¡no la marques!

Avergonzada, dejé caer el lápiz sobre las palabras de Pelletier.

Me gustaba dejar mi propio olor en ella. Era demasiado escrupulosa para bañarse en el aseo común, la pequeña comunista rica, y cuando lamía sus pezones como cerezas rojas sobre su cuerpo de nata montada, me preguntaba qué pensaría Ken cuando corría a casa para desvestirse y bañarse. «¿No se te acerca y te pregunta a qué huelen esas sales de baño?». Al principio ella se reía, pero un día me contó la triste verdad, que Ken era impotente, que hacía tiempo que no la tocaba ni en el baño ni en la cama ni en ninguna otra parte.

Fue Dryden quien dijo que la piedad convierte el cariño en amor, y tal vez por eso comencé a amarla, cuando empecé a compadecerla. Quizá si ella hubiera dicho la primera vez que desabotoné su blusa de seda blanca «Sólo me acuesto con desconocidos porque mi marido es impotente», la habría despreciado, pero pasaron cuatro meses antes de que me contara la verdad, y luego nunca volvió a mencionarlo.

Y Gene, a quien nunca se le escapaba nada, vio la piedad y el amor, y comenzó a venir al apartamento, donde fingía espanto ante los excrementos de rata en el pasillo y las ventanas sin cortinas del salón principal. Pero no dejó de venir después de las reuniones. «Puedo llevar a Rhona a su casa y volver para seguir hablando de nuestros asuntos, Herman. ¿Necesitas monedas para la lavadora? Esas sábanas van a salir caminando en cualquier momento».

El asco no le impidió acostarse sobre esas sábanas. Fue al día siguiente de encontrarla sobre ellas con él, el día que le pegué (largos dedos rojos sobre su piel de nata montada, dedos rojos de su amante rojo, dedos rojos que se volvieron azules, sangre azul de su clase dominante, que dominaría hasta el fin), el día que ella se fue y ya no volvió más, el día que comencé a morir.

Las siguientes veinte páginas abordaban el tema de su muerte: «Todo hombre cree ser Jesús, o al menos Trotsky: lo bastante importante como para merecer ser ejecutado. Eso es lo que pensé durante los cinco años que estuve tirado. Finalmente comprendí que la autocompasión y el alcohol eran los que me habían llevado a ese punto». Se comparaba a sí mismo con Lulu: «(…) estaba en el mismo barco que yo, sin amor, repudiada, pero no se quedó en un rincón mirando la pared. En lugar de eso se alejó de todos nosotros, fue a África, pintó sus gigantescos cuadros, sin importarle que se los compraran o no».

Si las palabras de Pelletier eran… ¿cómo había dicho Amy?, algo así como una clave, Lulu definitivamente era Kylie Ballantine.

Ella continuó con su trabajo, se fue a Gabón, se negó a doblegarse ante la maldad que demostró Taverner para que la echaran.

Y Gene era Calvin, el Chico Maravilla. Y Rhona… y Ken. MacKenzie Graham. Era impotente, así que Geraldine buscó amor en otra parte. ¿Era eso a lo que se refería cuando habló de lo poco en común que tenía con MacKenzie?

Dibujé círculos en mi libreta. Edwards Bayard había oído de adolescente una conversación acerca de que alguien se parecía a su madre, y por lo tanto no podía saber quién era su padre. La típica fantasía adolescente del padre perfecto hizo que Edwards creyera que sus vecinos cuchicheaban sobre él. Y luego su dolor y amargura hacia Calvin le hicieron aferrarse a esa versión adolescente de los hechos. Resultaba curioso ver que alguien con tanta educación, y con el poder de su fortuna personal y su posición en la Fundación Spadona, fuera incapaz de deshacerse de una visión adolescente del mundo.

Hice una lista de todos los Bayard en uno de los círculos que había dibujado. En el otro puse a la familia de Darraugh, comenzando por Laura Taverner Drummond, luego Geraldine y MacKenzie, cuyo padre acordó con Laura el matrimonio entre sus rebeldes hijos. Laura, la hija de ambos, bautizada así en honor a su abuela. Darraugh, nacido en 1943. El hijo de Darraugh, el joven MacKenzie.

Lentamente añadí una línea que unía a los Graham con los Bayard. Darraugh tenía un parecido asombroso con su madre. Todo el mundo decía que Geraldine Graham había sido una joven muy rebelde. Desde su enfermedad, Calvin Bayard solía merodear por Larchmont en la oscuridad. Había conservado una llave de la casa. Se aferró a mí diciendo: «Deenie». Geral-deenie. A Geraldine se le cayó encima el café cuando se lo conté. A pesar de lo que Pelletier pensara de Calvin, el Chico Maravilla, Calvin había amado a Geraldine Graham.