El cielo estaba oscuro; los restaurantes de la zona empezaban a llenarse. Me crucé con grupos de treintañeros que charlaban animadamente de camino a los bares de jazz o a cenar. ¿Habría entre ellos una Geraldine, ocultándose en la vida nocturna de un marido impotente y una madre dominadora? ¿O un Armand Pelletier, brillante, impetuoso, intentando organizarlos a todos?
Caminé despacio, encorvada, con las manos en los bolsillos. Llewellyn era un miembro más de aquel grupo de New Solway de antaño con viejos secretos que guardar. Decía que no le importaba que la gente creyera que él había sido comunista, pero eso podía ser una argucia: la mejor estrategia frente a las amenazas es burlarse de ellas y no amedrentarse. Lo que le enfureció fue la mención de que él le había hecho perder a Kylie su puesto de trabajo. Si Marc creía haber encontrado pruebas de que la había traicionado ante Olin Taverner, tal vez Llewellyn había silenciado a su reportero estrella.
Sus musculosos hijos eran lo bastante fuertes como para cargar a alguien desde el cochecito hasta el estanque y mantenerlo bajo el agua hasta ahogarlo. Ellos harían prácticamente cualquier cosa que su padre quisiera.
El Merchandise Mart se alzaba ante mí como una siniestra mole en medio de la oscuridad. Lo rodee hasta Wells Street. Cuando llegué al río, no lo atravesé, sino que me dirigí al este por la orilla, andando con cuidado entre los escombros, encontrándome con personas sin hogar resguardadas en refugios improvisados que se quedaban inmóviles mientras yo pasaba. Las ratas se cruzaban corriendo en mi camino.
El sendero se estrechaba y el talud de hormigón de mi izquierda se hacía más empinado. Los puntales de los puentes se erguían sobre mí. Entre el negro insondable del agua y el hierro de las torres me sentía pequeña y frágil. Por el río llegaba un viento cortante desde el lago. Me crucé sobre el pecho la chaqueta desgarrada y seguí adelante.
Necesitaba que Benjamín Sadawi me revelara lo que había visto desde el ático la noche del domingo anterior. Le daba miedo contármelo a mí o al padre Lou, pero había una persona a quien se lo diría todo: Catherine Bayard. Podía ser difícil persuadirla para que le sonsacara información al chico, pero no era capaz de imaginarme otro sistema. Se suponía que le darían el alta ese día. Tal vez Renee me dejara entrar en su apartamento para hablar con ella.
Saqué el teléfono móvil, pero el hierro del puente me dejaba sin cobertura. Cuando llegué a la avenida Michigan, subí los dos tramos de escaleras hasta la calle. Parpadeé cuando me llegó el resplandor de las luces de la ciudad. De pronto, en lugar del rumor de las ratas huidizas o los vagabundos, me rodeaba una multitud: turistas, estudiantes en horario nocturno de una universidad cercana, gente haciendo compras de camino a casa después del trabajo. Un enjambre de coches y autobuses avanzaba por la avenida, tocando el claxon con gesto irritado. Caminé a lo largo de la calle hasta llegar a un hotel donde la pared de cristal me aislaría del ruido y así poder hablar tranquila.
Abrí mi agenda electrónica para buscar el número de teléfono del apartamento de los Bayard, pero de pronto caí en la cuenta de que no había llamado al señor Contreras. Cuando lo hice, mi vecino ya había telefoneado a Freeman Carter para advertirle de que había desaparecido. El alivio del hombre al escucharme dio paso enseguida a una larga reprimenda. Le interrumpí para poder llamar a Freeman Carter antes de que perdiera horas remunerables intentando encontrarme en alguna celda.
Eran las siete y media; Freeman estaba en casa.
– Me alegro de que todavía estés libre, Vic. Tu vecino estaba tan preocupado que me ha llamado tres veces. Por el amor de Dios, si no tienes problemas, ponte en contacto con él a tiempo; en cuanto se inquieta, ya no para.
– Sí, lo lamento: estaba con Augustus Llewellyn, intentando descifrar qué fue lo que hizo toda esa gente rica e importante hace cincuenta años que ahora no quieren que nadie sepa. Y ya que te tengo al teléfono, ¿no habló Harriet Whitby contigo sobre el análisis toxicológico de su hermano?
– El análisis toxicológico… Bueno, Callie me dijo que llegó justo cuando estábamos cerrando. Ninguno de los dos lo hemos leído, pero le enviaré una copia por mensajero a primera hora de la mañana. Me voy a cenar. Buenas noches.
La gente seguía colgándome el teléfono bruscamente o echándome de sus casas u oficinas, como si hablar conmigo no fuera todo lo agradable que se suponía. Hasta Lotty… y Morrell, que debería haber estado conmigo para abrazarme y decirme que era buena detective y buena persona, ¿dónde estaba?
Como para recalcar que en aquellos momentos yo era una paria, se me acercó un portero para preguntarme si esperaba a alguien del hotel, y, si no, que fuera a usar el teléfono a otro lado. Sentí un ataque de ira… inútil, ya que no tenía más opción que irme. De camino a la puerta giratoria, me vi reflejada en un espejo de recepción: estaba demacrada por la falta de sueño, desgreñada de haber corrido por el Loop toda la tarde. No era extraño que el portero me echara a la calle. Ni que el primer impulso de Janice Llewellyn hubiera sido llamar al vigilante; tenía una pinta más parecida a la gente que había visto bajo el puente que a los transeúntes de la avenida.
Además, me sentía igual que ellos: confundida, cansada, helada. Mi agotado cerebro daba vueltas como un hámster en una rueda. Arriba, veía con claridad, sí, que Whitby había sido asesinado. Abajo, no; había ido al estanque solo. Cómo Whitby… por qué Benji no… por qué Llewellyn dijo… por qué Darraugh había… Renee Bayard… Estaba demasiado fatigada para llegar a ninguna conclusión, demasiado fatigada para otra cosa que no fuera avanzar obstinadamente en la dirección que ya había tomado.
Bajo la débil luz de una farola consulté el número de teléfono del apartamento de los Bayard en mi agenda electrónica y lo marqué en el móvil. Sí, Elsbetta me dijo que la señorita Catherine había llegado, pero que estaba descansando y no se la podía molestar. ¿Podía llamarla más tarde? No, la señora Renee había dado órdenes estrictas.
Pedí que se pusiera la señora Bayard. Ella quería saber si había localizado al chico egipcio; si no, no tenía sentido que hablásemos. Y, no, no podía ver a Catherine. Ya había causado suficientes problemas en la vida de su nieta; no quería que volviera a molestarla.
– No fui yo quien mandó a Rick Salvi a Larchmont Hall el viernes por la noche -dije. Yo pasaba por allí casualmente, recuerde, y me vi envuelta en el lío que ustedes habían provocado.
– Usted no pasa casualmente por ningún sitio, señorita Warshawski. Yo diría que es una alborotadora. Gracias a usted, recibí una ofensiva llamada de Geraldine Graham, y acabo de hablar con Augustus Llewellyn, que dice que prácticamente le acusa de haber organizado la muerte de uno de sus periodistas.
Estar temblando bajo la farola no era la mejor manera de mantener una conversación.
– Eso le dijo, ¿eh? Es bastante revelador que toda la pandilla del Flora's forme una piña. Lo que en realidad quería saber era por qué resultaba tan vergonzoso proporcionar fondos para la defensa legal del Comité para el Pensamiento, para que ni Llewellyn ni la señora Graham quieran hablar de ello. Deduzco que su marido los persuadió para que hicieran donaciones. ¿Por qué tienen miedo de contármelo?
– El legado más lamentable de Taverner y Bushnell fue que la gente se volvió temerosa de admitir que en algún momento había apoyado alguna causa progresista. Incluso las personas afortunadas y ricas, o quizá especialmente esas personas afortunadas y ricas. Augustus quería saber qué le había contado yo a usted sobre el comité. Tuve que recordarle que todo eso ocurrió cuando yo todavía estudiaba en el instituto.
El músculo desgarrado del hombro comenzó a dolerme a causa del frío.
– ¿Sabía que Armand Pelletier dejó un manuscrito inédito entre sus documentos describiendo dónde se reunían los del comité y quiénes tomaron parte en las asambleas? Según él, el señor Bayard desempeñaba un papel muy destacado en aquellas conversaciones del Flora's; pensé que él le habría hablado de ello, sobre todo porque usted lo ayudó a hacer frente al interrogatorio de Bushnell.