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– Armand es un caso digno de lástima, un hombre de talento que lo echó todo a perder bebiendo y culpando al prójimo de sus problemas. Nunca le perdonó a Calvin las malas ventas de su libro Tierra sombría, ni a mí por sugerirle que no lo publicáramos. Armand había estado en la cárcel a causa de sus ideas y Calvin creía que teníamos el deber de echarle una mano. Mi marido intentó ayudar a varias personas del comité para demostrarles a Olin y a Walker Bushnell que no le importaba nada su vulgar lista negra. Algo muy distinto a ser el alma máter de un grupo abiertamente comunista, que era lo que Olin y el diputado Bushnell querían atribuir a Calvin. Yo no le prestaría mucha atención a los manuscritos inéditos de Armand; era un hombre amargado que servía a sus propios intereses. Ese pasado murió hace mucho. Creo que ya es hora de que lo deje usted en paz.

– ¿Por eso la llamó la señora Graham? ¿Para quejarse de que yo estaba desenterrando el pasado?

Renee hizo una breve pausa.

– No sé cuál de ustedes dos es más entrometida. Preguntó por la salud de Calvin, como si yo no supiera cuidarlo. Una impertinencia que no habría tenido que soportar si usted, en primer lugar, no hubiera invadido mi intimidad en New Solway, y después no hubiese hablado del señor Bayard con Geraldine. A menos que tenga algo útil que ofrecer, señorita Warshawski, no moleste más a mi familia. Puede que no sea usted una alborotadora, pero desde luego tampoco es una inocente paseante: usted crea problemas.

Cuando colgó, tuve el impulso de correr hasta Banks Street y lanzarle un misil por la ventana, algo que produjera un estallido muy fuerte, a tono con mi impotente furia. En cambio, me planté en la avenida Michigan y paré un taxi para que me llevara hasta mi coche… donde encontré el aviso de otra multa. Una más y me la cargaría. Le di una patada a un trozo de hormigón con tanta fuerza que me hice daño en el pie. ¡Al diablo con todo!

Ya en casa, tomando un baño caliente, intenté encontrar sentido a todas las conversaciones del día. El secreto de Taverner tenía que ver con el sexo y las complicadas relaciones entre Calvin y Geraldine, MacKenzie Graham y Laura Drummond. Pero también tenía que ver con el dinero. Por un lado, el que Geraldine le había dado a Calvin para sus particulares fines benéficos, probablemente para los fondos para la asistencia legal del Comité para el Pensamiento. Y el que Calvin le había prestado a Llewellyn. Sexo y dinero. Que habían empujado a alguien al homicidio en un arrebato, pero el ímpetu de aquellos momentos con toda seguridad se habría calmado durante los últimos cincuenta años.

Con todo, algo de ese pasado perturbaba tanto a algunas personas que continuaban amenazándome. Darraugh lo llamaba «arenas movedizas», Llewellyn, «un estanque lleno de mierda». El propio Darraugh me amenazó al darse cuenta de la clase de información que estaba sacando a la luz, aun cuando fue él quien me llevó a New Solway primero. Él era fuerte también, lo bastante fuerte como para reducir a Marcus Whitby. Pero era la persona que me había llevado a New Solway. La rueda del hámster comenzó a dar vueltas en mi cerebro otra vez.

Llené más la bañera y me sumergí en el agua caliente. El hombro comenzó a relajarse. Los huesos se calentaron. Me alejé de Whitby y todo el embrollo. Era julio del año anterior, el día de mi cumpleaños; el lago Michigan tenía el agua más caldeada que la de mi baño. Yo estaba tumbada en una playa de Indiana en una noche estrellada de verano, sintiendo la brisa nocturna y los largos dedos de Morrell acariciándome.

Me desperté sobresaltada con el ruido estridente del timbre de la puerta. Me incorporé, salpicando agua por el suelo. Cuando sonó por segunda vez, salí de la bañera y fui hasta la puerta mientras me envolvía en una toalla. No era la policía, sino un trío de chicos haciendo el caballito con las bicicletas por la calle. Unos graciosos. Apreté los labios en un gesto de fastidio. Volví al dormitorio para vestirme, pero, cuando tocaron por tercera vez, de pronto recordé que el padre Lou me había dicho que enviaría mensajes por medio de unos chicos en bicicleta.

– Enseguida estoy con vosotros -grité a través del portero automático.

Me sequé a toda prisa, me puse un pantalón vaquero y un jersey grueso, y me recogí el pelo húmedo bajo una gorra de béisbol. Bajé las escaleras corriendo. El señor Contreras ya estaba con los perros en la entrada discutiendo con los chicos, que retrocedían ante Mitch, con mucho el más vociferante del grupo.

– Vale, ya me ocupo yo -dije, y me los llevé fuera .

Uno de los chicos se adelantó, adoptando una postura estudiadamente agresiva.

– ¿Usted es la señora detective?

– Sí. ¿Tú eres el chico de San Remigio?

Asintió, con los ojos entrecerrados, como si fuera un detective en plena misión.

– El padre Lou me ha dicho que le diga que no estaba sola cuando vino a la iglesia esta mañana. ¿Lo pilla?

– ¿Eso es todo? ¿Quiere que lo llame? -pregunté.

– Ah, sí. Sí, debería hacerlo.

Les di las gracias a los chicos mecánicamente y un billete de cinco dólares para que se lo repartieran. Luego, volví al edificio.

– ¿Qué ocurría? -quiso saber el señor Contreras-. No deberías darles dinero a esos gamberros, eso los animará a venir a pedir más.

Sacudí la cabeza.

– Venían de parte del padre Lou. Alguien me siguió hasta la iglesia esta mañana. De alguna manera se las arregló para… Maldita sea, me aseguré de que nadie me siguiera. Tengo que llamarlo y averiguar dónde han llevado a Benji los agentes federales.

Eché a correr escaleras arriba, con los perros delante de mí y el hombre a la zaga. Para cuando llegó a mi puerta, yo ya me había puesto las zapatillas deportivas y un abrigo. El señor Contreras me ofreció su teléfono, pero no podía estar segura de que no estuviera intervenido; si escuchaban mis conversaciones, también podían escuchar las suyas.

El teléfono público más próximo que se me ocurría era el del restaurante Belmont, un par de manzanas al sur. Corrí hacia allí y llamé a la rectoría.

– Nadie me seguía esta mañana; me aseguré en tres ocasiones -dije cuando finalmente el padre Lou atendió el teléfono-. ¿Qué pasó?

– Un comisario de la policía federal y un agente de Chicago estuvieron aquí esta mañana. Preguntaron por ti; les dije que eras una de mis feligresas, pero que no vienes con mucha frecuencia. -Dejó escapar una risita: nunca estoy segura de si alberga secretas esperanzas de convertirme-. También creían que yo tenía escondido a un fugitivo a quien buscaban. Les dije que por supuesto podían registrarlo todo, pero es una iglesia grande, y les llevó más de dos horas inspeccionarla; me hicieron retrasar la catequesis y la clase de boxeo.

– ¿Encontraron a alguien? -pregunté.

– A los chicos jugando al escondite detrás del altar; pensaron que sería muy gracioso sorprender a un policía. Les cayó una buena reprimenda cuando los encontré. Pero si vas a estar trayéndome policías a la iglesia, será mejor que encuentres otro lugar para rezar… Su presencia altera demasiado la marcha de las clases.

O sea, si entendía bien, había puesto a Benji en la cripta, que se encuentra bajo el altar, pero que más valía que lo sacara de allí por si acaso volvían a presentarse los federales.

– ¿Tengo que decidirlo esta noche? -pregunté-. Sabes que no voy a la iglesia muy a menudo. Ahora no tengo nada a mano.

El cura gruñó.

– Puedes esperar hasta mañana. Quizá hasta pasado, pero no mucho más.

Los agentes del FBI habían ido a San Remigio porque me habían investigado y sabían que el padre Lou era amigo mío y de Morrell. O habían instalado algún aparato en mi coche para rastrearme sin tener que poner a sus hombres de vigilancia. Se me revolvió el estómago. Intenté recordar si en los últimos días había ido a algún otro lugar comprometedor. El hospital, la biblioteca universitaria, de vuelta al Loop, luego a casa. Quizá los agentes fueran después a la Universidad de Chicago, a preguntar qué había estado leyendo. Según la Ley Patriótica, no necesitaban orden judicial ni indicios razonables para obligar al personal de la biblioteca a decírselo, pero si un bibliotecario me informaba a mí de que los federales habían estado investigando, él iría a la cárcel. Así que nunca lo sabría; salvo, naturalmente, que desaparecieran los archivos de Pelletier.