Comenzaron a salir. No una a una sino, como siempre, por familias. El macho y sus cuatro o cinco hembras cuidándolo, y la madre con la cría reciente enredándose en sus patas. Husmeaban el agua del aire, escrutaban la tierra revuelta, la paja derribada, olfateaban esas hierbas que el sol comenzaba a secar y que ellas irían ahora a comerse. Movían las cabezas a derecha y a izquierda, arriba y abajo, las orejas estiradas, su cuerpo vibrando con esa desconfianza que era el rasgo dominante de su naturaleza. Pedro Tinoco las veía pasar, rozarlo, desperezarse cuando les daba un tirón en el nido cálido de las orejas o les metía los dedos entre la lana para pellizcarlas.
Cuando estallaron los tiros, pensó que eran truenos, otra tormenta que se avecinaba. Pero vio el terror despavorido en los ojos de las que tenía más cerca y vio cómo se desquiciaban, atropellaban, girando sobre sí mismas, cayendo, estorbándose, cegadas y embrutecidas por el pánico, dudando entre huir a campo abierto o regresar a las cuevas, y vio a las primeras que, quejándose, caían desangradas, los lomos abiertos, los huesos rajados y hocicos, ojos, orejas, arrancados por los proyectiles. Algunas caían y se levantaban y volvían a caer y otras estaban petrificadas, alargando los pescuezos como queriendo elevarse y huir por el aire. Algunas hembras, inclinadas, lamían a las crías malheridas. Él estaba paralizado también, mirando, tratando de entender, su cabeza de un lado a otro, sus ojos muy abiertos, su boca descolgada, sus orejas martirizadas por los disparos y esos quejidos peores que los de las hembras cuando parían.
— No le vayan a dar–rugía, de tanto en tanto, el niño–hombre-. ¡Con cuidado, con cuidado!
Además de dispararles, algunos corrían al encuentro de las que trataban de escapar, cercándolas, arrinconándolas, y las acababan a culatazos y cuchillazos. Pedro Tinoco reaccionó por fin. Empezó a saltar, a rugir con su pecho y su estómago, a mover los brazos como hélices. Avanzaba, regresaba, se interponía entre sus armas y las vicuñas, implorándoles con sus manos y sus gritos y con el escándalo de sus ojos. Ellos no parecían verlo. Seguían disparando y persiguiendo a las que habían logrado escurrirse y se alejaban por el pajonal, rumbo al barranco. Cuando llegó junto al niño–hombre, se arrodilló y trató de besarle la mano, pero él lo apartó, furioso:
— No hagas eso–lo riñó-. Fuera, apártate.
— Es _una orden de la dirección–dijo otro, que no tenía rabia-. Ésta es una guerra. No puedes entender, mudito, no puedes darte cuenta.
— Llora por tus hermanos, llora por los sufridos–le aconsejaba una muchacha, consolándolo-. Por los asesinados y los torturados, más bien. Por los que han ido a las cárceles, por los mártires, por los que se han sacrificado.
Yendo de uno a otro, él trataba siempre de besarles las manos, rogándoles, arrodillándose. Algunos lo apartaban de buena manera, otros con asco.
— Ten un poco de orgullo, ten más dignidad–le decían-. Piensa en ti antes que en unas vicuñas.
Estuvieron disparándoles, correteándolas, rematando a las agonizantes. A Pedro Tinoco le pareció que nunca llegaría la noche. Uno de ellos hizo volar a dos crías que habían quedado quietas junto a la madre muerta, reventándoles un cartucho de dinamita. El aire se llenó de olor a pólvora. A Pedro Tinoco se le acabaron las fuerzas para seguir llorando. Desplomado sobre la tierra, boquiabierto, miraba a uno, miraba a otro, tratando siempre de entender. Luego de un rato, se le acercó el niño de expresión cruel.
— No nos gusta hacer esto–le dijo, modulando la voz y poniéndole una mano en el hombro-. Es una orden de la dirección. Ésta es una reserva del enemigo. El nuestro y el tuyo. Una reserva que inventó el imperialismo. Dentro de su estrategia mundial, ése es el rol que nos han impuesto a los peruanos: criar vicuñas. Para que sus científicos las estudien, para que sus turistas les tornen fotos. Para ellos, tú vales menos que estos animales.
— Debes irte de aquí, padrecito–le aconsejó una de las muchachas, en quechua, abrazándolo-. Han de venir policías, soldados vendrán. Te patearán y te cortarán tu hombría antes de meterte una bala en la cabeza. Ándate lejos, bien lejos.
— Tal vez así entenderás lo que ahora no entiendes–volvió a explicarle el niño–hombre, mientras fumaba, mirando a las vicuñas muertas-. Ésta es una guerra, nadie puede decir no va conmigo. Va con todo el mundo, incluidos los mudos y los sordos y los opas. Una guerra para acabar con los «señores». Para que nadie se arrodille ni le bese las manos ni los pies a nadie.
Permanecieron allí el resto de la tarde y la noche. Pedrito Tinoco los vio prepararse la comida, apostar centinelas en las laderas que miraban al camino. Y los sintió dormir, envueltos en sus ponchos y mantas, unos contra otros, en las cuevas del cerro, como hacían las vicuñas. A la mañana siguiente, cuando partieron, repitiéndole que debía irse si no quería que los soldados lo mataran, él seguía en el mismo sitio, boquiabierto, mojado por el rocío de la mañana, sin entender ese nuevo misterio inconmensurable, rodeado de vicuñas muertas sobre las que se cebaban las aves de presa y las bestias rastreras.
— ¿Qué edad tienes? — le preguntó, de repente, la mujer.
— Es una curiosidad mía, también–exclamó Lituma-. Nunca me lo has dicho. ¿Qué edad tienes, Tomasito?
Carreño, que comenzaba a adormecerse, se despertó del todo. No daban tantos barquinazos ahora, pero el motor roncaba siempre como si fuera a reventar en cualquier curva de la subida. Seguían trepando la Cordillera, con montes de alta vegetación a la derecha y, a la izquierda, unas laderas semipeladas al pie de las cuales roncaba el Huallaga. Iban sentados entre costales y cajas de mangos, lúcumas, chirimoyas y maracuyás, a los que cubrían retazos de plástico, en la tolva de un camión viejísimo y sin lona para la lluvia. Pero, en las dos o tres horas que llevaban alejándose de la selva, subiendo los Andes rumbo a Huánuco, no les había caído encima el aguacero. La noche refrescaba con la altura. El cielo hervía de estrellas.
— Dios mío, antes de que vengan a matarnos permíteme tirarme a una mujer una vecesita más–imploró Lituma-. Desde que llegué a Naccos vivo como un eunuco, puta madre. Y tus cuentos con la piurana me dejan hecho un ascua, Tomasito.
— Un mocoso todavía, me imagino–añadió la mujer, luego de una pausa, como hablando consigo misma-. Por eso, aunque andes de pistolero y con maleantes, no sabes nada de nada, Carreño. Así te llamas, ¿no? El gordo te decía Carreñito.
— Las mujeres que yo conocía eran tímidas, chupadas, pero ésta, qué desparpajo–se exaltó su adjunto-. Después del susto que pasó en Tingo María, al poquito rato recuperó el control. Más pronto que yo, le digo. Fue ella la que convenció al camionero que nos llevara a Huánuco, y por la mitad de lo que nos pidió. Discutiéndole de igual a igual.
— Siento cambiarte el tema, pero se me hace que esta noche nos caen, Tomasito–dijo Lituma-. Es como si ahorita mismo los estuviera viendo descolgarse por el cerro. ¿Sientes algo, ahí afuera? ¿Nos levantamos a echar un vistazo?
— Tengo veintitrés–dijo él-. Sé todo lo que hay que saber.
— No sabes que para darse gusto los hombres necesitan a veces ciertos trucos–replicó ella, con tonito desafiante-. ¿Quieres que te diga algo que te va a revolver el estómago, Carreñito?
— No se preocupe, mi cabo. Tengo el oído muy fino y le juro que nadie se acerca por el cerro.
El muchacho y la mujer estaban uno al lado del otro, acuñados entre los costales de frutas. El perfume de los mangos crecía con la noche. El ronquido y los espasmos del motor habían borrado los zumbidos de insectos; tampoco se oía chasquear la hojarasca ni cantar al río.