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Carreño salió al pasillo riéndose a carcajadas. No había agua en la ducha ni en el lavador, pero habían dejado una palangana y pudo lavarse como gato. Se vistió y bajaron al restaurante. Ahora estaban llenas las mesas y muchas caras se volvieron a examinarlos. La gente almorzaba ya, era pasado el mediodía. Se sentaron en la única mesa desocupada. El muchachito que servía les dijo que era tarde para el desayuno. Decidieron irse. Pagaron la noche y la administradora les indicó que las oficinas de los ómnibus y colectivos estaban por la plaza de Arenas. Antes de ir allí, pasaron por una farmacia en busca de paños higiénicos para Mercedes. Y en el mercado se compraron unas chompas de alpaca, para el frío de la Cordillera.

— Menos mal que el Chancho me había pagado por adelantado–dijo Tomás-. ¿Se da cuenta si hubiéramos estado sin un centavo en el bolsillo?

— ¿No tenía nombre el narco ése? — preguntó Lituma-. ¿Por qué le dices siempre el tipo, el Chancho, el jefe?

— Nadie sabía cómo se llamaba, mi cabo. Ni siquiera mi padrino, creo.

Comieron unos sándwiches de queso mantecoso en un cafecito y fueron a averiguar. Se decidieron por un auto que partía a las cinco de la tarde y llegaba a la capital al mediodía siguiente. De noche, la vigilancia sería más laxa en los puestos de control de la carretera. Era apenas la una de la tarde. Hicieron tiempo en la plaza de Armas, donde, a la sombra de los grandes árboles, se sentía menos el calor. Carreño se hizo lustrar los zapatos. En la vasta plaza había nubes de lustrabotas, vendedores, fotógrafos ambulantes y vagos que se asoleaban o dormían en las bancas. Y un tráfico intenso, de camiones cargados de frutas llegando de la selva o partiendo a la sierra y a la costa.

— ¿Y ahora qué va a pasar cuando lleguemos a Lima? — preguntó Mercedes.

— Nos iremos a vivir juntos.

— O sea que ya lo decidiste, tú solito.

— Bueno, si quieres nos casamos.

— Eso se llama ir rápido–lo interrumpió Lituma-. ¿Iba en serio eso de casarse?

— ¿Por la iglesia, con velo y vestido blanco? — preguntó Mercedes, intrigada.

— Como tú quieras. Si tienes familia en Piura, iré hasta allí a pedirte, con mi madre. Porque padre no tengo. Todo lo que tú quieras, amorcito.

— A ratos me das envidia–suspiró Lituma-. Debe ser cojonudo templarse así.

— Ya veo que es cierto–Mercedes se dejó ir contra él y el muchacho le pasó el brazo por los hombros-. Estás loquito por mí, Carreñito.

— Más de lo que crees–le susurró él en el oído-. Mataría a mil Chanchos más si hiciera falta. Saldremos de esta vaina, ya verás. Lima es muy grande. Si llegamos allá, ya no nos agarran. Lo que me preocupa es otra cosa. Ya sabes lo que yo siento por ti. Pero ¿y tú? ¿Estás enamorada de mí? ¿Siquiera un poquito?

— No, no lo estoy–dijo Mercedes, en el acto-.Siento decepcionarte, pero no puedo decirte lo que no es.

— Y empezó con que a ella no le gustaba mentir–se entristeció Tomasito-, que ella no era de las que se enamoraban en un dos por tres. Estábamos en ésas cuando nos cayó del cielo el gordo Iscariote.

— ¿Te has vuelto loco? ¿Qué haces aquí? ¿Crees que es hora de pachamanquearte en público con la querida del tipo que acabas de cargarte, pedazo de…?

— Cálmate, cálmate, gordo–le decía Carreño.

— Tenía toda la razón–reconoció Lituma-. Te andarían buscando en Tingo María, en Lima, en todas partes. Y tú bañándote en agua rica.

— La vida sólo se vive una vez y hay que vivirla, mi cabo–dijo Tomás-. Yo la estaba viviendo a toda máquina desde la noche pasada, junto a mi amor. Qué me importaba el Chancho, que me buscaran o me enchironaran. ¿Quién me iba a quitar ya esa felicidad?

Al gordo Iscariote se le salían los ojos de las órbitas y, en su mano, la canasta de humitas bailoteaba con furia.

— No puedes ser tan inconsciente, Carreño.

— Tienes razón, gordo. No te pongas así. ¿Quieres que te diga una cosa? Me da un gustazo verte. Creí que ya no te vería.

Iscariote estaba con corbata y saco, pero la camisa le apretaba; por la manera como sacudía el cuello, parecía empeñado en librarse de ella. Su cara hinchada, con brillos de sudor, tenía puntitos de barba. Miró a su alrededor, alarmado. Los lustrabotas lo observaban con curiosidad, y un vagabundo, tirado en una banca y chupando un limón, le estiró la mano, pidiendo limosna. El gordo se dejó caer en el banco, junto a Mercedes. Pero en el acto se puso de pie, como si hubiera recibido una descarga eléctrica.

— Nos está viendo todo el mundo. — Señaló hacia el Hotel de Turistas-. Allá mejor, en el cuarto 27. Suban nomás, sin preguntar. Salí un momentito para comprar humitas.

Se alejó a trancos, sin volver la mirada. Esperaron unos minutos, y, dando un rodeo por el contorno de la plaza, lo siguieron. En el Hotel de Turistas una mujer que baldeaba el vestíbulo les mostró la escalera. La puerta del cuarto 27 estaba junta y Carreño, luego de tocar con los nudillos, la abrió.

— Era gordo, comía como una fiera y cuidaba al narco — concluyó Lituma-. Es lo único que me has comentado de Iscariote.

— Estaba asimilado a la policía de algún modo — dijo su adjunto-. Me lo presentó mi padrino y nunca supe mucho de su vida. Tampoco él trabajaba con el Chancho a tiempo completo. Sólo a destajo, igual que yo.

— Cierra con llave — ordenó el gordo, sin dejar de masticar. Se había quitado el saco y estaba sentado en la cama, con la canastita entre las piernas, comiéndose las humitas con las manos. Se había puesto el pañuelo en el cuello, a manera de servilleta. Tomás se puso a su lado y Mercedes se sentó en la única silla de la habitación. Por la ventana asomaban las copas cargadas de hojas de los árboles de la plaza y la antigua glorieta, de balaustrada descolorida. Sin decir una palabra, Iscariote les alcanzó la canasta, donde todavía quedaban un par de humitas. Ellos las rechazaron.

— Antes las hacían mejor–dijo el gordo, llenándose la boca con media humita-. ¿Se puede saber qué haces en Huánuco, Carreñito?

— Nos vamos esta tarde, gordo. — Tomás le dio un palmazo en la rodilla-. No estarán muy buenas pero cómo te las comes.

— El nerviosismo me da hambre. Me puso los pelos de punta encontrarte en la plaza. Bueno, la verdad, todo me da hambre.

Había terminado de comer. Se puso de pie, fue a sacar una cajetilla de cigarrillos rubios de su saco. Encendió uno.

— Hablé por teléfono con mi contacto, ése al que llaman Mameluco–dijo, haciendo argollas-. Le solté el tigre. Que habían abaleado al jefe y que tú y la hembrita desaparecieron. Le vino un ataque de hipos. ¿Cuál crees que fue su reacción? «O sea que se vendió a los colombianos. Y la puta también, seguramente.» — Iscariote estaba con la cara medio risueña, y, de pronto, la sonrisa se le volvió rictus-: ¿Te pagaron los colombianos, Carreñito?

— Era un poco como usted, mi cabo, no le cabía en la cabeza que alguien pudiera matar sólo por amor.

— Iscariote, Mameluco, el Chancho–se rió Lituma-. Nombres de película.

El gordo asintió, con expresión desconfiada. Detrás de una nueva serie de argollas de humo, sus ojitos rasgados, medio perdidos entre las bolsas grasosas de los pómulos, examinaron a Mercedes de arriba abajo.

— ¿Te tirabas a ésta ya desde antes? — preguntó, con un silbido admirativo.

— Un poco más de respeto–protestó Mercedes-. Quién te has creído, elefante…

— Ella está ahora conmigo, así que trátala como se pide. — Carreño cogió a la mujer del brazo, con gesto posesivo-. Mercedes es ahora mi novia, gordo.

— Está bien, no hagamos un mundo de una tontería–se disculpó Iscariote, mirando a uno, a otra-. Sólo quiero estar seguro de una cosa. ¿Están los colombianos detrás de esto?

— Yo no he tenido nada que ver–se adelantó a responder Mercedes.