— Fui yo solito, gordo–juró el muchacho-. Ya sé que te cuesta convencerte. Pero fue así, tal cual. Un arranque del momento.
— Dime, al menos, si ella era ya tu querida–insistió el gordo-. Eso al menos, Carreñito.
— Ni siquiera habíamos conversado. Sólo la vi a la carrera, cuando fuimos a recogerla y dejarla al aeropuerto, en Pucallpa y en Tingo María. Así fue, gordo, tienes que creerme.
Iscariote siguió fumando, moviendo la cabezota, abrumado por tanta estupidez.
— Cosa de locos–murmuró-. Debe de ser cierto, entonces. Que lo mataste porque…
— Bueno, bueno–lo interrumpió el muchacho, riéndose-. Que ellos crean que me pagaron los colombianos, qué más da.
Iscariote echó la colilla por la ventana y la vio zigzaguear en el aire antes de aterrizar entre los peatones de la plaza de Armas.
— El Chancho quería abrirse de ellos, estaba cansado de eue los colombianos se llevaran la parte del león. Se lo oí muchas veces. Ellos pudieron recibir el soplo. Y lo mandaron matar. ¿No tiene lógica?
— Tiene–reconoció el muchacho-. Pero no es verdad.
El gordo Iscariote estuvo escrutando los penachos de los árboles de la plaza.
— Podría ser verdad–dijo, al fin, haciendo un ademán vago-. Es la verdad que te conviene, además. ¿Me entiendes, Carreñito?
— Ni una palabra–se sorprendió Lituma-. ¿Qué conspiración era ésa?
— Este elefante se las sabe todas–dijo Mercedes.
— Ella ya entendió. — El gordo Iscariote volvió a sentarse en la cama, junto a Carreño. Le puso una mano en el hombro-. Regálales ese cadáver a los colombianos, Tomasito. ¿El Chancho no se quería abrir de ellos? ¿No quería montar su propia vaina y refinar y exportar él, haciéndoles el puente? Les hiciste un gran favor sacándoles a ese competidor de encima. Ellos tendrían que gratificarte, carajo. Para qué son los reyes del negocio, si no.
Se volvió a poner de pie, rebuscó su saco y encendió otro cigarrillo. Tomás y Mercedes empezaron a fumar, también. Estuvieron callados un momento, echando pitadas y arrojando bocanadas de humo. Afuera habían comenzado a repicar las campanas de varias iglesias. Las campanadas, a veces broncas, a veces agudas, con ecos largos o breves, colmaron la habitación y Mercedes se persignó.
— Llegando a Lima, ponte el uniforme y preséntate donde tu padrino–dijo Iscariote-. «Yo se lo saqué de encima, yo los libré de él. Les hice el favor de su vida a los colombianos, padrino. Ahora usted puede pasarles la factura.» El comandante los conoce. Está en contacto con ellos. También les da protección. Sacarás de un mal un bien, Carreñito. Y es la forma de que tu padrino te perdone lo que hiciste.
— Ese gordo era una bala–se admiró Lituma-. Puta, qué inventiva.
— Bueno, no sé–dijo el muchacho-. De repente tienes razón. De repente es lo que yo debería hacer.
Mercedes miraba a uno y a otro, desconcertada.
— ¿Qué es eso de que te pongas el uniforme? — preguntó.
— El gordo lo había pensado muy bien–aclaró el muchacho-. Tenía su plan. Hacerles creer a los colombianos que yo había matado al Chancho para congraciarme con ellos. El sueño de Iscariote era trabajar para la mafia internacional y llegar un día a Nueva York.
— Así, de un gran mal saldrá un gran bien, para ti y hasta para mí–dijo Iscariote, con fruición-. ¿Irás donde tu padrino y se lo dirás, Carreñito?
— Te prometo que iré, gordo. No perdamos el contacto en Lima.
— Si es que llegas allá–dijo Iscariote-. Eso está por verse todavía. No me vas a tener de ángel de la guarda cada vez que haces una cojudez.
— Ese gordo se está poniendo más interesante que tus pachamancas con la piurana–exclamó Lituma-. Cuéntame más de él.
— Un gran tipo, mi cabo. Y un gran amigo, también.
— Hasta que sea hora de irse, mejor no anden dando ese espectáculo indecente en la vía pública–les recomendó Iscariote-. ¿No te enseñaron eso cuando te pusiste el uniforme?
— ¿De qué uniforme habla? — preguntó Mercedes otra vez a Tomás, ya encrespada.
El gordo Iscariote se echó a reír y, de pronto, encaró a la mujer con una pregunta sorpresiva:
— ¿Qué le hiciste a mi amigo para que se encamotara así? ¿Cuál es tu secreto?
— ¿Cuál, cuál era? — lo cortó Lituma-. ¿El perrito?
Pero Mercedes no le hacía caso y seguía interrogando al muchacho:
— ¿Qué es eso del uniforme, qué quiere decir?
— ¿Es tu novia y todavía no le has dicho que eres guardia civil? — se burló Iscariote-. Fíjate qué mal negocio has hecho, comadre. Cambiar a todo un jefazo de la trafa por un simple cachaco.
— El puta tenla razón, Tomasito–soltó la carcajada Litucna-. La piurana hizo un pésimo negocio.
V
— ¿Quiere decir que estamos presos? — preguntó la señora Adriana.
Llovía a cántaros y con el repiqueteo de las gruesas gotas en las calaminas del techo apenas se oía su voz. Sentada en el suelo, sobre un pellejo de carnero, miraba fijamente al cabo, que se había acomodado en una esquina del escritorio. Dionisio permanecía de pie, a su lado, con expresión ida, como si nada de lo que ocurría a su rededor le concerniera. Tenía los ojos inyectados y la mirada más vidriosa que de costumbre. El guardia Carreño, también de pie, se apoyaba en el ropero–armería.
— No tengo más remedio, entiéndame–asintió Lituma. Esas tormentas andinas, con rayos y truenos, no lo hacían feliz; nunca se había acostumbrado a ellas. Siempre le parecía que iban a aumentar, aumentar, hasta el cataclismo. Tampoco lo hacía feliz tener ahí, detenidos, al cantinero borracho y a esa bruja-. Lo mejor sería que nos facilitara las cosas, doña Adriana.
— ¿Y por qué estamos presos? — insistió ella, sin alterarse-. ¿Qué hemos hecho?
— Usted no me dijo la verdad sobre Demetrio Chanca, o, mejor dicho, Medardo Llantac. Ése era el nombre del capataz, ¿no es cierto? — Lituma sacó el radiograma que había recibido de Huancayo en respuesta a su consulta y se lo paseó por la cara a la mujer-. ¿Por qué no me dijo que era el alcalde de Andamarca, el que se salvó de la matanza que hicieron los senderistas? Usted sabía por qué había venido a esconderse aquí ese hombre.
— Lo sabía todo Naccos–dijo la mujer, tranquilamente-. Para su mala suerte.
— ¿Y por qué no me lo dijo cuando la interrogué la vez pasada?
— Porque usted no me preguntó–replicó la mujer, con la misma calma-. Yo creí que usted lo sabía también.
— No, fíjese que no–levantó la voz Lituma-.Pero ahora que lo sé, también sé que, como se peleó con él, usted tenía una manera muy fácil de vengarse del pobre capataz, entregándolo a los terrucos.
Doña Adriana lo estuvo mirando un buen rato, con ironía compasiva, expulgándolo con sus ojos saltones. Por fin se echó a reír.
— Yo no tengo tratos con los senderistas–exclamó, con sarcasmo-. Esos a nosotros nos quieren todavía menos que a Medardo Llantac. No fueron ellos los que lo mataron.
— ¿Quién, entonces?
— Ya se lo dije. El destino.
Lituma sintió ganas de agarrarlos a golpes, a ella y al borracho de su marido. No, no se estaba burlando de él. Sería una loca de porquería, pero estaba muy al tanto de lo que había ocurrido; era cómplice, seguramente.
Al menos, estará enterada de que los cadáveres de esos tres están pudriéndose en un socavón de la mina abandonada, ¿no es cierto? ¿No se lo ha contado su marido? Porque, a mí, él sí me lo contó. Y se lo podría confirmar, si no estuviera cayéndose con la mona que tiene encima.
— No me acuerdo haberle contado nada–divagó Dionisio, haciendo morisquetas e imitando al oso-. Sería que estaba mareadito. Ahora, en cambio, estoy en plena forma y no recuerdo haber hablado nunca con usted, señor cabo.
Se rió, contorsionando un poco su cuerpo blanduzco, y volvió a distraerse, adoptando una actitud impávida y ojeando con interés los objetos de la habitación. Carreño se fue a sentar en la banca, detrás de la mujer.