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La Esperanza era una mina de plata, a unas cuatro horas de marcha, al oriente de Naccos. Lituma no habla estado allá, pero sabía que varios peones del campamento eran mineros licenciados de esa empresa.

— Anoche nos cayeron los terrucos e hicieron destrozos–explicó, quitándose el casco y sacudiéndose unos pelos largos, llenos de grasa. Su chaqueta y pantalón estaban empapados-. Mataron a uno de mis hombres e hirieron a otro. Soy el jefe de seguridad de La Esperanza. Se llevaron los explosivos, la plata de la planilla y mil cosas más.

— Lo siento mucho, pero no puedo ir–se disculpó Lituma-. Sólo somos dos en el puesto, yo y mi adjunto. Tenemos un problema serio que resolver. Tendría que pedir instrucciones a la comandancia de Huancayo.

— Ya lo hicieron los ingenieros–replicó el hombre, con mucho respeto. Sacó un papel doblado del bolsillo y se lo alcanzó. Hablaron por radio con sus jefes. De Huancayo dijeron que usted debía encargarse. La Esperanza está dentro de su jurisdicción.

Lituma leyó y releyó, descorazonado, el telegrama. Eso decía. En esa mina estaban mejor equipados que en este campamento cochambroso. Él aquí estaba incomunicado, ciego y sordo a lo que ocurría en el mundo exterior. Porque la radio del campamento funcionaba tarde, mal y nunca. ¿Quién había tenido la absurda idea de instalar un puesto de la guardia civil en Naccos? Hubieran debido instalarlo en La Esperanza, más bien. Pero de haber estado allí, él y Tomasito hubieran tenido que enfrentarse a los terrucos. Estaban cerquita, entonces. La soga se apretaba en el cuello un poquito más. Carreño se había puesto a preparar café en el primus. El hombre de la mina se llamaba Francisco López. Se dejó caer en el pellejo en el que había estado sentada doña Adriana. La tetera empezó a hacer gorgoritos.

— No es que pueda usted hacer nada ya–explicó López-. Ellos zumbaron, por supuesto, llevándose su botín. Pero se necesita el parte policial con la denuncia, para que el seguro indemnice a la compañía.

Tomás llenó las tazas de latón con el café hirviendo y se las alcanzó.

— Si quiere, yo me doy un salto a La Esperanza, mi cabo.

— No, iré yo nomás. Quédate a cargo del puesto. Y, si me demoro, te rezas un padrenuestro por mí.

— No hay peligro, cabo–lo tranquilizó Francisco López-. He venido en el jeep. Tuve que dejarlo allá donde se termina la trocha. No es tan lejos, menos de una hora caminando rápido. Sólo que me agarró el aguacero. Lo traeré de vuelta apenas termine con los trámites.

Francisco López trabajaba ya tres años en La Esperanza, siempre en seguridad. Éste era el segundo asalto que sufrían. En el primero, seis meses atrás, no hubo víctimas, pero también se habían llevado explosivos, ropas, materiales de la despensa y todo el botiquín de la mina.

— La suerte es que los ingenieros pudieron esconderse–explicó el minero, sorbiendo a poquitos el café-. Y también un gringo amigo de ellos, que anda allá de visita. Se subieron a los depósitos de agua. Si los encuentran, ya estarían fríos. Ingenieros, administradores y ejecutivos nunca se libran. Y menos los extranjeros, por supuesto.

— No se olvide de los policías–dijo Lituma, con voz cavernosa.

Francisco López hizo una broma:

— No quería decirlo, para no meterle miedo. En cambio, a los trabajadores no les hacen nada, a menos que los consideren amarillos.

Hablaba con la mayor naturalidad, como si fuera normal que pasaran estas cosas, como si siempre hubiera sido así. Tal vez tenía razón, puta madre.

— Con todo lo que pasa, hablan de cerrar La Esperanza–añadió López, soplando la taza y volviendo a sorber-. Los ingenieros ya no quieren ir. Y los cupos revolucionarios encarecen demasiado los costos.

— Si pagan cupos, ¿por qué los asaltan? — dijo Lituma.

— Eso es lo que nos preguntarnos todos–asintió Francisco López-. No hay lógica.

Seguía soplando la taza y bebiendo su café a sorbitos, como si aquella conversación fuera, también, la cosa más normal del mundo.

El tener los pelos color paja y unos ojos claros y líquidos había sido una pesadilla para Casimiro Huarcaya en su infancia. Porque en el pueblecito andino de Yauli, donde nació, todos eran morenos, y sobre todo porque sus propios padres y herrrianos tenían también los pelos negros, las caras trigueñas y los ojos oscuros. ¿De dónde había salido este albino en la familia Huarcaya? Las bromas que le gastaban sus compañeros en la escuelita fiscal hicieron que Casimiro tuviera que trompearse muchas veces, porque, aunque era de buen carácter, se le subía la mostaza a la cabeza cada vez que, para verlo rabiar, le sugerían que su padre no era su padre, sino algún foráneo que pasó por Yauli, o el mero diablo, quien, como se sabe en los Andes, cuando viene a hacer sus fechorías en la tierra se corporiza a veces en un forastero agringado que cojea.

A Casimiro siempre le quedó rondando en la cabeza, además, si su propio padre, el tinajero Apolinario Huarcaya, no tenía también sospechas sobre su origen. Porque él estaba seguro de haber sido fuente de desavenencias entre sus padres y porque Apolinario, que trataba bien a sus hermanos y hermanas, a él, fuera de encargarle las tareas más pesadas, a la menor falta lo molía a zurriagazos.

Pero, pese a las burlas de sus compañeros y a la mala relación con su familia, Casimiro creció sin complejos, fuerte, hábil con sus manos, despierto y amante de la vida. Desde que tuvo uso de razón soñó con crecer pronto para irse de Yauli a una ciudad grande, como Huancayo, Pampas o Ayacucho, donde sus pelos pajizos y sus ojos claros no atrajeran tanto la curiosidad de la gente.

Poco antes de cumplir los quince años se escapó de su pueblo con un comerciante viajero al que, siempre que aparecía por Yauli, ayudaba a cargar y descargar sus mercancías y a venderlas en el mercado. Don Pericles Chalhuanca tenía un camioncito del año de Matusalén, parchado y reparchado mil veces, con el que recorría todas las comunidades y aldeas campesinas del centro, vendiéndoles productos de las ciudades -remedios, instrumentos de labranza, ropas, vajillas, zapatos–y comprándoles queso, ollucos, habas, frutas o tejidos y porongos que luego llevaba a las ciudades. Además de comerciante, don Pericles era diestro mecánico y a su lado Casimiro aprendió a conocer de memoria los secretos del camión y a repararlo cada vez–varias en cada viaje–que se descomponía en los atroces caminos de la sierra.

Al lado de don Pericles, fue totalmente feliz. El viejo comerciante lo encandilaba contándole su vida aventurera, de impenitente gallo en corral ajeno, con mujeres seducidas, embarazadas y abandonadas en incontables distritos, anexos y pagos de Apurímac, Huancavelica, Ayacucho, Cusco y Cerro de Pasco, departamentos que, se envanecía, «he sembrado con bastardos y bastardas de mi sangre». A algunos se los señalaba a Casimiro en el curso de sus andanzas, con un guiño pícaro. Muchos de ellos saludaban respetuosamente al mercader, besándole la mano y llamándolo «padrino».

Pero lo que al muchacho le gustaba más que nada era la vida a la intemperie que llevaban, sin horarios ni rumbos predeterminados, a merced de las inclemencias o bondades del tiempo, de las ferias y fiestas del santo patrono, de los encargos que recibían y de los achaques del camioncito, factores que decidían su diario destino, sus itinerarios, las noches que pernoctaban en cada lugar. Don Pericles tenía una casa quinta, estable y sin ruedas, en Pampas, que compartía con una sobrina casada y con hijos. Cuando estaban allí, Casimiro se alojaba en la casa, como si fuera de la familia. Pero la mayor parte del tiempo vivía en el camión, en el que, entre la carga y protegido por una gruesa lona, se había construido un refugio con pellejos de vaca. Si había lluvia, se tumbaba a dormir en la caseta o debajo del camión.

El negocio no era gran cosa, por lo menos no para Pericles y Casimiro, pues todas las ganancias se las tragaba el camión al que siempre había que estarle comprando repuestos y haciéndole reencauchar las llantas, pero les daba para ir viviendo. En los años que pasó junto a don Pericles, Casimiro llegó a conocer como la palma de la mano todo el centro de los Andes, sus villorios, sus comunidades, sus ferias, sus abismos y valles y, asimismo, todos los secretos del negocio: dónde comprar el mejor maíz y dónde llevar hilos y agujas, dónde esperaban las lámparas y las percalas como maná del cielo, y qué cintas, prendedores, collares y pulseras atraían de manera irresistible la codicia de las muchachas.