Don Pericles lo trató al principio como a un aprendiz, luego como a un hijo, por fin como a socio. A medida que envejecía y el muchacho se hacía hombre, el peso del trabajo se fue desplazando a él hasta que, con el paso de los años–Casimiro era ya el único que manejaba y el que decidía las compras y ventas-,don Pericles pasó a ser el director técnico de la sociedad.
Cuando al anciano le vino el ataque cerebral que lo dejó paralizado y sin habla, estaban, por suerte, en Pampas. De modo que pudieron llevarlo al hospital y salvarlo de la muerte. Pero don Pericles no pudo volver a viajar y Casimiro tuvo que hacerlo desde entonces solo. Lo hizo un buen tiempo, en el inmortal camioncito, hasta que un día debió renunciar porque la sobrina y los nietos de don Pericles le exigían, por seguir usándolo, sumas fuera de toda realidad. Les entregó, pues, el vehículo y, aunque hasta que don Pericles murió lo visitó regularmente, llevándole algún regalito cada vez que caía por Pampas, fue desde entonces amo y señor de su negocio. Era un mocetón fuerte y curtido, con amigos por todas partes, trabajador y alegre. Podía pasarse las noches bebiendo y bailando en las fiestas de los pueblos, respondiendo con bromas ingeniosas a las burlas de los borrachos sobre sus pelos amarillos, y a la mañana siguiente abrir su negocio en el mercado antes que ningún comerciante. Había reemplazado el camioncito por una camioneta de tercera mano que compró a un agricultor de Huancayo al que le pagaba puntualmente las mensualidades.
Una vez, mientras vendía hebillas y aretes de fantasía en un pequeño pago de Andahuaylas, vio a una muchacha que parecía estar esperando para hablarle a solas. Era joven, con trenzas, de cara lozana y asustadiza como un animalito. Le pareció que no era la primera vez que la veía. En un momento que quedó sin clientes, la muchacha se acercó a la plancha de la camioneta, donde estaba sentado Casimiro.
— Ya sé–dijo él, riéndose-. Quieres uno de esos prendedores y no tienes plata.
Ella negó con la cabeza, confundida.
— Me has dejado, pues, encinta, papay–susurró, en quechua, bajando los ojos-. ¿No te acuerdas de mí, acaso?
Entre brumas, Casimiro recordó algo. ¿Era esta chiquilla la que, en la fiesta de Gabriel Arcángel, se había subido a la camioneta? Pero ese día había tomado mucha chicha y no estaba muy seguro de que esta cara fuese la borrosa de su memoria.
— Y quién dice que fui yo–le contestó de mal modo-. Con cuántos te fuiste, pues, en esas fiestas. ¿Crees que me vas a agarrar de manso? ¿Que voy a cargar con un hijo de Dios sabe quién?
No pudo seguir gritándola porque la muchacha salió corriendo. Casimiro se acordó que don Pericles aconsejaba, para casos así, sentarse al volante y arrancar. Pero unas horas después, cuando cerró su negocio, empezó a deambular de un lado a otro por el lugar, buscando a la muchacha. Sentía desazón y ganas de hacer las paces con ella.
La encontró en el camino, a la salida del pueblo, en una avenida de sauces y tunales alborotada con el croar de las ranas. Ella estaba regresándose a su anexo, muy ofendida. Al final, Huarcaya la aplacó, la convenció de que subiera a la camioneta y la llevó hasta las afueras de la comunidad donde vivía. La consoló como pudo y le dio un poco de dinero aconsejándole que se consiguiera una de esas comadronas que también hacen abortar. Ella asentía, con los ojos medio mojados. Se llamaba Asunta y cuando él le preguntó la edad, le contestó que dieciocho, pero él calculó que se aumentaba.
Volvió a pasar por allí un mes después y, preguntando, llegó hasta la casa de la muchacha. Vivía con sus padres y una nube de hermanos, que lo recibieron con desconfianza, huraños. El padre, dueño de su propio terreno dentro de la comunidad, había sido mayordomo de las fiestas. Entendía español, aunque a las preguntas de Casimiro respondía en quechua. Asunta no había encontrado a nadie que le diera esos cocimientos, pero dijo a Huarcaya que no se preocupara. Sus padrinos, de un anexo vecino, le habían dicho que tuviera el hijo nomás y que podía irse a vivir con ellos si la echaban de la casa. Parecía resignada a lo que le ocurría. Al despedirse de ella, Casimiro le regaló unos zapatos de medio taco y un chal floreado que ella le agradeció besándole la mano.
La vez siguiente que pasó por el lugar, Asunta ya no estaba y la familia no quiso hablarle de ella. El padre lo recibió más hosco que en la primera visita y le dijo a boca de jarro que no volviera por allí. Nadie supo o quiso darle razón de dónde vivían los padrinos de Asunta. Casimiro se dijo que había hecho todo lo que estaba a su alcance por esa chiquilla y que no debía quitarse más el sueño. Si la volvía a encontrar, la ayudaría.
Pero su vida no volvió a ser lo que había sido. Por lo pronto, esos caminos, esas sierras, esas aldeas que él se había pasado tantos años recorriendo con don Pericles y luego solo, sin sentir jamás que corría otro riesgo que el de reventar una llanta o quedarse botado por los malos caminos, se volvían cada vez más violentos. Casimiro empezó a encontrar torres eléctricas dinamitadas, puentes volados, senderos obstruidos con rocas y troncos, inscripciones amenazantes y trapos rojos en los cerros. Y grupos armados a los que tenía que darles siempre algo de lo que llevaba: ropas, víveres, cuchillos y machetes. Empezaron a aparecer, también, por los caminos patrullas de sinchis y de soldados. Revisaban sus papeles y saqueaban su camioneta, igual que los alzados. En los pueblos se quejaban de abusos, de robos, de matanzas, y en ciertas regiones empezó un verdadero éxodo. Familias, comunidades enteras abandonaban tierras, viviendas, animales, rumbo a las ciudades de la costa.
Su negocio pronto le alcanzó a duras penas para sobrevivir y un buen día se dio cuenta de que perdía plata. ¿Por qué seguía viajando, comprando y vendiendo? Tal vez porque se le había metido entre ceja y ceja que así encontraría a Asunta. Se le fue convirtiendo de reto y pasatiempo en obsesión. Tanto preguntó por ella, adonde iba, que la gente lo creía medio chiflado y se divertía dándole pistas falsas o contándole fantasías.
Dos veces volvió a su pueblo, a tratar de que su familia le diera noticias de su paradero. El padre lo insultó y le lanzó piedras. Pero una hermana de Asunta le salió al encuentro en el camino y le contó que los padrinos de la muchacha vivían en Andahuaylas y se llamaban Gallirgos. Sin embargo, nadie en Andahuaylas pudo darle noticias de una familia de ese nombre. La segunda vez que pasó por casa de Asunta había muerto el padre, y la madre y los hijos se habían ido a Ica, con otras familias de comuneros. Había habido una matanza por la región y todos vivían recelosos.
¿Para qué buscaba a Asunta con esa perseverancia? Se lo preguntaba y no sabía darse una respuesta. ¿Era por el posible hijo o hija que andaría ahora por los tres años? Aunque no se hacía muchas ilusiones ya de encontrarla, seguía preguntando por ella, aquí y allá, como un rito, a sabiendas de que sólo recibiría respuestas negativas. Se habría ido a Lima, como tantas otras muchachas de la sierra. Y estaría trabajando de empleada doméstica en alguna casa, o de obrera, o se habría casado y su hijo o hija ya tendría hermanos.
Había pasado mucho tiempo y Casimiro Huarcaya pensaba cada vez menos en Asunta, cuando llegó, en una noche de borrachera generalizada–era el inicio de las fiestas del pueblo-, a la localidad de Arcca, al sur de Ayacucho. Al salir de la fonda donde comió, se vio rodeado por un grupo hostil de horí l-;cs y mujeres que lo insultaban, señalándole el pelo y diciéndole «nacaq», «pishtaco». Estaban muy borrachos para tratar de hacerlos entrar en razón, explicándoles que no todos los hombres que tenían la desgracia de tener el pelo claro iban por el mundo buscando víctimas humanas para sacarles el sebo, y optó por meterse a su camioneta. Pero no lo dejaron partir. Estaban asustados y furiosos y se azuzaban unos a otros.