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Lo sacaron a empellones de la caseta y empezaron a golpearlo, sin escuchar sus explicaciones. Cuando creyó que ya no había escapatoria para él, oyó tiros. Vio hombres y mujeres armados y el cerco hostil se deshizo. Desde el suelo donde se había desplomado, aturdido por los golpes, Casimiro oyó las voces de sus salvadores. Explicaban a la muchedumbre de cuyas manos lo habían arrancado que no había que creer en pishtacos, que ésas eran supersticiones, creencias oscurantistas inculcadas al pueblo por sus enemigos.

Entonces, reconoció a Asunta. No le cupo la menor duda. A pesar de la escasa luz y el aturdimiento de su cerebro, no dudó un segundo. Era ella. Sólo que ahora no llevaba trenzas, sino el pelo cortito, como un hombre. Y, en vez de pollera, un blue–jeans y zapatillas de básquet. Y una escopeta en las manos. Ella lo había reconocido también, por lo visto. No le respondió el saludo que él le hizo con la mano, ni la sonrisa que le dirigió. Ella estaba explicando ahora, a los demás hombres y mujeres armados que lo rodeaban, que ese albino, Casimiro Huarcaya, la había violado, hacía cinco años, aprovechándose de las fiestas de otro pueblo. Y que la había dejado embarazada. Y que cuando ella fue a contárselo, la había tratado de prostituta, o poco menos. Y que, después, como quien tira un hueso a un perro, se había dignado darle plata para que se hiciera abortar. Era Asunta pero no era Asunta. Por lo menos, a Casimiro le costaba trabajo identificar a la muchachita tímida que le besaba la mano con esta mujer fría, seria, didáctica, que contaba esas intimidades en voz alta, como si hablara de otra persona.

Trató de decirle que todo este tiempo había estado averiguando por ella. Trató de preguntarle qué había pasado con ese hijo que estaba esperando, si había nacido albino como él. Pero no le salió la voz. Ellos hablaron largo rato, cambiaron ideas en español y en quechua. Le hicieron preguntas que no supo contestar. Cuando vio que habían tomado una decisión sobre su suerte, tuvo una sensación de irrealidad. Ahí estaba, pues, la mujer a la que había buscado tantos años. Se acercaba a él con la escopeta apuntándole a la cabeza. Y Casimiro estuvo seguro de que la mano no le temblaría al disparar.

— Guardia civil, guardia civil–dijo Mercedes-. Lo último que se me hubiera pasado por la cabeza es que fueras un cachaco de esos que dirigen el tránsito.

— Ya sé que conmigo has bajado de nivel–repuso el muchacho-. Pero no te preocupes, con una mujer como tú a mi lado llegaré muy lejos.

— Si alguna vez te viera vestido de guardia civil me moriría de vergüenza–dijo ella.

— ¿Por qué nos tenía en tan mal concepto? — gruñó Lituma.

— Por qué va a ser–suspiró Tomasito-. Por la miseria que ganamos.

Habían salido de Huánuco cerca de las seis, con una hora de atraso, y ellos ocupaban los dos asientos de adelante del viejo Dodge, junto al chofer. Atrás se apiñaban cuatro pasajeros, entre ellos una señora que gemía «Ay, Jesús» con cada bache. El chofer llevaba una gorrita hundida hasta las orejas y una bufanda le cubría la boca de modo que casi no se le divisaba la cara. Tenía puesta la radio a todo volumen, así que lo que Carreño y Mercedes se decían al oído no lo escuchaban los demás. A medida que el colectivo iba trepando la Cordillera, la radio se oía peor y la música naufragaba entre pitos y zumbidos. — Tan apretaditos como iban, aprovecharías para toquetearla–comentó Lituma.

— Me hablas para tener un pretexto y poder besarme en el cuello–dijo ella, hablándole también con la boca. pegada en el oído.

— ¿Te molesta? — susurró él, frotándole los labios despacito en el contorno de la oreja.

— Esas pachamancas en los autos son cojonudas–sentenció Lituma.

— Me haces cosquillas . — dijo ella-. El chofer debe creerme una idiota que se ríe y se ríe todo el tiempo.

— Es que para ti el amor no es cosa seria–volvió a besarla Carreño.

— Prométeme que nunca más en la vida te pondrás el uniforme de cachaco–dijo Mercedes-. Mientras estemos juntos, por lo menos.

— Te prometo todo lo que me pidas–se acarameló el muchacho.

— Y ya ves–suspiró Lituma-. Te lo volviste a poner, y aquí ni siquiera puedes quitártelo. Morirás con las botas puestas, Tomasito. ¿Viste ese peliculón?

Carreño le tenía pasado el brazo por los hombros y trataba de amortiguar con su cuerpo los respingos que el Dodge hacía dar a Mercedes. Oscurecía de prisa y comenzaba a hacer frío. Se habían puesto las chompas de alpaca que compraron en Huánuco, pero uno de los cristales del vehículo estaba rajado y por el hueco se colaba un vientecito helado. El chofer terminó por apagar la radio, ya inaudible.

— No es que crea que va a pasar nada–dijo, hablando fuerte, detrás de la bufanda-. Pero mi obligación es advertirles. Hay muchos asaltos en esta ruta últimamente.

Ninguno de los pasajeros hizo comentario alguno, pero la atmósfera del vehículo se espesó, como una leche que se corta. Carreño sintió que Mercedes se ponía rígida.

— Y lo más probable es que a los dos nos lleven a la tumba con los uniformes puestos, Tomasito. ¿No te cansas a veces de esperarlos? ¿No piensas a veces: «Que vengan de una vez y que termine esta maldita guerra de nervios>?

— ¿Y eso qué quiere decir? — preguntó, por fin, en el asiento de atrás, la señora de las exclamaciones-. ¿Que estamos en peligro?

— Espero que no–replicó el chofer-. Pero tengo el deber de prevenirlos.

— ¿Y en ese caso, qué? — preguntó otro pasajero.

— En ese caso, lo mejor es no ponerse respondones–sugirió el chofer-. Ésa es mi recomendación, al menos. Los que asaltan van armados y con el dedo en el gatillo.

— O sea, les damos todo lo que tenemos, como mansos corderitos–dijo la señora, irritada-. Aunque nos quedemos con una mano atrás y otra adelante. Qué buen consejo, caracho.

— Si quiere dárselas de heroína, allá usted–dijo el chofer-. Yo sólo doy una opinión.

— Usted está asustando a los pasajeros–intervino Carreño-. Una cosa es un consejo y otra meter miedo a la gente.

El chofer ladeó un poquito la cabeza para mirarlo.

— No es que quiera asustar a nadie–afirmó-. Sólo que me han asaltado tres veces ya, y en la última me partieron la rodilla de un combazo.

Hubo un largo silencio, entrecortado por los ronquidos y espasmos del motor y los sonidos metálicos de la carrocería sacudida por los huecos y piedras del camino.

— No sé por qué hace usted un trabajo tan peligroso, entonces comentó un pasajero que hasta ahora no había hablado.

— Por la misma razón que viajan ustedes a Lima por tierra, sabiendo que. es peligroso–dijo el chofer-. Por necesidad.

— Maldita la hora en que vine a Tingo María, maldita la hora en que acepté la invitación de ese baboso–susurró Mercedes en el oído del muchacho-. Me iba muy bien, tenia para comprarme ropa, en el show del Vacilón me divertía, era independiente.. Y, ahora, perseguida y arrejuntada con un guardia civil.

— Era tu destino–la volvió a besar en la oreja el muchacho, sintiendo que ella se estremecía-. Aunque no te lo creas, ahora comienza la mejor parte de tu vida. ¿Sabes por qué? Porque estamos juntos. ¿Y quieres que te diga una cosa?

— Yo siempre esperando cositas ricas, plancitos, manoseos, polvos que me distraigan del ayuno forzoso, y tú siempre yéndote por lo romántico–se quejó Lituma-. No tienes remedio, Tomasito.

— ¿Cuál? — susurró ella.