Выбрать главу

Carreño tiró al asiento del Dodge las metralletas y las pistolas de los dos hombres del puesto e indicó al chofer que se instalara en el volante. Tomando a Mercedes del brazo, la obligó a subir al automóvil.

— ¿Nos va a dejar aquí? — se indignó la señora de las quejas.

— Los recogerá alguien, no se preocupen. No pueden venir conmigo, los creerían mis cómplices.

— Para eso, déjame a mí también con ellos–protestó el chofer, ya sentado en el volante.

— ¿Y para qué diablos te llevaste al chofer? — bostezó Lituma-. ¿No te bastaba Mercedes como compañía?

— Ni mi mujer ni yo sabemos manejar–le explicó Carreño-. Parte de una vez y métele la pata al acelerador a fondo.

Segunda parte

VI

— Bueno, ahora creo que me puedo ir–dijo el cabo Lituma, calculando que si partía de inmediato llegaría a Naccos antes del anochecer.

— De ninguna manera, mi amigo–lo atajó, levantando dos manos cordiales, el ingeniero alto y rubio que había sido tan amable con él desde que pisó La Esperanza-. La noche lo puede coger en el camino y no se lo recomiendo. Usted se queda a comer y a dormir aquí y mañana tempranito Francisco López lo lleva de vuelta a Naccos en el jeep.

El ingeniero morenito, al que decían Pichín, también insistió y Lituma no se hizo de rogar mucho para quedarse una noche más en la mina. Porque, cierto, era imprudente viajar a oscuras por estas soledades, y porque, de ese modo, tendría ocasión de ver y oír un poco más al gringo ese de visita en La Esperanza, un explorador o algo así. Desde que lo vio, lo tenía fascinado. Llevaba unas barbas y unos cabellos alborotados y tan largos como Lituma sólo había visto en ciertas estampas de profetas y apóstoles bíblicos, o como los llevaban algunos locos o mendigos semidesnudos por las calles de Lima. Pero éste no tenía nada de loco; era un sabio. Aunque sencillo y amistoso, con aire de ciudadano de las nubes extraviado en la tierra, y totalmente indiferente -¿inconsciente? — al peligro que había corrido en la mina con la incursión de los terrucos. Los ingenieros le decían el Profe y a ratos Escarlatina.

Mientras tomaba declaraciones, hacía el inventario de lo que los asaltantes se habían llevado y escribía los partes que se necesitaban para la compañía de seguros, Lituma había oído a los dos ingenieros, sobre todo al rubio, tomarle el pelo al Profe de lo lindo, con los horrores que los terrucos habrían hecho con él si descubrían que, ahí nomás, en sus narices, escondido en los depósitos de agua, había un aeente de la CIA. Él les seeu.ía la cuerda. En materia de horrores, podía dar lecciones a los terrucos, unos aprendices que sólo sabían matar a la gente a bala, cuchillo o chancándoles las cabezas, mediocridades comparadas con las técnicas de los antiguos peruanos, quienes, en esto, habían alcanzado formas refinadísimas. Más aún que los antiguos mexicanos, aunque hubiera un complot internacional de historiadores para disimular el aporte peruano al arte de los sacrificios humanos. Todo el mundo sabía que los sacerdotes aztecas, en lo alto de las pirámides, arrancaban el corazón de las víctimas de la guerra florida, pero ¿cuántos habían oído de la pasión religiosa de los chancas y los huancas por las vísceras humanas, de la delicada cirugía con que extirpaban los hígados y los sesos y los riñones de sus víctimas, que se comían en sus ceremonias acompañados de buena chicha de maíz? Los ingenieros lo festejaban y él los festejaba y Lituma se hacía el concentrado en la redacción de los partes, pero no perdía palabra de su conversación. Y hubiera dado cualquier cosa por sentarse un buen rato a escuchar al parlanchín y examinar a sus anchas su facha estrambótica.

¿Era gringo? Por sus ojos claros y esos pelos rubios que se mezclaban en su cabeza y en su barba con sus canas abundantes, parecía. Así como por el chaquetón de rombos rojos y blancos, tan huachafo, que vestía sobre sus pantalones y camisas de vaquero y sus zapatones de alpinista. Ningún peruano se vestía así. Pero el español que hablaba era más que perfecto, muchas de sus palabras Lituma las oía por primera vez, aunque estaba seguro de que existían en los libros. Un verdadero cráneo, puta madre. Esta noche se lo gozaría.

En sus buenas épocas, le explicaron los ingenieros, La Esperanza tuvo más de cien mineros en sus socavones, pero ahora apenas trabajaban unos treinta. Y, al paso que iban las cosas, con los problemas y la caída del precio de los metales, tal vez tendría que cerrar, como otras minas de Cerro de Pasco y de Junín. La mantenían más por no dar su brazo a torcer que por otra cosa, pues ya no era buen negocio. El campamento se parecía al de la constructora, en Naccos: pequeñito, con barracones de madera y un. par de casas sólidas, donde funcionaba la oficina y donde se alojaban los ingenieros cuando venían. En una ala vivía el capataz (ahora ausente, pues él había llevado al herido a Huancayo). En esa casita dieron a Lituma un cuarto, con una cama, un lamparín de querosene y un lavatorio. Desde la ventanilla vio los dos depósitos de agua, a medio camino entre la entrada del socavón y los barracones. Dos recipientes altos, sujetos con pilotes de piedra y unas escalerillas de fierro. En uno de ellos, vaciado la víspera para la limpieza anual, habían trepado a refugiarse los ingenieros y el doctor cuando sintieron a los terrucos. Metidos allí, temblando de frío y de miedo -¿o también se habrían estado haciendo chistes en voz baja? — permanecieron las tres horas que les tomó a los invasores tirotearse con la media docena de hombres de seguridad y hacerlos correr–el muerto y el herido pertenecían al grupo que trabajaba a órdenes de Francisco López-,saquear de explosivos, mechas, remedios, botas y ropas el almacén y el botiquín, y arengar a los mineros a los que hicieron salir de los barracones y formar en la pequeña explanada vecina, a la luz de unas cuantas lámparas de acetileno.

— ¿Sabe qué es lo que voy a recordar de esta aventura, cabo? — preguntó el ingeniero rubio, al que Pichín decía Bali-. No el miedo que pasé, ni el robo, ni siquiera al pobre muchacho que se palomearon. Sino que ningún minero nos denunció.

Estaban empezando a comer, sentados alrededor de una larga mesa. Entre el humo de los cigarrillos, flotaban aromas apetitosos.

— Bastaba que uno señalara con su dedo o con su cabeza el depósito de agua–asintió Pichín-. Nos habrían hecho un juicio revolucionario y ya estaríamos en el paraíso, ¿no, Bali?

— Tú y yo en el infierno, Pichín. El Profe se hubiera ido al cielo, él sí. Porque, imagínese, cabo, ahí donde lo ve, Escarlatina todavía no ha cometido su primer pecado.

— Yo no les hubiera hecho esa perrada–dijo el doctor, y Lituma trató de detectar en su acento siquiera una sílaba que sonara extranjera-. Yo los hubiera acompañado a compartir las llamitas. Las que queman, no las que escupen.

Él había cocinado, mientras los dos ingenieros y Francisco López y Lituma se tomaban una copita de un perfumado pisco iqueño que al cabo le llenó las venas de un delicioso calorcito y la cabeza de una despreocupación excitada. La verdad, el doctor se preparó un banquetazo: sopa de papa seca y habas con pedazos de carne de gallina y un apanado con arroz blanco. ¡De chuparse los dedos! Acompañaron esos manjares con unas cervecitas frías que a Lituma acabaron por ponerlo muy contento. No comía tan bien hacía meses; desde los tiempos de Piura, lo menos. Estaba tan entretenido que, desde que se sentó a la mesa con éstos, casi no había recordado a los desaparecidos de Naccos, ni los llantos nocturnos y las confesiones sentimentales de Tomasito, los dos temas que–ahora se daba cuenta–le ocupaban toda la vida últimamente.

— ¿Y sabe por qué voy a recordar siempre la lealtad de esos treinta mineros, cabo? — insistió el ingeniero Bali-. Porque nos han dado una lección a Pichín y a mí. Nosotros los creíamos conchabados con los terrucos. Y, ya lo ve, gracias a su silencio, aquí estamos.