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— Todo tranquilo–dijo, sacándose el poncho-. Pero ha bajado mucho la temperatura y comienza a granizar. Toquemos madera, no vaya a ser que, de yapa, esta noche nos caiga un huayco.

— Caliéntese con un traguito–le volvió a llenar la copa el ingeniero moreno-. Eso es lo que nos faltaría. Después de los terroristas, un huayco.

— Yo me pregunto–murmuró el ingeniero rubio, completamente abstraído, hablando para sí mismo–si lo que pasa en el Perú no es una resurrección de toda esa violencia empozada. Como si hubiera estado escondida en alguna parte y, de repente, por alguna razón, saliera de nuevo a la superficie.

— Si me hablas otra vez de la ecologista, me voy a dormir–intentó hacerlo callar su amigo Pichín. Y a Lituma, que lo miraba sorprendido, le explicó, señalando a su amigo-: Conocía a la señora d’Harcourt, la que mataron el mes pasado en Huancavelica. Se toma un trago y filosofa sobre ella. Y de un minero a un filósofo hay mucho trecho, Bali.

Pero el ingeniero rubio no le respondió. Estaba ensimismado, con los ojos brillando por el trago y un mechón de pelo sobre su frente.

— La verdad, si hay una muerte difícil de entender es la de Hortensia–se ensombreció la cara del profesor-. Pero, claro, el error es nuestro, por tratar de entender esas matanzas con la cabeza. Porque no tienen explicación racional.

— Ella sabía muy bien que se la estaba jugando–dijo Bali, abriendo mucho los ojos-. Y lo seguía haciendo. Como tú, Escarlatina. Tú también sabes que te la juegas. Si anoche nos pescan, tal vez Pichín y yo hubiéramos podido negociar con ellos. Pero a ti te chancaban el cráneo a pedradas, igual que a Hortensia. Y, sin embargo, sigues viniendo. Yo me quito el sombrero, viejo.

— Bueno, ustedes siguen viniendo también–le devolvió la gentileza el profesor.

— Nosotros vivimos de esta mina–dijo Pichín-. Bueno, vivíamos.

— ¿Qué tiene el Perú que despierta esas pasiones en algunos exrranjeros? — se asombró Bali — . No nos lo merecemos.

— Es un país que no hay quien entienda–se rió Escarlatina-. Y no hay nada más atractivo que lo indescifrable, para gente de países claros y transparentes como el mío.

— Creo que no volveré más a La Esperanza–cambió de tema Bali-. No tengo ganas de jugar al héroe y menos por una mina que pierde plata. Lo cierto es que anoche me cagué de miedo.

— Lo sentimos, el Profe y yo, en el depósito–dijo Pichln-. Mejor dicho, lo olimos.

Bali se rió, el profesor se rió, y López también se rió. Pero Lituma permanecía muy serio, oyéndolos apenas, adormecido en una zozobra profunda. Más tarde, cuando, luego de terminarse la botella de pisco, se dieron las buenas noches y se fueron todos a sus cuartos, el cabo se detuvo en el umbral del dormitorio del profesor Stirmsson, contiguo al suyo.

— Una curiosidad me ha quedado, doctor–musitó, respetuosamente, con la lengua algo enredada-. ¿Así que los chancas y los huancas sacrificaban gente cuando iban a abrir un camino?

El profesor se doblaba para quitarse los botines y la lámpara de acetileno deshacía sus facciones, dándole un aspecto fantasmagórico. A Lituma se le ocurrió que, de pronto, surgiría un halo dorado de estampita alrededor de sus blancos cabellos.

— No lo hacían por crueldad, sino porque eran muy religiosos–le explicó-. Era su manera de mostrar su respeto a esos espíritus del monte, de la tierra, a los que iban a perturbar. Lo hacían para que no tomaran represalias contra ellos. Para asegurar su supervivencia. Para que no hubiera derrumbes, huaycos, para que el rayo no cayera y los quemara ni se desbordaran las lagunas. Hay que entenderlos. Para ellos no había catástrofes naturales. Todo era decidido por una voluntad superior, a la que había que ganarse con sacrificios.

— Eso mismo que usted dice se lo oí una vez a doña Adriana, doctor.

— Salúdelos de mi parte a ella y a Dionisio–dijo el Profe-. Estuvimos juntos la última vez en la feria de Huancayo. Adriana era una cholita muy linda, de joven. Después se fue descomponiendo, como todos. Veo que se interesa por la historia, cabo.

— Un poquito–asintió Lituma-. Que pase buena noche, doctor.

Andan asustados desde que supieron lo de la invasión de pishtacos y que en los barrios de Ayacucho los vecinos organizan rondas para pelearles. «Tenemos que hacer lo mismo», dicen. «No sea que los degolladores empiecen a hacer su agosto en Naccos también.» Quieren encender fogatas en las noches entre los barracones para divisarlos apenas aparezcan. Ellos siempre caen donde las cosas empiezan a ir mal. Se está repitiendo la historia de cuando Naccos entró en decadencia. Porque éste era antes un pueblo minero muy próspero. Por eso Timoteo y yo, al escaparnos de Quenka, nos vinimos aquí.

En ese tiempo yo era joven y la mina de Naccos no estaba abandonada; rebalsaba de mineros venidos de toda la región, y hasta de sitios alejados como Pampas, Acobamba, Izcuchaca y Lircay. A cada rato abrían nuevas galerías en el socavón para sacar la plata, el zinc. Y los enganchadores tenían que ir a contratar cada vez más lejos gente dispuesta a venirse a la mina, que se llamaba Santa Rita. Para alojarlos levantaron barracones y carpas en todas las faldas del cerro; muchos mineros dormían envueltos en sus ponchos en las oquedades bajo los grandes pedruscos. Hasta que un día los ingenieros dijeron que se había acabado el metal de calidad, que iba quedando sólo la escoria invendible.

Cuando empezaron a despedir gente y Santa Rita a decaer y muchos a irse de Naccos, sucedieron las cosas extrañas que nadie sabía explicar. Y brotó en el pueblo una desconfianza y un miedo parecidos a los que hay ahora entre los peones de la carretera. Un gordito que venía de Huasicancha y era guachimán del almacén comenzó a enflaquecer y a decir que se sentía raro, como si se hubiera vaciado por dentro y su cuerpo fuera sólo pellejo y huesos, un globo al que se podía reventar de un alfilerazo, y también su cabeza se hubiera desaguado de ideas y de recuerdos. Cuando se murió, un par de semanas después, se había encogido y adelgazado tanto que parecía un niño enclenque de diez años. No se acordaba de dónde venía, ni de su nombre, y a quienes iban a verlo les preguntaba azorado, con un hilito de voz, si era humano o animal, pues ni de eso estaba seguro. Esto no me lo contaron, esto lo vimos Timoteo y yo con nuestros ojos.

El guachimán se llamaba Juan Apaza. Sólo después de enterrarlo en el fondo de la quebrada empezaron a sospechar los mineros de Santa Rita y sus familias que la misteriosa enfermedad de Apaza no era tal, sino que un pishtaco se le había cruzado en su camino. Igual que ahora, todos en Naccos revoloteaban nerviosos. «¿Hay remedio contra eso?», decían. «¿Se puede hacer algo contra los pishtacos?» Venían a consultarme porque se había corrido la voz que yo sabía qué cerros eran machos y cuáles hembras, y también qué piedras parían. Claro que hay remedios, por supuesto que se puede hacer algo. Tener cuidado y tomar precauciones. Poner una batea de agua en la entrada de la casa para que no haga efecto el polvo mágico que el pishtaco avienta a sus víctimas, sirve. Orinar una puntita de las camisas y las chompas antes de ponérselas, ayuda. Y llevar encima algo de lana, las mujeres una faja, unas tijeras, un jaboncito y un diente de ajo o un poquito de sal, también. Nada de eso hicieron y por eso les fue como les fue. Ellos no aceptaban la verdad; los de ahora la van aceptando. Han tenido ya demasiadas pruebas para seguir incrédulos. ¿Cierto?

Cuando los de Naccos se dieron cuenta de lo que pasaba, el pishtaco que mató a Juan Apaza ya había. secado a varios. Entonces la grasa humana servía para hacer ungüentos y mezclarla con el metal de las campanas, así cantaban entonadas. Ahora, desde la invasión de pishtacos, en Ayacucho mucha gente está segura que la grasa se manda al extranjero, y a Lima, donde hay fábricas que sólo funcionan con manteca de hombre o de mujer.