A ese pishtaco de Santa Rita lo conocí muy bien. Después de secar a Juan Apaza, secó a Sebastián, un amigo de Timoteo. Su historia la siguió pasito a paso todo Naccos, porque él empezó a contarla a los mineros desde que se sintió raro. Es decir, desde la misma noche en que, en las afueras del pueblo, viniendo con un rebaño de llamas por la pampa, se topó de pronto con uno de los enganchadores de Santa Rita que era su conocido. Andaba abrigado con un poncho y un sombrerazo metido hasta las orejas. Apoyado en una piedra, fumaba.
Sebastián lo reconoció ahí mismo. Lo había visto en los anexos y comunidades de la región, apalabrando a los campesinos que se fueran a trabajar a Naccos y adelantándoles unos soles para convencerlos.
Sebastián se acercó a saludarlo y el enganchador le convidó un cigarrillo. Era un foráneo blancón, de barbita color cucaracha y ojos datos, al que en Naccos le decían el Padrillo porque se las daba de mujeriego (a mí me correteó varias veces, sin que Timoteo lo supiera). Estaban fumando y hablando de la mala suerte que había caído sobre Santa Rita, con el metal acabándose, cuando, de repente, Sebastián sintió que una bocanada de humo del Padrillo le daba en la cara y lo hacía estornudar. Ahí mismo se sintió mareado y con sueño. No era humo de cigarro lo que le echó en la cara, por supuesto. Sino esos polvos con los que el pishtaco marea a sus víctimas para que no sientan que los desgrasa. ¿Qué polvos son? Polvos de huesos machacados de llama o de alpaca, casi siempre. El que los respira no siente ni se da cuenta de nada. El pishtaco puede sacarle sus adentros sin que lo note ni le duela. Eso hizo el Padrillo, y Sebastián, desde esa noche, empezó a enflaquecer, a achicarse y a olvidarse de lo que sabía. Lo mismo que Juan Apaza. Hasta que también murió.
Así ocurrió cuando Naccos vivía de la mina Santa Rita y así está ocurriendo ahora, que vive de esta carretera. Las desgracias no vendrán de los terrucos que andan ajusticiando a tanta gente o llevándosela a su milicia. Ni de los pishtacos que rondan por ahí. Cierto, éstos vienen siempre en los tiempos difíciles, como lo demuestra la invasión de Ayacucho. Por aquí debe haber algunos en las grutas de esos cerros, amontonando su reserva de manteca humana. Será que la necesitan, allá, en Lima, o en los Estados Unidos, para aceitar las nuevas máquinas, los cohetes que mandan a la Luna por ejemplo. Dicen que no hay gasolina ni aceite que haga funcionar tan bien los inventos científicos como la manteca de los runa. Para eso habrán mandado a sus degolladores, armados con sus machetes de hoja curva que puede estirarse como un chicle, hasta el pescuezo del sacrificado. Ellos también hacen daño, quién va a negarlo.
Pero las peores desgracias vienen siempre de ánimas que no dan la cara. Ésas son las que piden más de lo que la gente les puede dar. Están ahí, hechas piedra con las piedras, esperando que, a fuerza de desgracias, a los peones se les abra la mollera. Por gusto se enrabian cuando se lo explico. ¿Para qué preguntan, si luego se tapan las orejas y no quieren entender? Sigan, más bien, los consejos de mi marido: chupen y chupen hasta emborracharse, que en la borrachera todo se vuelve mejor de lo que es, y desaparecen los terrucos, los pishtacos y todo lo que los enfurece y asusta.
— ¿Pero por qué a mí? — volvió a preguntarse, de pronto, Mercedes.
— Lo siento, Tomasito–lo interrumpió Lituma, en la oscuridad-. Eso que leímos en el periódico de Lima sobre los tipos que roban ojos de niños me tiene descompuesto. Esta noche no me da el ánimo para tus amoríos. Hablemos de los robaojos, más bien. O de Dionisio y la bruja, a los que tampoco puedo sacarme de la tutuma.
— De ninguna manera, mi cabo–repuso Tomás, desde su catre-. Las noches son de Mercedes y de nadie más, a menos que esté de servicio. Ya tengo bastantes horas en el día para desesperarme con las cosas que pasan. Quédese con los pishtacos y déjeme a mí con mi hembrita.
— ¿Por qué no te detuvieron a ti, o en todo caso a los dos? — repitió Mercedes.
Era una pregunta que volvía a sus labios desde que escaparon de los policías. Carreño le había dado todas las respuestas: podía que tuvieran registrado su nombre porque la asociaban al Chancho, fichado hacía rato por la policía; quizás encontraron en su libreta electoral alguna errata o manchón sospechoso; o la llamaran como hubieran podido llamar a cualquiera de los pasajeros, sólo para sacarle algo de plata. Para qué darle más vueltas, ya había pasado lo peor. ¿No estaba libre? ¿No habían atravesado media sierra sin problemas? Llegarían a Lima sanos y salvos dentro de un par de horitas. Como para refrendar las palabras de Carreño, el maquinista hizo sonar la sirena del tren y el estridente soplido rebotó largamente en los cerros pelados del contorno.
— El periódico no hablaba de pishtacos, sino de sacaojos o robaojos–dijo Lituma-. Pero tienes razón, Tomasito, se parecen a esos pishtacos de los serruchos. Lo que no me entra es que ahora también en Lima la gente empiece a creer en esas cosas. ¡En la capital del Perú, cómo es posible!
— Usted cree que yo lo escucho, pero yo no estoy aquí–susurró Tomasito-. Sino en el tren de la sierra, bajando, bajando hacia Desamparados, abrazadito a mi amor.
— Convénceme, convénceme–murmuró ella, encogiéndose contra él-. Que fue pura casualidad que me llamaran. No quiero ir a la cárcel. Una que yo conocía estuvo presa en Chorrillos. Yo iba a visitarla. Antes de ir a la cárcel, me mataría.
El muchacho la abrazó con fuerza y la arrulló. Iban muy juntos, en un asiento que era para un solo pasajero. El vagón estaba repleto, con gente de pie, cargada de bultos, paquetes, hasta gallinas, y en cada estación seguían subiendo pasajeros. Pronto no se podría. respirar. Menos mal que ya estaba ahí la estación de Matucana. Tomás aplastó su boca contra la mata de cabellos de Mercedes:
— Te juro que nunca te pasará nada–le prometió-. Yo te salvaré siempre, como anoche.
La besó y vio que ella cerraba los ojos. Por la ventanilla, en las cumbres y faldas de los cerros aparecían de cuando en cuando algunas aldeas, y en las piedras del camino ya coloreaban avisos publicitarios. Era una tarde plomiza, de nubes bajas, amenazando con una lluvia que nunca llegaría. El clima de Lima, pues.
Algo grave está pasando en este país, Tomasito–irrumpió de nuevo Lituma-. ¿Cómo va a ser posible que toda una barriada de Lima se atolondre con semejante bola? Unos gringos metiendo en autos lujosos a niños de cinco años para sacarles los ojos con bisturíes ultradinámicos. Que haya locas que digan eso, por supuesto. Lima también tendrá sus doñas Adrianas. Pero que toda una barriada se lo crea y los pobladores se lancen a sacar a sus hijos del colegio y se pongan a buscar forasteros para lincharlos, ¿no te parece increíble?
— Para ojos, los de mi Mercedes–musitó el guardia — . Grandes como las estrellas y del color de la chancaca.
No sentía la menor aprensión ahora. La había tenido mientras rodaban por los Andes librados al volante de ese chofer al que, para que no fuera a avivarse, Carreño le mostraba de cuando en cuando la pistola. Pero en el viaje habían hecho buenas migas con él. Se tragó, o fingió que se lo tragaba, el cuento de que Carreño y Mercedes andaban fugándose de un marido celoso, quien la habría denunciado a la policía. Se bajó a comprar comida y bebidas en dos ocasiones y les sugirió que tomaran el tren en Cerro de Pasco. En pago de servicios, Carreño le dejó las dos metralletas:
— Si quieres, las devuelves, corno buen ciudadano. O las vendes y sacas un montón de plata por ese par de juguetes.
— Lo decidiré a cara o sello–dijo el chofer, deseándoles una feliz luna de miel-. Me aguantaré unas horitas antes de ir a la policía.
— El periódico decía que en Chiclayo también hubo otra locura así, el mes pasado, y otra en Ferreñafe–prosiguió Lituma-. Que tina mujer vio a cuatro gringos con batas blancas llevándose un niño; que apareció el cadáver de otro, sin ojitos, en una acequia y que los robaojos le habían puesto cincuenta dólares en el bolsillo. Formaron rondas, igual que en Ayacucho, cuando los rumores de invasión de pishtacos. Lima, Chiclayo y Ferreñafe contagiándose las supersticiones de los serruchos. Ni más ni menos que Naccos. Hay como una epidemia, ¿no crees?