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Yo tenía las condiciones. Era joven, estaba intacta y, oyéndolo, me pareció tan valiente, tan seguro de sí mismo, que, sin consultárselo a mi padre, le ofrecí ayudarlo. Había una dificultad, eso sí. ¿Cómo saldría de las grutas después de matar a Salcedo? Eran tan grandes y enredadas que nadie había podido explorarlas del todo. Los pasadizos se desdoblaban, subían, bajaban, se torcían, ramificándose y trenzándose como raíces de eucalipto. Y, además de murciélagos, había galerías con miasmas ponzoñosas que ningún humano podía respirar sin envenenarse.

¿Cómo haría Timoteo Fajardo para salir, después de matar al pishtaco? Su narizota me dio la ocurrencia. Le preparé un chupe espeso, bien picante, con ese ají verde que cura el estreñimiento de los más aguantados. Se tomó toda la olla y se contuvo hasta que su estómago quería reventar. Sólo entonces entró a la cueva. Era el atardecer y había sol, pero, a los pocos pasos, Timoteo se encontró a oscuras. Cada cierto rato, se paraba, se bajaba el pantalón, se acuclillaba y ponía un mojoncito. Al principio, avanzaba al tuntún, cubriéndose los ojos con el brazo porque los murciélagos bajaban de los techos a sobarle la cara con sus alas viscosas. Sentía en la piel las hebras de las telarañas. Así estuvo mucho rato, avanzando, parándose a soltar los óbolos de su barriga, avanzando de nuevo. Hasta que divisó una lucecita.

Guiado por ese resplandor llegó al aposento del pishtaco.

El gigantón dormía, tendido entre las tres muchachas que le cocinaban. A la luz de unas lámparas encendidas con sebo humano, medio mareado por la pestilencia, vio restos humanos colgados de unos ganchos sanguinolentos, licuando sebo en las pailas borboteantes. Sin perder más tiempo, con su machete cortó de un tajo la cabeza del degollador y remeció a sus chulillas. Éstas, al despertar y ver decapitado a su amo, se pusieron a gritar, enloquecidas. Timoteo las calmó y las hizo recapacitar: las había salvado de la esclavitud y ahora podrían volver a la vida normal. Entonces, los cuatro emprendieron el regreso, guiándose por la estela. de olor que el morochuco había sembrado en su recorrido y que su olfato de perro cazador seguía sin la menor vacilación.

Ésa es la historia del gigantón Salcedo. Una historia de sangre, cadáveres y caca, como todas las de los pishtacos.

Anda, date gusto, cuéntame tus dichas y tus desdichas, Tomasito–lo animó Lituma-. Tienes suerte; últimamente, por las malditas desapariciones, ando desvelado.

— Esas dos semanas en. Lima fueron mi luna de miel–dijo su adjunto — -. Puro susto y sobresalto, pues nos cayeron encima todas las calamidades. Hasta creímos que nos querían asesinar. Pero la inseguridad le daba gustito a nuestro amor y nos queríamos todas las noches, dos y hasta tres veces seguidas. Una maravilla esplendorosa, mi cabo.

— ¿Mercedes se puso a quererte, al fin?

— En las noches, yo estaba seguro que sí. En la cama era pura almíbar mi linda piuranita. Pero con la luz del día, cambiaba de humor. Y dale a sacarme en cara que le había jodido la vida y que nunca sería mi mujer.

A los dos días de estar donde Alicia, en los Barrios Altos, Mercedes fue a sacar los ahorros que tenía en la sucursal del Banco Popular, en la plaza de La Victoria. Entró sola. Carreño la esperó en la esquina, haciéndose lustrar los zapatos. Ella se demoró muchísimo. Cuando apareció por fin en la puerta del local, un zambo bajito, con la cara cortada, dejó el periódico que estaba leyendo recostado contra un farol, dio unos pasos tranquilos y, de improviso, se abalanzó sobre ella. Forcejearon y él trataba de arrebatarle la cartera a la que Mercedes se prendía con las dos manos, pateándolo y gritando. Algunos transeúntes se habían detenido y miraban lo que ocurría sin atreverse a intervenir. Cuando Carreño llegó hasta ellos corriendo, con el revólver en la mano, el ladrón soltó a la mujer y salió como alma que lleva el diablo. Ellos se alejaron de prisa, por la avenida Manco Cápac, donde pararon un taxi. Mercedes estaba más enfurecida que asustada, pues el tipo, aunque no pudo llevarse su plata, le rompió la libreta electoral.

— ¿Y por qué creías que ese tipo no era un simple ladrón? ¿No está Lima plagada de cacos?

— Por lo que nos pasó después — lijo el muchacho-. Ésa fue la primera prueba. Tuvimos otras dos, todavía peores. Empecé a ver la mano del Chancho saliendo de su tumba para vengarse de nosotros. «¿No sientes que el peligro nos une más y más, amorcito?», le decía yo.

— Cómo puedes hablar de amor en estos momentos, chiquillo idiota–se indignó Mercedes-. ¿No ves que me he quedado sin mi único documento de identidad? Habla con tu padrino de una vez y que nos ayude.

Pero los intentos de Carreño por localizarlo eran inútiles. Tenía prohibido llamarlo a su oficina y el teléfono de su casa sonaba siempre ocupado. En informaciones le dijeron que ese número no estaba en reparación, de modo que tal vez lo había descolgado a propósito. La mujer de Iscariote respondía que el gordo aún no había vuelto de la selva. Y la madre de Carreño, a quien éste pidió que fuera a su cuarto, en el Rímac, le dio una mala noticia.

— La puerta desfondada, todo revuelto y saqueado y mi cama chamuscada y con caca encima, qué susto para mi viejita. Como si le hubieran prendido fuego a mi cuarto y por alguna razón se hubieran desanimado y preferido cagarse en mi cama–dijo Tomás-. ¿Podía ser ésa otra coincidencia, mi cabo?

— Lo de la caca probaba que eran ladrones–repuso Lituma-. Es una creencia muy común entre los rateros, Tomasito. Que para que no los metan en chirona, luego de vaciar una casa tienen que cagarse en ella. ¿No lo sabías?

— Cuando le conté el saqueo de mi cuarto, Mercedes se echó a llorar–suspiró Tomasito-. La sentía temblar en mis brazos y yo me derretía, mi cabo. No te preocupes, amor, no llores así, te lo ruego.

— Nos persiguen, nos están buscando–gemía Mercedes, las lágrimas corriéndole por las mejillas-. No puede ser casualidad, primero lo del banco y ahora esto de tu cuarto. Es la gente del Chancho, nos buscan, nos van a matar.

Pero los saqueadores e incendiarios no habían descubierto el escondite, disimulado con unos ladrillos debajo del retrete, donde Carreño tenía sus dolarcitos.

— ¿Dolarcitos? — respingó Lituma-. ¿Tenías tus ahorros?

— Cerca de cuatro mil dólares, aunque no me lo crea. No de mi sueldito de guardia civil, por supuesto. De los cachuelos que me encargaba mi padrino. Cuidar a alguien por un par de días, llevar un paquete, vigilar una casa, cojudeces así. Cada solcito que recibía lo cambiaba en dólares en el jirón Ocoña y al escondite. Pensando en mi futuro. Mercedes era mi futuro, ahora.

— Carajo, ese padrino tuyo es como Dios, Tomasito. Si salimos vivos de Naccos, preséntamelo, por favor. Quisiera ver la cara de un poderoso antes de morirme. Hasta ahora sólo los he visto en películas o periódicos.

— Con eso no llegaremos a Estados Unidos, no sueñes–dijo Mercedes, calculando.

— Conseguiré toda la plata que haga falta, mi amor. Créemelo. Te sacaré sana y salva de esto y te llevaré a Miami, verás. ¿Cuando estemos allá, delante de los rascacielos y las playas azules y los autos último modelo, me dirás: «Te quiero con toda mi alma, Carreñito»?

— Éste no es momento para bromas. ¡No seas inconsciente! ¿No ves que nos buscan, que quieren vengarse?

— Al menos te he hecho reír–la festejó el muchacho-. Me gustas cuando te ríes, se te forman unos hoyuelos que me aceleran el pulso. Ahora que mi viejita nos entregue los dólares, iremos a que te compres un vestido, ¿okey?