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— No soy enemigo de nadie y tampoco quiero serlo. ¡Fue el veneno que me dio Dionisio! ¡El menjunje que me compuso su mujer! Ellos me hicieron decir cojudeces, endenantes.

— Ya lo sabemos, Huarcaya–lo tranquilizaban, lo palmeaban-. No te hagas mala sangre. Nadie es tu enemigo, compadre.

— Todos te estamos agradecidos, hermano–dijo una voz, tan suavecita que hubiera podido ser de mujer.

«Sí, sí», repitieron varios, y Lituma se imaginó que muchas decenas de cabezas asentían, confiándole mudamente al albino su reconocimiento, su afecto. Sin necesidad de una voz de orden, sabiendo lo que correspondía a cada cual, la muchedumbre se puso en movimiento, y, aunque nadie hablaba, ni cuchicheaba, se la sentía avanzar, compacta, sincrónica, conmovida hasta los huesos, trémula, camino de los cerros. «A la mina abandonada, a lo que era Santa Rita», pensó Lituma. «Ahí están yendo.» Estuvo escuchando el rumor de tantas pisadas contra las piedras, el chapoteo en los charcos, el suave desliz de los cuerpos, el rumor de los roces y, cuando calculó que había pasado ya mucho tiempo sin oír quejarse al albino, preguntó en voz baja a su vecino:

— ¿Ya habrá muerto Casimiro Huarcaya?

— Mejor no hables.

Pero el que estaba a su izquierda se compadeció de su ignorancia, y lo ilustró, en voz apenas audible:

— Para que sea bien recibido, tiene que llegar vivo allá abajo.

Lo iban a echar por la bocatoma de la mina abandonada estando todavía consciente. Subirían hasta allá arriba, en procesión, callados, recogidos, transidos, sujetándolo de los brazos, levantándolo cada vez que tropezara,, calmándolo, alentándolo, haciéndole saber que no lo odiaban, que le tenían aprecio, que le agradecían lo que iba a hacer por ellos, y cuando llegaran hasta ese boquerón que las linternas iluminarían, donde estaría silbando el viento, lo despedirían y empujarían y lo oirían alejarse con un largo aullido, y estrellarse con un remoto golpe seco y lo adivinarían despedazarse en las piedras del fondo de ese socavón al llegar a su cita.

— Él ya no siente ni se da cuenta de nada–dijo a su espalda alguien, como leyendo sus pensamientos-. El cabo Lituma está nocáut.

Timoteo Fajardo no fue mi primer marido del todo, mi único marido completo ha sido Dionisio. Con Timoteo nunca nos casamos, solamente nos juntamos. Mi familia se portó mal con él y la gente de Quenka peor. Pese a haberlos librado del pishtaco Salcedo, nadie lo ayudó a convencer a mi padre que le permitiera casarse conmigo. Más bien le metían cizaña contra Timoteo, diciéndole: «Cómo va a permitir que a su hija se la lleve ese morochuco narigudo, ¿no tienen ésos famas de abigeos?». Por eso nos escapamos y nos vinimos a Naccos. Al salir, desde el abra donde se divisa el pueblo, echamos una maldición a esos ingratos. Nunca volví ni volveré a Quenka.

Ni niego ni asiento y si me quedo mirando los cerros absorta y con los labios fruncidos, no es porque las preguntas me incomoden. Sino porque ha pasado mucho tiempo. Ya no estoy segura de si fuimos felices o infelices. Felices, más bien, los primeros tiempos, mientras creía que el aburrimiento y la rutina eran la felicidad. Timoteo consiguió trabajo en la mina Santa Rita y yo le cocinaba, le lavaba la ropa y todos nos consideraban marido y mujer. A diferencia de ahora, entonces había muchas mujeres en Naccos. Y cuando pasaba por aquí Dionisio con sus danzantes y sus locas, se ponían medio locas ellas también. Maridos y padres les rajaban los lomos a fuetazos para que no se desmandasen, pero igual corrían tras él.

¿Qué tenía que se dejaban embrujar así por un borrachín gordinflón? Fama, leyenda, misterio, alegría, don profético, botellones de perfumado pisco de Ica y un soberano pichulón. ¿Quieren más que eso? Era conocidísimo en toda la sierra, no había feria ni fiestas ni velorio de principal en los pueblos de Junín, Ayacucho, Huancavelica y Apurímac sin él. Mejor dicho, ellos. Porque Dionisio andaba entonces con una coleta de músicos y bailarines huancaínos y jaujinos que por nada se le despegaban. Y ese puñado de locas que de día cocinaban y en las noches se enloquecían y hacían barbaridades.

Hasta que no se presentaba en la entrada del pueblo la comparsa de Dionisio, haciendo sonar sus tambores, silbar sus quenas, rasguear sus charangos y atronando el suelo con sus zapateos, la fiesta no comenzaba. Aunque ya hubieran reventado los cohetes y el cura echado sus rezos, sin Dionisio no había fiesta. Los contrataban de todas partes, siempre estaban yendo y viniendo de un sitio a otro, pese a la mala fama que tenían. ¿Mala fama de qué? De hacer cosas sucias y ser engendros de Satán. De quemar iglesias, descabezar santos y vírgenes y de robarse a los recién nacidos. Eran las malas lenguas de los párrocos, sobre todo. Tenían celos de Dionisio y se vengaban de su popularidad calumniándolo.

La primera vez que lo vi, me corrieron culebritas de la cabeza a los pies. Él estaba ahí, vendiendo pisco de unas tinajas que cargaban unas mulas, en lo que era entonces la placita de Naccos, donde está ahora la oficina de la compañía. Había puesto unos tablones sobre dos caballetes y un carteclass="underline" «Ésta es la cantina». «No tomen cerveza ni cañazo, muchachos. ¡Aprendan a chupar!», predicaba a los mineros. «Saboreen el pisco purito de uva de Ica, hace olvidar las penas y saca al hombre feliz de tus adentros.» «¡Visita a tu animal!» Eran las Fiestas Patrias y había bandas de música., concursos de disfraces, magos y danzantes de tijeras. Pero yo no podía disfrutar con ninguna de las diversiones; aunque no lo quisiera, los pies y la cabeza se me desviaban hacia él. Era más joven, pero no muy distinto de lo que es ahora. Medio gordito, medio fofo, ojos negrísimos, pelo crespito y esa manera de caminar medio saltando, medio tropezando, que todavía tiene. Atendía a los clientes y salía a bailar y contagiaba a todos su alegría, «Ahora una muliza» y lo seguían, «El pasillo» y le obedecían, «Le toca al huaynito» y zapateaban, «El trencito» y formaban una cola larguísima detrás de él. Cantaba, brincaba, saltaba, tocaba el charango, soplaba la quena, brindaba, gritaba, chasqueaba los platillos, aporreaba el tambor. Horas de horas, sin cansarse nunca. Horas de horas, poniéndose y quitándose las máscaras del Carnaval de Jauja, hasta que todo Naceos era un remolino de gente borracha y feliz: nadie sabía ya quién era quién, dónde empezaba uno y dónde terminaba aquél, quién hombre, quién animal, quién humano, quién mujer. Cuando, en un momento de la fiesta, me tocó bailar con él, me apretó, .me manoseó, me hizo sentir su verga tiesa contra mi barriga y tragarme su lengua que chisporroteaba como fritura en la sartén. Esa noche Timoteo Fajardo me sangró a patadas, diciendo: «Si te lo pedía, te ibas con él, ¿no, puta?».

No me lo pidió pero tal vez me hubiera ido con él si me lo pedía, una más de la comparsa de Dionisio, otra loca siguiéndolo por los anexos y los distritos de la sierra, viajando por todos los caminos de los Andes, trepando a las punas frías, bajando a los valles calientes, caminando bajo la lluvia, caminando bajo el sol, cocinándole, lavándole su ropa, obedeciéndole los caprichos, y, en las ferias de los sábados, alegrando a los feriantes y hasta puteando para darle gusto. Decían que, cuando bajaban a la costa a renovar la provisión de pisco, en esos arenales de junto al mar, las locas y los danzantes bailaban calatos en las noches de luna llena y que Dionisio convocaba al demonio vestido de mujer.