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Se decían todas las cosas habidas y por haber de él, con miedo y admiración. Pero nadie sabía de verdad gran cosa de su vida, chismografías nomás. Que a su madre la había carbonizado un rayo en una tormenta, por ejemplo. Que lo habían criado las mujeres de una comunidad de iquichanos, todavía idólatras, en las alturas de Huanta. Que había estado loco, de joven, en una misión de los padres dominicos y que le devolvió la razón el diablo, con el que hizo pacto. Que había vivido en la selva, entre chunchos caníbales. Que descubrió el pisco viajando por los desiertos de la costa y que, desde entonces, recorría la sierra vendiéndolo. Que tenía mujeres e hijos por todas partes, que había muerto y resucitado, que era pishtaco, muki, despenador, brujo, estrellero, rabdomante. No había misterio o barbaridad que no se le achacara. A él le gustaba su mala fama.

Era más que un vendedor ambulante de pisco, por supuesto, de eso se daban cuenta todos; más que un empresario de músicos y bailarines folclóricos, más que un animador y también más que patrón de un putarral ambulante. Sí, sí, clarísimo. Pero ¿qué más? ¿Demonio? ¿Angel? ¿Dios? Timoteo Fajardo me leía en los ojos que yo estaba acordándome de Dionisio y rabioso se me echaba encima. Los hombres le tenían celos, pero todos reconocían: «Sin él, no hay fiesta». Apenas aparecía y levantaba su tenderete, corrían a comprarle mulitas de pisco y a brindar con él. «Yo los eduqué», decía Dionisio. «Antes se intoxicaban con chicha, cerveza o cañazo y ahora con pisco, la bebida de los tronos y los serafines.» Yo supe algo más de él por una ayacuchana de Huancasancos. Había sido una de sus locas y luego los dejó. Vino aquí como mujer de un jefe de cuadrilla de la mina Santa Rita, más o menos por la época en que el pishtaco ese secó a Juan Apaza. Nos hicimos amigas, íbamos a lavar la ropa juntas a la torrentera y un día le pregunté por qué tenía tantas cicatrices. Entonces, me contó. Había estado corriendo mundo bastante tiempo con la comparsa de Dionisio, durmiendo a la intemperie donde los cogía la noche, unos sobre otros para aguantar el frío, de feria en feria y mercado en mercado, y viviendo de la caridad de los festejantes. Cuando se alegraban entre ellos, lejos de las miradas de los demás, los de la comparsa se enloquecían. O, como dice Dionisio, visitaban a su animal. Pasaban del amor a los golpes entre las locas. De los cariños a los rasguños, de los besos a los mordiscos, de los abrazos a los empujones, sin dejar de bailar. «¿Y no te dolía, mamita?» «Me dolía después, mamay; con la–música, el baile y el mareo, rico era. Se desaparecían las preocupaciones, el corazón palpitaba fuerte y te sentías cernícalo, molle, cuesta, cóndor, río. Hasta las estrellas subíamos, bailando, queriéndonos o pegándonos.» «¿Por qué si te gustaba tanto te apartaste de ellos?» Porque se le hinchaban los pies y ya no podía seguirlos en sus correrías. Eran muchos y no siempre conseguían un camión que los llevara. Hacían sus viajes a patita, días yendo, semanas viniendo. En ese tiempo se podía, no había terrucos ni sinchis por los Andes. Por eso, al fin, la de Huancasancos se resignó a casarse con el jefe de cuadrilla y a sentar cabeza aquí en Naccos. Pero vivía soñando con sus antiguas aventuras, extrañando los viajes y los vicios. Entonaba unos huaynitos tristes, recordándose, y suspiraba: «Yo fui, ay, feliz». Se tocaba los rasguñitos con nostalgia.

Así que, picada de curiosidad, inquieta desde que bailé con él y me puso sus manos encima en esas Fiestas Patrias, la próxima vez que Dionisio vino a Naccos y me preguntó si quería casarme con él, le dije bueno. La mina se estaba desmoronando. Se había acabado el metal en Santa Rita y el Padrillo, después de secar a Sebastián, el amigo de Timoteo., tenía a la gente despavorida. Dionisio no me pidió que me juntara a las locas, que fuera una más de su comparsa. Me pidió que me casara con él. Estaba enamorado de mí desde que supo cómo ayudé a Timoteo a cazar al pishtaco Salcedo, en las grutas de Quenka. «Me estás predestinada», me aseguró. Las estrellas y las cartas me confirmaron que era así, después.

Nos casamos en la comunidad de Muquiyauyo, donde a él lo celebraban mucho desde que curó a todos los jóvenes comuneros de una epidemia de garrotillo. Sí, de pichulitis. Los atacó un verano lluvioso. Para carcajearse, sí, pero ellos lloraban, desesperados. Desde que abrían los ojos con el canto del gallo, la tenían hinchada, coloradota y picante como un ají. No sabían qué hacer. Se lavaban con agua fría y nada, se la corrían y volvía a enderezarse como muñeco de resortes. Y mientras ordeñaban o sembraban o podaban e hicieran lo que tenían que hacer, ella seguía gordota y pesada entre sus piernas, como un espolón o el badajo de una campana. Trajeron un sacerdote del convento de San Antonio de Ocopa. Les dijo una misa y los exorcizó con incienso. Ni por ésas: seguían empujando y creciendo hasta romper las braguetas y salir a ver el sol. Entonces, llegó Dionisio. Le contaron lo que pasaba y organizó una procesión alegre, con baile y música. En vez de un santo, pasearon en andas una pichula de arcilla que modeló el mejor alfarero de Muquiyauyo. La banda le tocaba un himno marcial y las muchachas la adornaban con guirnaldas de flores. Siguiendo sus instrucciones, la zambulleron en el Mantaro. Los jóvenes atacados de la epidemia se echaron al río, también. Cuando salieron a secarse, ya eran normales, ya la tenían arrugadita y dormidita otra vez.

El cura de Muquiyauyo no quería casarnos, al principio. «Ése no es católico, es un pagano y un salvaje», decía, espantándolo con su mano. Pero después de tomarse sus copitas, se ablandó y nos casó. Las fiestas duraron tres días, bailando y comiendo, bailando y bebiendo, bailando y bailando hasta perder la razón. Al anochecer del segundo día, Dionisio me cogió de la mano, me hizo trepar una cuesta y me señaló el cielo. «¿Ves ese grupito de estrellas, allá, formando una corona?» Se destacaban clarísimo de todas las otras. «Sí, las veo.» «Son mi regalo de bodas.»

Pero no pudo tomarme todavía, porque antes tenía una promesa que cumplir. Lejos de Muquiyauyo, en la otra banda del Mantaro, subiendo las sierras de Jauja, en el anexo de Yanacoto, donde Dionisio había estado de niño. Cuando su madre desapareció, quemada por el rayo, él no se conformaba a esa muerte. Y anduvo buscándola, seguro de que en alguna parte la encontraría. Se volvió andariego, vivió como alma extraviada, yendo y viniendo por todos los rincones hasta que, en las haciendas de Ica, descubrió el pisco y se hizo su comerciante y promotor. Un día la vio en sueños: su madre le dio cita, el domingo de Carnaval a medianoche, en el cementerio de Yanacoto. Hasta allá fue, emocionado. Pero el guardián, un tullido con la nariz comida por la uta que se llamaba Yaranga, no quería dejarlo entrar si no se bajaba primero el pantalón. Discutieron y llegaron a un acuerdo: Yaranga lo dejaría entrar a su cita a condición de que volviera y se le agachara antes de consumar su boda. Dionisio entró, habló con su madre, se despidió de ella, y ahora, en su fiesta de boda, quince años después, tuve que acompañarlo a que cumpliera lo prometido.

Nos tomó dos días subir hasta Yanacoto, el primero en camión y el segundo en mula. Había nieve en la puna y la gente andaba con los labios amoratados y la cara cortada por el frío. El cementerio ya no tenía el murito que Dionisio recordaba, ni tampoco guardián. Preguntando, nos dijeron que Yaranga había muerto hacía años, loco. Dionisio no paró de averiguar, hasta que le mostraron su tumba. Entonces, esa noche, cuando la familia que nos había dado posada dormía, me cogió de la mano y me llevó hasta donde estaba enterrado Yaranga. Todo el día yo lo había visto muy afanoso labrando algo, con su chaveta, en una rama de sauce. Una pinga templadita, eso era. La encebó con manteca de velas, la clavó en la tumba de Yaranga, se bajó el pantalón y se sentó encima, dando un aullido. Después, a pesar del hielo, me arrancó el calzón y me tumbó. Me tomó por delante y por detrás, varias veces. Pese a no ser ya virgen, di más aullidos que él, creo, hasta que perdí el sentido. Así fue nuestra noche de bodas.