— Pero si hasta lo han condecorado por la muerte de ese narco–alegó, débilmente, Carreño-. Pero si ahora es usted un héroe nacional de la lucha contra el narcotráfico. No me diga que le hice un mal. Reconozca que le hice un favor, padrino.
— He tenido que sacar un bien de un mal, pedazo de cojudo–replicó el comandante-. De todas maneras, me has comprometido y puedo tener problemas. Si la gente del Chancho quiere venganza, ¿contra quién se va a ir? ¿A quién van a joder? ¿A un pichiruchi como a ti o a mí? ¿Tendrías remordimientos, al menos; si me mandan al cementerio?
— No me lo perdonaría nunca, padrino. Y le juro que iría a tomarle cuentas hasta el fin de la tierra al que le tocara a usted un pelo.
— Puta, me voy a poner a llorar de la emoción con tanto cariño que me tienes — dijo el comandante, bebiendo un trago de whisky y chasqueando la lengua. Y, sin transición, de manera que no admitía réplica, ordenó-: Antes de seguir hablando, y para ver qué penitencia te doy, anda, trae a esa Mercedes. Ahorita mismo. Quiero ver con mis propios ojos si ese culo justifica tanto bolondrón.
— Carambolas–exclamó Lituma-. Ya lo estoy viendo venir a ese pendejote.
— Yo me aterré, mi cabo–confesó Tomasito-. Qué podía hacer, qué iba a hacer si mi padrino se propasaba con Mercedes.
— Sacar tu pistolita y cargártelo a él también–dijo el cabo.
— Qué podía hacer–repitió su adjunto, removiéndose angustiado en su catre-. Dependíamos de él para todo. Para la libreta electoral de Mercedes, para que arreglara mi situación. Yo era, técnicamente, un desertor de la Guardia Civil, dese cuenta. Pasé un rato muy amargo, le digo.
— ¿Tú crees que yo le tengo miedo a ése? — se rió Mercedes.
— Es un sacrificio que tenemos que hacer para poder salir de ésta, amor. Será el mal trago de media horita, apenas. Ya se está aplacando, ya comenzó a hacerme bromas. Le ha picado la curiosidad y quiere conocerte. No permitiré que te falte el respeto, te lo juro.
— Yo puedo defenderme sola, Carreñito–dijo Mercedes, arreglándose el pelo, la falda-. A mí no me faltan el respeto ni los comandantes ni los generales. ¿Qué tal? ¿Paso el examen, caballero?
— Con sobresaliente–carraspeó el comandante-. Asiento, asiento. Ya veo que eres de las cancheras, hijita. Mejor. A–mí me gustan las mujercitas respondonas.
— ¿O sea que nos vamos a tutear? — dijo Mercedes-. Yo creí que te tendría que decir padrino, también. Bueno, tutiémonos, micifuz.
— Tienes buena cara, buen cuerpo y buenas piernas, concedido — dijo el comandante-.Pero eso no basta para convertir a un muchacho en asesino. Algo más debes tener, para haber puesto a mi ahijado patas arriba. ¿Se puede saber qué le hiciste?
— Lo peor es que no le hice nada–dijo Mercedes-. Yo fui la primera sorprendida con la locura que le vino. ¿No te ha contado? Primero lo mató y después me dijo que lo había hecho por mí, que estaba enamorado de mí. Yo no podía creerlo, todavía no puedo. ¿No ha sido así, Carreñito?
— Sí, padrino, así fue–dijo el muchacho-. Mercedes no tuvo culpa de nada. Yo la metí en este lío. ¿Nos va usted a ayudar? ¿Le sacará una nueva libreta electoral a Mercedes? Queremos irnos a Estados Unidos a empezar de nuevo.
— Tienes que haberle hecho algo muy especial a este muchacho para ponerlo en ese estado de encamotamiento–dijo el comandante, acercándole la cara a Mercedes y cogiéndola de la barbilla-. ¿Le diste chamizo, hijita?
— Le ruego que no le falte el respeto a Mercedes–dijo el muchacho-. Por lo que más quiera, padrino. Ni a usted se lo voy a permitir.
— ¿Sabía tu padrino que Mercedes fue la primera mujer con la que te acostaste? — preguntó Lituma.
— No, ni él ni nadie–repuso su adjunto-. Me hubiera batido a morir si se lo decía. Eso sólo lo saben Mercedes y usted, mi cabo.
— Gracias por la confianza, Tomasito.
— Pero ése no fue el peor momento de la noche. El peor fue cuando mi padrino la sacó a bailar. Yo sentía que se me subía la cólera por el cuerpo y que en cualquier momento iba a explotar.
— Cálmate, cálmate y no seas cojudo, Carreñito–lo palmeó en el brazo el gordo Iscariote-. ¿Qué te importa que la baile y la apriete un poquito? Te está haciendo pagar la penitencia, poniéndote celoso. En el fondo ya te perdonó y te va a solucionar tus problemas. Todo está saliendo como te pronostiqué en Huánuco. Piensa sólo en eso.
— Pero yo pensaba le está pegando el cuerpo y toqueteándola–vibró en la sombra la indignada voz de Tomasito-. Aunque me desgracie del todo, le voy a parar los machos a este abusivo.
Pero en ese momento el comandante vino trayendo a Mercedes a la mesa, muerto de risa.
— Es una mujer de rompe y raja y tengo que felicitarte, muchacho–dijo, dándole un amable coscorrón en la cabeza a Tomás-. Le hice una propuesta del carajo para que te metiera los cuernos conmigo, y no aceptó.
— Sabía que me estabas tomando otro examen y por eso te di calabazas, micifuz–dijo Mercedes-. Además, contigo sería la última persona que engañaría a Carreñito. ¿Nos vas a ayudar, entonces?
A una mujer como tú es mejor tenerla de amiga que de enemiga–dijo el comandante-. Vaya hembra que te estás echando encima, muchacho.
— Y nos ayudó–suspiró Tomás-. Al día siguiente Mercedes tenía una libreta electoral nueva. Y, esa misma noche, se largó.
— ¿Quieres decir que apenas tuvo sus papeles te dejó, Tomasito?
— Llevándose los cuatro mil dólares que le regalé–murmuró muy lentamente su adjunto-. Eran suyos, yo se los había dado. Me dejó una carta, diciéndomelo que me había dicho tantas veces. Que ella no era una mujer para mí, que ya se me pasaría, la cantaleta de siempre.
— O sea que así fue la vaina–dijo Lituma-.Pudra. Tomasito.
— Sí, mi cabo–dijo su adjunto-. Así fue la vaina.
IX
— El tipo se llama Paul y tiene un apellido raro, Stirmsson o Stirmesson–dijo Lituma-. Pero lo conocen todos por su apodo: Escarlatina. Fue uno de los que se libró de milagro cuando los terrucos entraron a La Esperanza. Me contó que los conocía mucho a ustedes. ¿Se acuerdan de ese gringo?
— Un preguntón que quería saberlo todo de todo–asintió doña Adriana, con una mueca desamorada-. Andaba siempre con un cuaderno, escribiendo. Hace mucho que no viene por aquí. ¿O sea que él fue uno de los que se escondió en el depósito de agua?
— Era un metete, nos estudiaba como si fuéramos plantas o animales–lanzó un escupitajo Dionisio-. Me perseguía por todos los Andes. No le interesábamos por nosotros, sino para meternos a sus libros. ¿Está vivo todavía ese pezuñento del gringo Escarlatina?
— También él se asombró al saber que ustedes lo estaban–explicó Lituma-. Se creía que los terrucos ya los habían ajusticiado por antisociales.
Conversaban en la puerta de la cantina, bajo un sol vertical y blanquísimo que reverberaba en las calaminas de los barracones sobrevivientes. Grupos de peones removían con tablas, barrenos, sogas, picos y palas algunas piedras del huayco, tratando de abrir un camino por el que pudieran sacar del campamento la maquinaria no aplastada o inutilizada por la avalancha. Pese al trajín que se advertía en la caseta donde se había improvisado una oficina en reemplazo de la que deshicieron las piedras, Naccos parecía haberse vaciado. No quedaban en el pueblo ni la tercera parte de los peones. Seguían partiendo; allá, por ejemplo, en la trochita que trepaba rumbo al camino a Huancayo, Lituma divisó tres siluetas alejándose en fila india cargadas de bultos a la espalda. Caminaban de prisa y a compás, como sin sentir el peso que llevaban.
— Esta vez se han resignado nomás a irse–dijo, señalándolos-. Sin huelgas ni protestas.
— Saben que sería inútil–repuso Dionisio, sin la menor emoción-. El huayco le vino bien a la compañía. Hace tiempo que quería parar los trabajos. Ahora tiene el pretexto.