— No es un pretexto–dijo el cabo-. ¿No ve cómo ha quedado esto? ¿Qué carretera van a construir, después de la montaña que cayó sobre Naccos? No sé cómo no murió nadie con semejante derrumbe.
— Es lo que yo les trato de meter en la cabeza a estos indios testarudos–gruñó doña Adriana, haciendo un gesto de malhumor hacia los hombres que removían los pedrones-. Pudimos morir todos, aplastados como cucarachas. Y, en vez de agradecer el estar salvos, todavía protestan.
— Es que se salvaron del huayco, pero saben que ahora se morirán de a pocos, por falta de trabajo y hambre–murmuró Dionisio, con una risita-. O de cosas peores. Déjelos que pataleen, al menos.
— ¿Usted cree que la avalancha no nos apachurró porque así lo decidieron los apus de estas montañas? — preguntó el cabo, buscando los ojos de doña Adriana-. ¿A ellos tengo que agradecerles yo también el haberme salvado?
Esperaba que la mujer de Dionisio le contestara de mal modo que ya parecía lunático de tanto darle a lo mismo, pero esta vez la bruja permaneció muda, sin volverse hacia él. Con el ceño fruncido y enjetada, tenía la mirada medio perdida en las cumbres escarpadas que cercaban al poblado.
— Estuvimos hablando de los apus con Escarlatina, allá en La Esperanza–prosiguió el cabo, luego de un momento-. Él también cree que las montañas tienen sus ánimas, doña Adriana, igual que usted. Los apus. Unos espíritus sanguinarios, por lo visto. Si lo dice un sabio que sabe tanto como ese gringo, así será. Gracias por conservarme la vida, señores apus de Junín.
— No se puede decir señores apus–lo amonestó Dionisio-. Porque apu quiere decir señor en quechua. Y toda repetición es una ofensa, señor cabo, como dice el vals.
— Tampoco se debe decir señor cabo–replicó Lituma-. Cabo o señor, pero las dos cosas juntas es tomadura de pelo. Aunque, usted siempre está tomándole el pelo a la gente.
— Trato de no perder el humor–reconoció Dionisio-.Pese a que, con las cosas que pasan, es difícil no vivir amargado, como todo el mundo.
Y, acto seguido, se puso a silbar una de esas tonadas que solía también zapatear, en las noches, cuando se generalizaba la borrachera en su cantina. Lituma escuchó la triste melodía con el corazón encogido. Parecía venir del fondo de los tiempos, traer consigo un relente de otra humanidad, de un mundo enterrado en estas montañas macizas. Entrecerró los ojos y vio delinearse frente a él, algo desvaída por la luminosidad blanca del día, la pequeña figura dócil v saltarina de Pedrito Tinoco.
— Me da flojera trepar ahorita hasta el puesto, con este sol–murmuró, sacándose la gorra y limpiándose el sudor de la frente-. ¿Puedo sentarme un ratito con ustedes?
Ni el cantinero ni su mujer le contestaron. Lituma se sentó en una de las esquinas de la banca que ocupaba doña Adriana. Dionisio permanecía de pie, fumando, la espalda apoyada en las tablas consteladas de cicatrices de la puerta de la cantina. Los gritos y exclamaciones de los peones que movían las piedras llegaban hasta ellos de manera esporádica, cercanos o remotos según los cambios de dirección del viento.
— Por fin funcionó la radio de la compañía esta mañana, por fin pude mandar el parte a la comandancia de Huancayo–comentó el cabo-. Ojalá contesten pronto. No sé qué hacemos aquí ya, mi adjunto y yo, salvo esperar a que nos maten o nos desaparezcan, como al mudito. ¿Y ustedes, qué harán ahora? ¿Irse también de Naccos?
— Qué remedio–dijo Dionisio-. Ni los indios de la comunidad quieren vivir ya en Naccos. La mayor parte de los jóvenes han migrado a la costa y a Huancayo. Sólo quedan unos pocos viejos que se van muriendo.
— Se quedarán aquí sólo los apus, entonces–sentenció Lituma-. Y los pishtacos y mukis. A darse sus banquetazos de sangre entre ellos. ¿No, doña Adriana? No me ponga esa cara, era una broma. Ya sé que no está para bromas. Yo tampoco. Hablo de eso porque, a pesar de que quisiera sacarme de la cabeza lo que usted ya sabe, no puedo. Aquí los tengo a esos tres, envenenándomela vida.
— ¿Y por qué le importan tanto esos desgraciados? — echó una bocanada de humo Dionisio-. Entre tanta gente que desaparece o muere a diario, ¿por qué sólo ellos? ¿Por qué no lo atormenta el que mataron en La Esperanza, por ejemplo? A usted le gustan los misterios, ya se lo dije una vez.
— Esas desapariciones ya no son un misterio para mí–afirrüó el cabo, volviéndose otra vez a mirar a doña Adriana, pero tampoco esta vez ella le dio cara-. Gracias a Escarlatina lo aclaré, antenoche. Le juro que hubiera preferido no averiguarlo. Porque eso que les pasó es lo más estúpido y lo más perverso de todas las cosas estúpidas y perversas que pasan aquí. Y nadie va a quitarme nunca de la mollera que los grandes culpables han sido ustedes dos. Sobre todo usted, doña Adriana.
Pero ni siquiera esta vez la mujer de Dionisio reaccionó. Siguió enfurruñada, mirando los cerros, como si no hubiera oído o la ocupara un pensamiento demasiado importante para interesarse por las minucias que decía Lituma.
— Fúmese un cigarro y quítese esas musarañas de la cabeza–le alcanzó una cajetilla de tabaco negro Dionisio-. Piense que pronto se va a ir, tal vez a su tierra, y que en el futuro vivirá más tranquilo que en Naccos.
Lituma sacó un cigarrillo y se lo puso en la boca. El cantinero se lo encendió, con un viejo encendedor de larga mecha cuya llamarada le caldeó al cabo la boca y la nariz. Aspiró una gran bocanada y la expulsó con fuerza, viendo elevarse las volutas de humo en el aire limpio y dorado del ardiente mediodía.
— Si salgo vivo de aquí, me llevaré a esos tres conmigo adonde vaya–murmuró-. Principalmente al mudito, el que desapareció viniendo a comprarles cerveza esa noche. ¿Me entiende?
— Claro que le entiende, mi cabo–se rió su adjunto-. Una cerveza cusqueña, bien fría, y volando. ¿No es cierto que has entendido a la perfección, mudito?
Pedrito Tinoco asintió varias veces, con esas venias rápidas e idénticas que a Lituma le hacían pensar en un pollo picoteatndo granos de maíz, cogió los billetes que el cabo le alcanzó, y haciéndoles una última reverencia dio media vuelta y salió del puesto, desapareciendo en la noche sin luna.
— No debimos mandarlo en esa oscuridad, a esas horas–dijo Lituma, humeando por la boca y la nariz-. Al ver que se demoraba tanto, debimos bajar a averiguar qué pasaba, por qué no volvía. Pero, como comenzó a llover, nos dio flojera. Tomasito y yo nos pusimos a conversar y se nos fue pasando.
Pese a la lluvia, el mudito bajaba muy de prisa por la ladera, como si tuviera ojos de zorro o conociera de memoria dónde pisar, dónde saltar. Tenía los billetes en la mano, apretados para que no fueran a desprendérsele. Llegó empapado a la puerta de la cantina. Tocó con los nudillos un par de veces, empujó y entró. Lo recibió una masa de siluetas semidisueltas en nubarrones de humo. Sus narices percibieron un aliento a sudor, a alcohol, a tabaco, a orines, excremento, semen, a vómitos hediondos que mareaban. Pero no fueron esos olores ni el silencio sepulcral que provocó su llegada lo que lo puso a la defensiva, alerta, receloso de un peligro inminente, sino el miedo que su instinto detectó por doquier, un miedo espeso, vibrátil, que azogaba todas las pupilas de los peones y parecía impregnar el aire, rezumar de las tablas de las paredes, del mostrador y sobre todo de las caras tensas, deformadas en muecas y gestos que no eran obra sólo de la borrachera. Nadie se movía. Todos se habían vuelto a observarlo. Intimidado, Pedrito Tinoco les hizo varias reverencias.
— Ahí está, ahí lo tienen, quién mejor que él–prorrumpió desde el mostrador, carraspeando, la voz de ultratumba de doña Adriana-. Se lo mandan, se lo han mandado. Él debe ser. Él es, pues. El mudito, quién mejor.
— Por supuesto que discutirían–añadió Lituma-. Por supuesto que algunos dirían «de acuerdo, que sea él», y otros «no, pobre, el opa, no». Me figuro que, al menos, habría uno que otro menos borracho que se compadecería. Y, mientras tanto, en vez de bajar a ver por qué no volvía, yo y Tomasito nos habíamos echado a dormir. O, estaríamos conversando sobre la mujer que lo dejó, seguramente. Fuimos cómplices, también. No invencioneros ni incitadores, como ustedes. Pero, cómplices por omisión, sí lo fuimos, en cierta forma.