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Estaba de uniforme, sentado en el pequeño escritorio de su oficina, en la primera planta del Ministerio. Entre los altos de cartapacios, había una pequeña bandera peruana y un ventilador apagado. Carreño vestía de civil y permanecía de pie, frente a una foto del presidente de la República que parecía mirarlo con sorna desde la pared. El comandante llevaba sus eternos anteojos oscuros; jugueteaba con un lápiz y un tajador.

— No me diga esas cosas, padrino. Me amarga más de lo que estoy.

— Te las digo para que sepas que esa mujer no te convenía–lo alentó el comandante-. Te hubiera metido cuernos hasta con curas y maricones. Era una liberada, lo más peligroso que puede ser una mujer. Es una suerte que te la sacaras de encima, aunque no fuera por tu voluntad. Y, ahora, no perdamos tiempo. Ocupémonos de tu situación. No habrás olvidado que estás en un lío de la puta madre por lo de Tingo María, ¿no?

— Tiene que ser tu padre, Tomasito–susurró Liturna-. Tiene que serlo.

El comandante rebuscó en su escritorio y cogió un expediente del alto de cartapacios. Lo agitó ante Carreño.

— Va a costar trabajo desenredarlo, para limpiar tu foja de servicios. Si no, esa mancha te perseguirá toda la vida. Ya he encontrado una forma, gracias a un picapleitos asimilado, pata mío. ¿Sabes qué eres? Desertor arrepentido, eso eres. Te escapaste, te diste cuenta de tu error, recapacitaste y ahora vuelves a pedir perdón. En prueba de sinceridad, te ofreces como voluntario para ir a la zona de emergencia. Te vas a cazar delincuentes subversivos, muchacho. Firma aquí.

— Cómo me hubiera gustado conocer a tu padrino–lo interrumpió Lituma, admirado-. Qué tipo, Tomasito.

— Tu solicitud ha sido aceptada y ya tienes destino–prosiguió el comandante, soplando la tinta donde había firmado Carreño-. Andahuaylas, a órdenes de un oficial de muchos huevos. El teniente Pancorvo. Me debe favores, te tratará bien. Estarás en la sierra unos meses, un añito. Eso te sacará de la circulación hasta que se olviden de ti y quede limpia tu foja de servicios. Ya oleado y sacramentado, te buscaré un destino mejor. ¿No me dices gracias?

— El gordo Iscariote también se portó muy bien conmigo–dijo Tomás-. Hasta que tomé el ómnibus a Andahuaylas, se volvió mi sombra. Tenía miedo de que me suicidara, creo. Según él, las penas de amor se curan comiendo, él vive para la tragadera, ya le conté.

— Tamales, anticuchos, chicharrones con camote, cebiche de corvina, rocotos rellenos, conchitas a la parmesana, causa a la limeña y cervezas al temple polar–enumeró el gordo Iscariote, con un gesto magnífico-. Esto es el comienzo. Después, ají de gallina con arroz blanco y un seco de cabrito. Y, para rematar la tarde, mazamorra morada con turrón de doña Pepa. Alégrate, Carreñito.

— Si nos comemos la mitad de eso, nos morimos, gordo.

— Te morirás tú–dijo Iscariote-. A mí, una panzada así me reencaucha. Esto es vivir. Antes de llegar al seco de cabrito, te olvidarás para siempre de Mercedes.

— No me olvidaré nunca de ella–afirmó el muchacho-. Mejor dicho, no quiero olvidarme de ella. Nunca imaginé que se podía ser tan feliz, mi cabo. Quizás haya sido mejor que pasaran así las cosas. Que lo nuestro durara poco. Porque, si nos casábamos y seguíamos juntos, hubiera comenzado también entre nosotros eso que va envenando a las parejas. En cambio, ahora todos mis recuerdos de ella son buenos.

— Se largó con tus cuatro mil dólares después de que mataste a un tipo por ella y de que le conseguiste una libreta electoral nueva y sólo piensas maravillas de la piurana–se escandalizó Lituma-. Eres un masoquista, Tomasito.

— Ya sé que no me vas a dar la menor pelota–dijo de pronto el gordo Iscariote: sudaba y acezaba y toda su gran masa de carne latía, ávida; tenía un tenedor en el aire, lleno de arroz, y lo columpiaba al ritmo de sus palabras — . Pero, déjame que te dé un consejo de amigo. ¿Sabes qué haría yo si estuviera en tu pellejo?

— ¿Qué harías?

— Vengarme–Iscariote se llevó el tenedor a la boca, masticó entrecerrando los ojos, como en éxtasis, tragó, bebió cerveza, se limpió los gruesos labios con la lengua y prosiguió-: Esa chanchada tendría que pagarla.

— ¿Cómo? — preguntó el muchacho-.Aunque estoy amargo y con indigestión, me haces reír, gordo.

Jodiéndola donde más pueda dolerle–acezó Iscariote. Había sacado de su bolsillo un gran pañuelo blanco con filos azules y se secaba el sudor con las dos manos-. Mandándola a la cárcel, como cómplice del Chancho. Es fácil, basta meter una denuncia contra ella en el expediente. Y, mientras la investigan y todo el trámite con el juez, a Chorrillos. ¿No tenía terror de ir a la cárcel de mujeres? Allí se pasaría un tiempito, por malagradecida.

— Yo podría ir a rescatarla de noche, con escaleras y sogas. Me está interesando, gordo.

— En Chorrillos, yo me las arreglo para que la instalen en el pabellón de las zambas tortilleras–explicó Iscariote, de corrido, como si tuviera el plan muy bien pensado-. Le harían ver las estrellas y la luna, Carreñito. Andan medio sifilíticas, así que también la quemarían.

— Eso ya me gusta menos, gordo. ¿Mi amor, sifilítica? Iría a despedazar con mis manos a cada una de esas tortilleras.

— Hay otra posibilidad. La buscamos, la encontramos, la llevamos a la comisaría de Tacora donde tengo un compadre. Que pase la noche en la celda de los chaveteros, pichicateros y degenerados. A la mañana siguiente, no se acordaría ni cómo se llama.

— Yo iría a buscarla a su celda para ponerme de rodillas y adorarla–se rió el muchacho-. Ella es mi santa Rosa de Lima.

— Por eso es que te dejó. — El gordo Iscariote había comenzado a atacar los postres y hablaba con la boca llena, atorándose-. Tanta consideración no les gusta a las mujeres, Carreñito. Se aburren. Si la hubieras tratado como el Chancho, la tendrías mansita a tu lado.

— A mí me gusta tal corno es–dijo el muchacho-.Sobrada, entradora y corrida. Con el carácter de mierda que tiene, me gusta. Todo lo que es y hace me gusta. Aunque usted no me lo crea, mi cabo.

— ¿Por qué no me voy a creer que tienes tu locura, tú también? — dijo Lituma-. ¿No tienen todos su locura, aquí? ¿No están locos los terrucos? ¿Dionisio, la bruja, no andan rematados? ¿No estaba tronado ese teniente Pancorvo que quemaba a un mudo para hacerlo hablar? ¿Quieres más locumbetas que esos serruchos asustados con mukis y degolladores? ¿No les faltan varios tornillos a los que andan desapareciendo a la gente para calmar a los apus de los cerros? Por lo menos, tu locura de amor no le hace daño a nadie, salvo a ti solito.

— En cambio, usted guarda la cabeza fría en este manicomio, mi cabo — dijo su adjunto.

— Será por eso que me siento tan desambientado en Naccos, Tomasito.

— Bueno, me rindo, no nos venguemos y que Mercedes siga sembrando el mundo de amantes muertos y enamorados contusos — dijo el gordo Iscariote-. Por lo menos, te mejoré el humor. Te voy a extrañar, Carreñito, ya me había acostumbrado a que hiciéramos trabajos juntos. Espero que te vaya bien en la zona de emergencia. No dejes que los terrucos te saquen la chochoca. Cuídate y escríbeme.

— Será por eso que no veo la hora de que me saquen de aquí–añadió Lituma-. En fin, durmamos, ya estará amaneciendo. ¿Sabes una cosa, Tomasito? Me has contado toda tu vida. Ya me sé el resto. Fuiste a Andahuaylas, estuviste con Pancorvo, te mutaron aquí, te trajiste a Pedrito Tinoco, nos conocimos. ¿De qué mierda vamos a hablar en las noches que nos quedan?

— De Mercedes, de quién va a ser–decretó su adjunto, categórico-. Le contaré otra vez mi amor, desde el principio.

— Puta madre–bostezó Lituma, haciendo chirriar su catre-. ¿Otra vez desde el principio?

Epílogo

X

La silueta apareció súbitamente entre los eucaliptos de la ladera del frente, cuando Lituma descolgaba la ropa que había puesto a secar en un cordel tendido entre la puerta de la choza y la empalizada de costales y rocas que protegía el puesto. La vio de perfil, la vio de frente, anteponiéndose a la bola roja que comenzaba a hundirse en las montañas: el moribundo sol la disolvía, se la tragaba. Pero, a pesar de la resolana que lo hacía lagrimear y la distancia, supo ahí mismo que era una mujer.