«Ya está, vinieron», pensó. Paralizado, sintió que los dedos se le agarrotaban en el calzoncillo a medio secar. Pero no, no debían de ser los terrucos, era una mujer sola, no llevaba arma alguna y, además, parecía confusa, sin saber qué dirección tomar. Miraba a derecha y a izquierda, buscando, iba de un lado a otro entre los eucaliptos, dudando, decidiendo un rumbo y rectificando. Hasta que, como si eso fuera lo que había estado queriendo encontrar, vio a Lituma. Se quedó quieta y, aunque estaba demasiado lejos para verle la cara, el cabo tuvo la certeza de que, al descubrirlo, ahí, al frente, en la puerta de esa choza, entre la ropa tendida, con sus polainas y su pantalón de dril verde y su guerrera desabotonada, su quepis y su Smith Wesson en la cartuchera, a la mujer se le había iluminado la cara. Porque ahora lo estaba saludando con las dos manos en alto, como si se conocieran y fueran amiguísimos, y tuvieran una cita. ¿Quién era? ¿De dónde venía? ¿Adónde iba? ¿Qué podía estar haciendo, en lo alto de ese cerro, en medio de la puna, una mujer que no era india? Porque eso también lo adivinó Lituma al instante: no era india, no llevaba trenzas, ni pollera, ni sombrero, ni manta, sino pantalones, una chompa y encima algo que podía ser una casaca o un sacón y lo que tenía en la mano derecha no era un atadito sino una cartera o maletín. Le seguía haciendo adiós casi con furia, como escandalizada por su falta de reacción. Entonces el cabo alzó la mano y la saludó.
La media hora o tres cuartos de hora que la mujer tardó en bajar la ladera de los eucaliptos y trepar la del puesto, Lituma estuvo con sus cinco sentidos concentrados en la operación, dirigiéndola. Le señalaba con enérgicos movimientos del brazo cuál era la senda que debía seguir, dónde estaba la huella mejor afirmada, la menos resbaladiza, por dónde tenía menos riesgo de rodar y despeñarse, temeroso de que la recién venida fuera a parar en uno de esos resbalones, tropezones y caídas que convertían cada paso que daba en una prueba de equilibrio, en el fondo de la quebrada. Ésta sí que no había andado nunca por los cerros. Ésta era tan forastera en Naccos como lo había sido él, meses atrás, cuando se tambaleaba, torcía, caía y levantaba, igual que ella ahora, en sus idas y venidas entre el puesto y el campamento.
Cuando empezó a subir la pendiente de la choza y ya pudo oírlo, el cabo le fue dando instrucciones a voz en cuello: «Por allí, por entre esas piedras panzudas», «Agárrese nomás, las hierbas resisten», «No se meta por ahí que es puro lodo». Cuando estuvo a cincuenta metros del puesto, el cabo salió a su encuentro. La ayudó, sosteniéndola del brazo y cogiéndole su maletín de cuero.
— De allá arriba, creí que usted era el guardia Tomás Carreño–dijo ella, resbalándose, ladeándose, escurriéndosele de las manos a Lituma-. Por eso lo saludé con tanta confianza.
— No, no soy Tomás–dijo él, sintiéndose estúpido por lo que decía, y, a la vez, colmado de pronto de felicidad-. ¡No sabe el gusto que me da oír hablar piurano otra vez!
— ¿Y cómo se dio cuenta que soy piurana? — se extrañó ella.
— Porque yo lo soy, también — lijo Lituma, estirándole la mano-. De la mera mera Piura, sí. Cabo Lituma, para servirla. Soy el jefe del puesto, aquí. ¿No es increíble que dos piuranos se encuentren en estas punas, tan lejos de la tierra?
— Tomás Carreño está aquí con usted, ¿no?
— Bajó al pueblo un momento, no tarda en regresar.
La mujer dio un suspiro de alivio y se le alegró la cara. Habían llegado frente a la choza y ella se dejó caer en uno de los costales rellenos de tierra que el cabo y su adjunto, ayudados por Pedrito Tinoco, habían acuñado entre los pedrones.
— Menos mal–dijo, agitada, su pecho subiendo y bajando como si el corazón se le fuera a salir por la boca-. Porque haber hecho esta caminata por gusto… El ómnibus de Huancayo me dejó lejísimos. Me dijeron que sería una hora hasta Naccos. Pero me he demorado más de tres. ¿Ése es el pueblito, allá abajo? ¿Por ahí pasará la carretera?
— Por ahí iba a pasar–dijo Lituma-. Pararon los trabajos, ya no habrá carretera. Cayó un huayco hace unos días e hizo destrozos.
Pero a ella no le interesaba el tema. Escudriñaba la subida del cerro con ansiedad.
— ¿Lo veremos venir desde aquí? — No sólo su voz, también su persona, sus gestos, tenían algo familiar. «Las piuranas hasta huelen mejor», pensó Lituma.
— Siempre que no oscurezca antes–la previno-. El sol se mete temprano en esta época, vea, ya sólo le queda la colita afuera. Estará usted muerta con el viajecito. ¿Quiere una gaseosa?
— Lo que sea, me muero de sed–asintió ella. Sus ojos observaban las calaminas de los barracones, las piedras y la ladera alborotada por manchones de hierba-. Se ve bonito desde aquí.
— De lejos es mejor que de cerca–la desanimó el cabo-. Le traigo la gaseosa ahora mismo.
Fue a la choza y mientras sacaba la botella del balde en que dejaban las bebidas refrescándose a la intemperie, pudo examinar a sus anchas a la recién venida. Pese a estar tan salpicada de barro y con los cabellos tan alborotados, era una ricura. ¿Hacía cuánto que no veía una hembrita así? Ese color de sus mejillas, de su cuello, de sus manos, le traía una cascada de imágenes de su juventud, allá en su tierra. Y qué ojos, mamacita. Medio verdosos, medio grises, medio no sé qué. Y esa boca con los labios tan marcados. ¿Por qué tenía esa sensación de haberla conocido, o, por lo menos, visto? Cómo sería bien arreglada, con falda, zapatos de taco y aretes, los labios pintados rojo fuego. Las cosas que uno se perdía enclaustrado en Naccos. No era imposible que se hubiera cruzado con ella alguna vez, en alguna parte, cuando vivía en la civilización y el calorcito. El corazón se le aceleró. ¿Era la Mechita? ¿Era ella?
Salió a llevarle la gaseosa, excusándose:
— Lo siento, no tenemos vasos. Tendrá que tomársela de la botella, nomás.
— ¿Él está bien? — le preguntó la mujer, hablando entre sorbito y sorbito: un hilo de agua se le corría por el cuello-. ¿No ha estado enfermo?
— Tomasito es una roca, qué se va a enfermar–la tranquilizó Lituma-. Él no sabía que usted iba a venir, ¿no es cierto?
— No le avisé, quería darle una sorpresa–dijo la mujer, sonriendo con picardía-. Además, aquí no deben ni llegar las cartas.
— Usted, entonces, será Mercedes.
— ¿Carreñito le ha hablado de mí? — preguntó ella, volviéndose a mirarlo con cierta ansiedad.
— Bueno, algo–asintió Lituma, incómodo-. Mejor dicho, como un loro. Todas las noches me habla de usted. En este páramo, sin tener nada que hacer, qué queda sino hacerse confidencias.
— ¿Está muy enojado conmigo?
— No lo creo–erijo Lituma-. Porque, hablando de confidencias, me consta que, algunas noches, habla en sueños con–usted.
Al instante se avergonzó de haberlo dicho y buscó apresurado en su guerrera su cajetilla de cigarrillos. Encendió uno, con torpeza, y se puso a dar chupadas y a botar el humo por la boca y la nariz. Sí, era la que Josefino alquiló a la Chunga por una noche, la que luego desapareció. La Mechita. Cuando se atrevió a mirarla, ella estaba muy seria, examinando la ladera. En sus ojos había inquietud. «Con razón llorabas tanto por ella, Tomasito», pensó Lituma. Las casualidades de la vida, carajo.
— ¿Sólo ustedes dos están aquí? — preguntó Mercedes, señalando el puesto.
Lituma asintió, echando humo.
— Y ya nos vamos, gracias a Dios y a ese huayco que cayó. No hubiéramos aguantado mucho más esto. — Dio otra chupada, honda, al cigarrillo-. El puesto se cierra. El campamento también. Ya comenzaron a desmontar lo poco que queda. Naccos desaparecerá. ¿No salió en los periódicos de Lima lo del huayco? Destrozó maquinarias, enterró una aplanadora, deshizo el trabajo de seis meses. Pero no mató a nadie, por suerte. Tomás le contará, él vio bajar a las piedras desde aquí. Estos son nuestros últimos días en Naccos. A mí el huayco me cogió allá arriba y por poco me arrastra en su tobogán.