Se carcajeó y la señora Adriana se rió también. Lituma los imitó, por cortesía, pues ahora no tenía ganas de reírse. En cualquier momento le vendrían las arcadas y el vómito.
— Me lo voy a llevar a este cojudo–les dijo-. Se ha puesto pesado y no los va a dejar tranquilos toda la noche.
— Por mí no se preocupe, estoy acostumbrado–dijo Dionisio-. Estos espectáculos son parte de mi trabajo.
— ¿Cuánto le debo? — preguntó el cabo, haciendo ademán de sacar su cartera.
— Esta noche es por cuenta de la casa–le estiró la mano Dionisio-. ¿No le dije que estoy liquidando las existencias?
— Muchas gracias, entonces.
Lituma fue hasta donde estaba el borrachito. Lo agarró del brazo y, sin violencia, lo fue empujando hacia la puerta:
— Tú y yo nos vamos a tomar el fresco allá afuera, compadre.
El hombre no opuso la menor resistencia. Se iba acomodando la bragueta, de prisa.
— Por supuesto, mi cabo–murmuró, atorándose-. Hablando se entiende la gente.
Afuera los esperaba una oscuridad glacial. No llovía ni soplaba el viento de otras noches, pero la temperatura había bajado mucho desde la tarde y Lituma sintió que al barrenero le entrechocaban los dientes. Lo sentía tiritar y encogerse bajo sus ropas–camisa de fuerza.
— Supongo que estás durmiendo en el barracón que no se llevó el huayco–le dijo, sosteniéndolo del codo-. Te acompaño, compadre. Démonos el brazo, en esta tiniebla y con tanto hueco nos podemos romper la crisma.
Avanzaron despacito, tambaleándose, tropezando, por las sombras que la miríada de estrellas y el tenue resplandor de la media luna no conseguían atenuar. A los pocos pasos, Lituma sintió que el hombrecito se doblaba en dos, cogiéndose el estómago.
— Tienes retortijones? Vomita, te hará bien. Trata, trata, hasta que te salga la porquería. Te voy a ayudar.
Inclinado, el hombrecito se estremecía con las arcadas y Lituma, detrás de él, le apretaba el estómago con las dos manos, como había hecho tantas veces con los inconquistables allá en Piura, cuando salían muy mareados del barcito de la Chunga.
— Me está usted punteando–protestó el barrenero, de pronto, en su media lengua.
— Eso es lo que tú quisieras–se rió Lituma-. A mí no me gustan los hombres, so cojudo.
— A mí tampoco–rugió el otro, entre arcadas-. Pero, en Naccos, uno se vuelve mostacero y hasta peores cosas.
Lituma sintió que le latía muy fuerte el corazón. A éste algo le comía sus adentros y quería también buitrearlo. Éste quería desfogarse, contárselo a alguien.
Por fin, el barrenero se irguió, con un suspiro de alivio.
Ya estoy mejor–escupió, abriendo los brazos-. Qué frío de mierda hace aquí.
— A uno se le hiela hasta el cerebro–asintió Lituma-. Movámonos, mejor.
Volvieron a cogerse de los brazos y avanzaron, maldiciendo cada vez que tropezaban contra una piedra o hundían los pies en el barro. Por fin, la mole del barracón apareció frente a ellos, más espesa que las sombras del contorno. Se oía zumbar el viento en lo alto de los cerros, pero aquí todo estaba silencioso y tranquilo. A Lituma se le había pasado el efecto del alcohol. Se sentía despejado y lúcido. Hasta se había olvidado de Mercedes y Tomasito, amistándose allá arriba en el puesto, y de la Meche de hacía tantos años, en el barcito de los arenales contiguos al Estadio de Piura. En su cabeza, a punto de estallar, crepitaba una decisión: «Se lo tengo que sacar».
— Bueno, fumémonos un cigarro, compadre–dijo-. Antes de dormir.
— ¿Se va a quedar aquí? — También al barrenero parecía habérsele pasado la borrachera.
— Me da flojera trepar ahora hasta allá arriba. Además, no quiero tocar violín, interrumpiendo a esa parejita. Supongo que sobrará una cama, aquí.
— Dirá catre. Ya se llevaron los colchones.
Lituma oyó unos ronquidos, al fondo del barracón. El hombrecito se dejó caer en el primer camastro de la derecha, junto a la puerta. Ayudándose con un fósforo, el cabo se orientó: había dos literas de tablones, junto a la que ocupaba el barrenero. Se sentó en la más próxima. Sacó su cajetilla y encendió dos cigarrillos. Alcanzó uno al peón, con voz amable:
— No hay como un último puchito, ya en la caria, esperando el sueño.
— Puedo estar mamado, pero no soy ningún cojudo erijo el hombre. El cabo vio avivarse en la tiniebla la brasa del cigarrillo y recibió una bocanada de humo en plena cara-: ¿Por qué se ha quedado aquí? ¿Qué quiere conmigo?
— Saber qué les pasó a esos tres–dijo Lituma, muy bajito, sorprendido de su temeridad: ¿no estaba echándolo todo a perder? — . No para detener a nadie. No para enviar ningún parte a la comandancia de Huancayo. No por el servicio. Sólo por curiosidad, compadre. Te lo juro. ¿Qué les pasó a Casimiro Huarcaya, a Pedrito Tinoco, a Medardo Llantac, alias Demetrio Chanca? Cuéntamelo, mientras nos fumamos este último cigarrito.
— Ni muerto–roncó el hombre, respirando fuerte. Se movía en el catre y a Lituma se le ocurrió que ahorita se pondría de pie y saldría corriendo del barracón, a refugiarse donde Dionisio y doña Adriana-. Ni aunque me mate. Ni aunque me eche gasolina y me prenda un fósforo. Puede empezar esas torturas que les hacen ustedes a los terrucos, si quiere. Ni así se lo diré.
— No te voy a tocar ni un pelo, compadre–dijo Lituma, despacito, exagerando la amabilidad-. Me lo cuentas y me voy. Mañana tú partes de Naccos y yo también. Cada uno por su lado. Nunca nos volveremos a ver las caras. Después que me lo cuentes, los dos nos vamos a sentir mejor. Tú, de haberte sacado el clavo que tienes adentro. Y yo también, de haberme sacado el que me ha estado punzando aquí todo este tiempo. No sé cómo te llamas ni quiero que me lo digas. Sólo que me cuentes qué pasó. Para que los dos durmamos tranquilos, compadre.
Hubo un largo silencio, entrecortado por los esporádicos ronquidos del fondo del barracón. Lituma veía cada tanto encenderse la brasa del cigarrillo del barrenero y elevarse una nubecilla de humo que a veces se le metía en las narices, haciéndole cosquillas. Se sentía tranquilo. Tenía la absoluta seguridad de que el tipo iba a hablar.
— ¿Lo sacrificaron a los apus, no es cierto?
— ¿A los apus? — preguntó el hombre, moviéndose. Su inquietud contagiaba al cabo, quien sentía a ratos una comezón urgente en distintas partes del cuerpo.
— Los espíritus de las montañas–le aclaró Lituma-. Los amarus, los mukis, los dioses, los diablos, como se llamen. Esos que están metidos dentro de los cerros y provocan las desgracias. ¿Los sacrificaron para que no cayera el huayco? ¿Para que no vinieran los terrucos a matar a nadie ni a llevarse a la gente? ¿Para que los pishtacos no secaran a ningún peón? ¿Fue por eso?
— No sé quechua–roncó el hombre-. Nunca había oído esa palabra hasta ahora. ¿Apu?
— ¿No es cierto que fue por eso, compadre? — insistió Lituma.
— Medardo era mi paisano, yo también soy de Andamarca–dijo el hombre-. Él había sido el alcalde de allá. Eso es lo que jodió a Medardo.
— ¿El capataz es el que más te apena? — preguntó Lituma-. Los otros te importarán menos que tu paisano, me figuro. A mí, el que más es el medito. Pedrito Tinoco. ¿Eran muy amigos, tú y Demetrio, quiero decir Medardo Llantac?
— Conocidos éramos. Él vivía con su mujer, allá arriba, en la ladera. Temblando de que los terrucos supieran que estaba acá. Se les escapó con las justas, esa vez en Andamarca. ¿Sabe cómo? Metiéndose en una tumba. A veces conversábamos. A él lo jodían estos ayacuchanos, abanquinos y huancavelicanos. Diciéndole: «Tarde o temprano, te agarrarán». Diciéndole: «Nos comprometes a todos, viviendo en Naccos. Lárgate, lárgate de acá».
— ¿Por eso lo sacrificaron al capataz? ¿Para quedar bien con los terrucos?
— No sólo por eso–protestó el barrenero, agitado. Fumaba y echaba el humo sin parar, y era como si le hubiera vuelto la borrachera-. No sólo por eso, pues, carajo.