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— ¿Por qué más, entonces?

— Esos conchas de su madre dijeron que él ya estaba condenado, que tarde o temprano vendrían a ajusticiarlo. Y como hacía falta alguien, mejor uno que estaba en su lista y que tarde o temprano iba a morir.

— Y como hacía falta sangre humana quieres decir, ¿no?

— Pero fue una gran engañifa, nos metieron el dedo a su gusto–se exasperó el hombre-. ¿No nos hemos quedado sin trabajo? ¿Y sabe lo que todavía dicen?

— ¿Qué dicen?

— Que no les dimos todo el reconocimiento y que por eso se ofendieron. Según esos conchas de su madre, hubiéramos tenido que hacer todavía más cosas. ¿Se da cuenta?

— Claro que me doy–susurró Lituma-. Qué cosa más horrible que matar a ese albino, a ese capataz y a ese mudito por unos apus que nunca nadie vio ni se sabe si existen.

— Matar sería lo de menos–rugió el hombre tendido y Lituma pensó que ese o esos que dormían al fondo del barracón se despertarían y los harían callar. O vendrían de puntillas y le taparían la boca al barrenero. Y a él, por haber oído lo que había oído, se lo llevarían hasta la mina abandonada y lo lanzarían al socavón-. ¿No hay muertos por todas partes? Matar es lo de menos. ¿No se ha vuelto una cojudez, como mear o hacer la caca? No es eso lo que tiene jodida a la gente. No sólo a mí, también a muchos de los que ya se fueron. Sino lo otro.

— ¿Lo otro? — Lituma sintió frío.

— El gusto en la boca–susurró el barrenero y se le rajó la voz-. No se va, por más que uno se la enjuague. Ahorita lo estoy sintiendo. Aquí en mi lengua, en mis dientes. También en la garganta. Hasta en la barriga lo siento. Como si acabara de estar masticando.

Lituma sintió que el pucho le quemaba las yemas de los dedos y lo soltó. Pisoteó las chispitas. Entendía lo que el hombre estaba diciendo y no quería saber más.

— O sea que, además, eso también–murmuró y se quedó con la boca abierta, jadeando.

— Ni cuando duermo se quita–afirmó el barrenero-. Cuando chupo, nomás. Por eso me he vuelto tan chupaco. Pero me hace mal, se me abren las úlceras. Ya estoy cagando con sangre de nuevo.

Lítuma trató de sacar otro cigarrillo pero las manos le temblaban tanto que la cajetilla se le cayó. La buscó, tanteando en el suelo húmedo, lleno de guijarros y palitos de fósforo.

— Todos comulgaron y, aunque yo no quise, también comulgué–dijo el peón, atropellándose-. Eso es lo que me está jodiendo. Los bocados que tragué.

Por fin, Lituma consiguió rescatar la cajetilla. Sacó dos cigarrillos. Se los puso en la boca y tuvo que esperar un buen rato antes de que su mano pudiera sujetar el fósforo para encenderlos. Le alcanzó uno al hombre tendido, sin decirle nada. Lo vio fumar, recibió una vez más una hedionda bocanada de humo en la cara, sintió la comezón en la nariz.

— Encima, ahora tengo hasta susto de dormir–dijo el barrenero-. Me he vuelto cobarde, cosa que nunca he sido. ¿Pero acaso puede uno pelearle al sueño? Si no chupo, me viene la pesadilla.

— ¿Te ves comiéndote a tu paisano? ¿Eso es lo que te sueñas?

— Yo rara vez entro en el sueño–aclaró el barrenero, con total docilidad-. Ellos nomás. Cortándoles sus criadillas, tajándoselas y banqueteándose como si fueran un manjar. — Le vino una arcada y Liturna lo sintió encogerse-. Cuando entro en el sueño yo también, es peor. Esos dos vienen y me las arrancan a mí con sus manos. Se las comen en mi delante. Prefiero chupar antes que soñar eso. Pero ¿y la úlcera? Dígame si eso es vida, pues, carajo.

Lituma se puso de pie, bruscamente.

— Espero que se te pase, compadre–dijo, sintiendo vértigo.

Tuvo que apoyarse un momento en la tarima-. Ojalá puedas encontrar trabajo donde vayas. No será fácil, me imagino. No creo que eso se te olvide tan fácil. ¿Sabes una cosa?

— ¿Qué?

— Me arrepiento de haberme entercado tanto en saber lo que les pasó a ésos. Mejor me quedaba sospechando. Ahora, me voy y te dejo dormir. Aunque tenga que pasar la noche a la intemperie, para no molestara Tomasito. No quiero dormir a tu lado, ni cerca de esos que roncan. No quiero despertarme mañana y verte la cara y que hablemos normalmente. Me voy a respirar un poco de aire, puta madre.

A tropezones, fue hacia la puerta del barracón y salió. Recibió un golpe de viento helado y, pese a su aturdimiento, advirtió que la espléndida media luna y las estrellas iluminaban siempre con nitidez, desde un cielo sin nubes, las astilladas cumbres de los Andes.