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– No.

Le había cortado el rollo por culpa de su bocaza. Y, en realidad, ¿por qué tenía quejarse? -Nunca he conocido a un tío tan ansioso por quedarse con la ropa puesta. ¿Qué pasa contigo de todos modos?

El hombre que nunca se ponía a la defensiva atacó. -¿Tienes algún problema con lo que pasó anoche del que no estoy al tanto? ¿No quedaste satisfecha?

– ¿Cómo podría no haber quedado satisfecha? Deberías comerciar con lo que sabes del cuerpo femenino. Juró que me llevaste a un viaje hasta las estrellas por lo menos tres veces.

– Seis.

Los había estado contando. No estaba sorprendida. Pero ella estaba loca. ¿Por qué sino insultaría al único amante que había tenido que se preocupaba más por el placer de ella que por el suyo propio? Necesitaba ver a un terapeuta.

– ¿Seis? -Ella rápidamente buscó en su espalda y desabrochó el sujetador. Manteniendo sus manos sobre las copas del sujetador, dejo que los tirantes se deslizaran por sus hombros. -Entonces será mejor que hoy te lo tomes con calma.

La lujuria ganó a su indignación. -O quizás sólo tengo que tomarme un poco más de tiempo contigo.

– Oh, Dios, no -. Ella gimió.

Pero ella había cuestionado sus legendarias habilidades haciendo el amor y una mirada de sombría determinación se había apoderado de su rostro. Con una zancada cubrió la distancia que había entre ellos. Lo siguiente que supo fue que su sujetador estaba en el suelo y sus pechos en sus manos. Allí, en el perímetro del vertedero, con toneladas de basura descomponiéndose en la tierra compacta, con medidores de metano absorbiendo el aire y lixividiados tóxicos goteando de las tuberías bajo tierra, Ted Beaudine sacó toda la artillería.

Ni siquiera la lenta tortura de la noche anterior la podía haber preparado para el calculado y meticuloso tormento de hoy. Debería haber sabido mejor que no debería haber sugerido que ella no estaba completamente satisfecha, porque ahora él estaba determinado a hacer que se comiera sus palabras. Él mordió el dragón de su cadera mientras se agachaba para bajarle los shorts y las bragas. La cogió y la giró. Él la tocaba, la acariciaba y la exploraba con sus dedos de inventor. Una vez más estaba a su merced. Necesitaría esposas y grilletes si alguna vez intentaba controlar a este hombre.

Mientras el ardiente sol de Texas caía sobre ellos, la ropa de él desapareció. El sudor caía por su espalda y dos arrugas de su frente crecían mientras el ignoraba las urgentes demandas de su propio cuerpo para conseguir una matrícula de honor incitando al cuerpo de ella. Ella quería gritarle que se dejara llevar y disfrutara, pero estaba demasiado ocupada gritando sus otras demandas.

Él abrió la puerta de la cabina de la camioneta, puso el cuerpo inerte de ella en el asiento y le mantuvo las piernas abiertas. Manteniendo sus propios pies en el suelo, jugó con ella y la atormentó, usando sus dedos como dulces armas de invasión. Naturalmente, un orgasmo no era suficiente para él, y cuando ella estalló en mil pedazos, la sacó de la cabina y la puso de cara contra un lado de la camioneta. El metal caliente actuaba con un juguete sexual contra sus ya excitados pezones, mientras él jugaba con ella desde su espalda. Finalmente, le dio la vuelta y comenzó con todo de nuevo.

Para cuando quiso entrar en ella, había perdido la cuenta de sus orgasmos, aunque estaba segura que él no. La abrazó contra el lateral de la camioneta con aparente facilidad, sus piernas rodeándole la cintura, su trasero en manos de él. Soportar su peso no podía estar siendo cómodo para él, pero no mostraba signos de tensión.

Sus envestidas eran profundas y controladas, la comodidad de ella era suprema, incluso cuando él inclinó su cuello, giró la cara al sol y encontró su propia liberación.

¿Qué más podía pedir cualquier mujer de su amante? Todo el camino de vuelta a casa, se hizo a sí misma esa pregunta. Era espontáneo, generoso e inventivo. Tenía un cuerpo fantástico y olía maravillosamente. Era absolutamente perfecto. Excepto por eso agujero emocional de su interior.

Había estado preparado para casarse con Lucy y pasar el resto de su vida con ella, pero su huída no parecía haber alterado en lo más mínimo su existencia diaria. Algo para recordar si alguna vez se ponía a pensar vagamente en el hecho de tener un futuro juntos. Lo único que sentía Ted era un profundo sentido de la responsabilidad.

Mientras él giraba por el camino que dirigía a la iglesia, empezó a armar con uno de los misteriosos controles de la camioneta. Ella sospechaba que estaba esperando su evaluación como amante y ¿cómo podía darle otra cosa que no fuera una matrícula de honor? Su decepción persistente era cosa de ella, no de él. Sólo una auténtica perra le haría eso a un tío que hacía todo, casi todo, bien.

– Eres un amante genial, Ted. De verdad -. Ella sonrió, queriendo decir cada palabra.

Él la miró con su expresión pétrea. -¿Por qué me dices eso?

– No quiero que pienses que soy una desagradecida.

Debería haber mantenido la boca cerrada porque en los ojos de él comenzaron a brillar señales doradas de tormenta. -No necesito tu maldita gratitud.

– Sólo quería decir que… fue increíble -. Pero sólo lo estaba empeorando y, por la forma en que sus nudillos se apretaban contra el desgastado volante, podía probar a todas aquellas personas que decían que nada molestaba a Ted Beaudine que claramente no sabían de lo que hablaban.

– Estaba allí, ¿recuerdas? -Sus palabras eran fragmentos de metal.

– Por supuesto -, dijo. -¿Cómo podría olvidarlo?

Él pisó el freno. -¿Qué diablos te pasa?

– Sólo estoy cansada. Olvida todo lo que dije.

– Estate malditamente segura que lo haré -. Él pasó la mano por delante de ella y le abrió la puerta del pasajero. Como su tentativa conciliadora había fracasado estrepitosamente, volvió a su personalidad de borde. -Voy a darme una ducha y tú no estás invitado. De hecho, no me vuelvas a tocar.

– ¿Por qué querría hacerlo? -le disparó de vuelta. -Algunas mujeres son malditamente demasiado complicadas.

Ella suspiró, más disgustada consigo misma que con él. -Lo sé.

Él la señaló con un largo dedo hacia su cabeza. -Será mejor que estés lista a las siete el viernes por la noche, porque es cuando voy a venir a recogerte. Y no esperes verme antes porque tengo trabajo en Santa Fe. Y tampoco te voy a llamar. Tengo cosas más importantes que hacer que discutir con una loca.

– Olvida lo del viernes. Te dije que no quería pasar más tiempo con los Skipjacks… o contigo -. Ella saltó de la camioneta, pero sus todavía temblorosas piernas le complicaron el aterrizaje.

– Me dices muchas tonterías -, replicó él. -No las tengo en cuenta -. Él le cerró la puerta en la cara, el motor rugió y se fue en una nube de polvo.

Ella recuperó el equilibrio y se giró hacia las escaleras. Ambos sabían que ella prefería pasar una noche con los Skipjacks que mirando las paredes de la iglesia mega silenciosa. Y, a pesar de lo que los dos habían dicho, ambos sabían que lo suyo estaba lejos de terminar.

Los siguientes dos días fueron días ajetreados en el club. Lo del amor ciego que Spence le profesaba se había extendido desde la fiesta de Shelby y sus propinas se incrementaron cuando los golfistas se dieron cuenta que ella podía influir en el rey de la fontanería. Incluso el padre de Kayla, Bruce, le dio un dólar. Ella les agradecía por su generosidad y les recordaba que reciclaran las botellas y latas. Ellos le decían que la aceptaban y le recordaban que la gente estaba observando todos sus movimientos.

El jueves llegaron las cajas que le había pedido al ama de llaves de sus padres que le mandara desde L.A… Había viajado demasiado como para tener un exquisito vestuario, y también tendía a regalar cosas, pero necesitaba sus zapatos. Incluso más importante, necesitaba la gran caja de plástico que contenía el botín de sus viajes: cuentas, amuletos y monedas, muchas de ellas antiguas, que había recogido por todo el mundo.