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– Sí, Meg -, se mofó Spence. -¿Por qué no lo hacemos?

Ella no podía mirar a Ted, así se centró en Spence. -He admitido que mentí. Fuiste un perfecto caballero. No me asaltaste. Yo… hice una montaña de esto.

Ted se giró hacia ella. -¿Spence te asaltó?

– Eso es lo que le dijo a mi hija -. Las palabras de Spence salían con desprecio. -Es una mentirosa.

– ¿Tú la asaltaste? -Ted abrió los ojos. -Hijo de puta -. Sin más aviso que eso, Mr. Frío mandó a la mierda la última gran esperanza del pueblo.

Una exclamación de incredulidad atravesó a la multitud. El rey de la fontanería estaba tirado en el suelo, su sombrero Panamá rodando entre el polvo. Meg estaba tan sorprendida que no podía moverse. Sunny dejó escapar un grito ahogada y todo el mundo permanecía congelado de horror mientras su imperturbable alcalde, su propio Príncipe de la Paz, agarraba a Spencer Skipjacks del cuello de su camisa de vestir y lo ponía de nuevo de pie.

– ¿Quién demonios te piensas que eres? -Ted le gritó en la cara, sus propias facciones contorsionadas por una oscura furia.

Spence arremetió contra Ted con el pie, dándole en la pierna y enviándolos a los dos al suelo.

Todo era un mal sueño.

Un mal sueño que se convirtió en una pesadilla en toda regla cuando dos figuras familiares emergieron de la multitud.

Se los estaba imaginando. Parpadeó, pero la horrible visión no se iba.

Sus padres. Fleur y Jake Koranda. La miraban con el rostro consternado.

No podían estar aquí. No sin haberle dicho que iban a venir. No aquí, en el vertedero, presenciando el mayor desastre de su vida.

Volvió a pestañear, pero todavía estaban allí, con Francesca y Dallie Beaudine justo detrás de ellos. Su madre, gloriosamente bella. Su padre, alto, escarpado y en plena forma. Los luchadores se levantaron y luego volvieron al suelo. Spence pesaba unos veinte kilos más que Ted, pero Ted era más fuerte, más ágil y estaba poseído por una furia que lo había transformado en un hombre que ella no reconocía.

Torie se agarró el pareo. Kenny soltó una obscenidad. Kayla empezó a llorar. Y Francesca intentó ir corriendo a ayudar a su precioso bebé, pero su marido la agarró por detrás.

Nadie, sin embargo, detuvo a Sunny, que no dejaría que ningún hombre, ni siquiera uno por el que se creía sentir enamorada, atacara a su amado padre. -¡Papá! -Con un grito se tiró sobre la espalda de Ted.

Era más de lo que Meg podía aguantar. -¡Quítate de encima de él!

Corrió para interceder, resbaló sobre la grava y cayó sobre Sunny, dejando atrapado a Ted debajo de las dos. Spence se aprovechó del temporal cautiverio de Ted y se puso de pie. Meg miró alarmada cuando echó la pierna hacia atrás para golpear a Ted en la cabeza. Con su propio grito de rabia, giró hacia un lado, se estrelló contra él y le hizo perder el equilibrio. Mientras él caía, ella agarró a Sunny por la parte de atrás de su blusa de diseño. Ted nunca pegaría a una mujer, pero Meg no tenía tantos escrúpulos.

Finalmente Torie y Shelby Travelere apartaron a Meg de una Sunny sollozando, pero el amado y pacífico alcalde del pueblo quería sangre y se necesitó tres hombres para retenerlo. No fue el único en ser retenido. La madre de Meg, Skeet, Francesca y el jefe de bomberos tuvieron que unirse para retener a su padre.

– ¡Estás loco! -gritó Spence. -¡Todos estáis locos!

Los labios de Ted se movían con desprecio. -Fuera de aquí.

Spence cogió su sobrero del suelo. Aceitosas madejas de pelo le caían sobre la frente. Uno de sus ojos estaba empezando a hincharse y su nariz estaba sangrando. -Este pueblo siempre me necesitará más de lo que yo lo necesito -. Golpeó el sombrero contra su pierna. -Beuadine, mientras ves este lugar de putrefacción, piensa a lo que has renunciado -. Se puso el sombrero en la cabeza y miró a Meg, con una expresión venenosa. -Piensa lo mucho que te ha costado una don nadie.

– Papá… -La sucia blusa de Sunny estaba rota, tenía un brazo raspado y un rasguño en la mejilla, pero él estaba demasiado cegado con su propia ira como para preocuparse por ella.

– Podías haberlo tenido todo -, dijo mientras la sangre le brotaba de la nariz. -Y lo echaste todo a perder por una puta mentira.

Sólo su madre, arrojándose sobre su padre, impidió que éste saltara sobre Spence, mientras que el hombre que retenía a Ted casi no podía sujetarlo. Dallie dio un paso hacia delante, sus ojos de azul acero echando chispas. -Te aconsejo que te vayas mientras puedas, Spence, porque lo único que puedes conseguir es que le diga a esos chicos que sujetan a Ted que le dejen terminar el trabajo que empezó.

Spence echó un vistazo a los rostros hostiles y comenzó a volver hacia los coches. -Vamos, Sunny -, dijo con una valentía que no engañaba a nadie. -Vámonos de esta pocilga.

– ¡Eres un perdedor, imbécil! -gritó Torie. -Golpeaba un hierro cinco mejor que tú cuando estaba en el instituto. Y, Sunny, eres una arpía engreída.

Padre e hija, sintiendo que había una multitud enfadada detrás de ellos, corrieron hasta sus coches y se metieron dentro. Mientras se alejaban conduciendo, un par de ojos tras otros se fueron fijando en Meg. Sintió su enfado y vio su desesperación. Nada de esto habría ocurrido si se hubiera ido del pueblo cuando ellos querían que se fuera.

De alguna forma se las arregló para mantener la cabeza alta, incluso mientras parpadeaba para contener las lágrimas. Su exquisita madre, con su uno ochenta metros de altura, comenzó a ir hacia ellas, moviéndose con la autoridad que una vez la llevó a desfilar por las mejores pasarelas del mundo. La atención de la multitud se había centrado tanto en la transcurso de la calamidad que había ocurrido, que nadie se había dado cuenta de los extraños en medio de ellos, pero el brillo del pelo rubio de Glitter Baby, las cejas delineadas perfectamente y la considerable boca la hacia instantáneamente reconocible para todo el mundo mayor de treinta años, y el murmullo subió de nivel. Luego el padre de Meg se puso al lado de su madre y el murmullo paró mientras los espectadores intentaban absorber el hecho asombroso de que el legendario Jake Koranda había salido de la pantalla de televisión para estar entre ellos.

Meg fue hacia ellos con una infeliz combinación de amor y desesperación. ¿Cómo podía alguien tan normal como ella ser la hija de esas dos magníficas criaturas?

Pero sus padres no llegaron a acercarse porque Ted se adelantó. -¡Qué todo el mundo se largue de aquí! -exclamó. -¡Todos! -por alguna inexplicable razón, incluyó a los padres de ella en su proclamación. -Vosotros, también.

Meg no quería otra cosa que irse y nunca regresar, pero no tenía coche y no podía soportar la idea de irse con sus padres antes de haber tenido la oportunidad de calmarse. Torie parecía ser la mejor opción y le dirigió una mirada suplicante sólo para que brazo de Ted la agarrara. -Tú te quedas donde estás.

Cada palabra fue pronunciada de forma precisa y con su debida pausa. Él quería un último enfrentamiento y, después de todo, se lo merecía.

Su padre valoró a Ted y luego se giró hacia ella. -¿Tienes el coche aquí?

Cuando negó con la cabeza, sacó sus llaves y se las lanzó. -Pediremos a alguien que nos acerque al pueblo y te esperaremos en el hotel.

Una persona tras otra se fueron yendo. Nadie quería desafiar a Ted, ni siquiera su madre. Francesca y Dallie llevaron a los padres de Meg en su Cadillac. Cuando los coches comenzaron a irse, Ted caminó hacia la señal oxidada y contempló la vasta extensión de tierra contaminada ahora despojada de cualquiera de sus esperanzas futuras. Sus hombros estaban caídos. Ella le había hecho esto. No intencionadamente, pero lo había provocado al quedarse en Wynette cuando todo le decía que era necesario que se marchara. Luego todo se había agravado por su estúpido enamoramiento de un hombre que le había dado la espalda al amor. Su propia auto-indulgencia había desembocado en este momento donde todo se había derrumbado.