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Pero no se sentía frío u ordenado, y contra más esperaba, más ansioso se ponía. Apenas podía clasificar toda la basura que ella le había echado en cara. Primero lo había asaltado con lo que había pasado en el almuerzo. ¿Qué pasaba si él sabía que esas mujeres no iban a decir nada? Aún así había hecho una declaración pública, ¿no? Luego le dijo que se había enamorado de él, pero cuando intentó decirle lo mucho que le importaba, ella lo había descartado justo igual que rechazó el hecho que él había estado a punto de casarse tres meses antes, a punto de casarse con otra mujer. En su lugar, quería algún tipo de promesa eterna, y no satisfecha con eso, quería… ¿meterse en algo sin poner en claro el contexto?

Levantó la cabeza cuando la puerta del vestíbulo se volvió a abrir, esta vez admitiendo a un hombre mayor y a una mujer mucho más joven. Incluso aunque en el vestíbulo hacía frío, la camisa de Ted estaba húmeda. Por más que lo acusara de mantenerse al margen para así no salir dañado.

Volvió a mirar su reloj, luego abrió su teléfono para ver si ella le había mandado un mensaje, igual que había hecho tantas veces desde que había desaparecido, pero no había ningún mensaje de ella. Metió de nuevo su teléfono en su bolsillo cuando otro recuerdo lo asaltó. El único que no quería recordar. Lo que le había hecho ese día en el vertedero…

No podía creerse que hubiera perdido el control de esa forma. Ella no lo había apartado, pero no se lo perdonaría nunca.

Intentó pensar en algo más, para terminar pensando en el desastre de Wynette. El pueblo se negaba a aceptar su dimisión, así su escritorio en el ayuntamiento estaba vacío, pero se negaba endemoniadamente a volver a esa locura. La verdad era que había decepcionado a todo el mundo, y no importaba como de compresibles estaban intentando ser, no había una persona en todo el pueblo que no supiese que él les había fallado.

Las puertas del vestíbulo se abrieron y cerraron. A lo largo del verano, su perfecta vida había sido destruida.

"Soy confusa y salvaje y perjudicial, y me has roto el corazón."

El dolor insoportable en eso ojos azulverdosos le había matado. ¿Pero qué pasaba con su corazón? ¿Con su dolor? ¿Cómo pensaba ella que se sentía él cuando la persona con la que más contaba lo había dejado en la estacada cuando más la necesitaba?

"Mi estúpido corazón…" -había dicho ella. -"Estaba cantando de alegría."

Esperó en el vestíbulo toda la tarde, pero Meg nunca apareció.

Esa noche vagó por el barrio chino y se emborrachó en el bar Mission District. Al día siguiente, se subió el cuello de la cazadora y caminó por la ciudad bajo la lluvia. Montó en el teleférico, deambuló por el jardín de té en el parque Golden Gate y entró en algunas tiendas de recuerdos en Fisherman's Wharf. Intentó comerse un tazón de sopa de almejas en Cliff House para calentarse, pero la dejó a un lado después de unas cucharadas.

"Con simplemente verte me entran ganas de bailar."

Se levantó temprano a la mañana siguiente, con resaca y sintiéndose miserable. Una niebla fría y espesa se había establecido en la ciudad, pero salió a las vacías calles y subió al Telegraph Hill. La Coit Tower todavía no estaba abierta, así caminó por los alrededores, observando la ciudad y la bahía mientras la niebla empezaba a disiparse. Deseaba poder hablar con Lucy de todo este lío, pero no podía llamarla después todo ese tiempo y decirle que su mejor amiga era inmadura, exigente, demasiado emocional, una chiflada irrazonable y qué demonios se suponía que debía hacer.

Echaba de menos a Lucy. Todo había sido tan fácil con ella.

La echaba de menos… pero no quería retorcerle el cuello como quería retorcérselo a Meg. No quería hacerle el amor hasta que sus ojos se nublaran. No anhelaba el sonido de su voz, la alegría de su risa.

No se sentía dolido por Lucy. Soñaba con ella. Suspiraba por ella.

No amaba a Lucy.

Con un susurró de hojas y una ráfaga de frío, el viento se llevó la niebla.

CAPÍTULO 23

Unas cuantas horas después, se dirigía al sur por la I-5 en un Chevy Trailblazer alquilado. Conducía demasiado rápido y sólo paró para coger una taza de amargo café. Rezaba para que Mag no se hubiera dejado la casa de sus padres en L.A. cuando se fue de Wynette para irse a Jaipur o Ulan Bator o algún otro sitio donde él no pudiera encontrarla y decirle cuanto la amaba. El viento que se había llevado la niebla de San Francisco, también se había llevado su confusión. Se le había esclarecido todo el lío de antiguas prometidas y bodas suspendidas, una claridad que le permitió ver la destreza con la que se había valido de la lógica para ocultar el miedo que tenía de que su sencilla vida se viera perturbada por emociones caóticas.

Él, de entre toda la gente, debería saber que el amor no es ordenado y racional. ¿No había superado el ilógico y pasional amor de sus padres la decepción, la separación y la terquedad durante más de tres décadas? Ese tipo de profundo amor es lo que él sentía por Meg, el amor complicado, perturbador e irresistible que se había negado a admitir que faltaba en su relación con Lucy. Él y Lucy habían encajado perfectamente en su mente. En su mente… pero no en su corazón. Nunca le debería haber llevado tanto tiempo darse cuenta.

Apretó los dientes por la frustración cuando se metió en el tráfico de L.A. Meg era una criatura pasional e impulsiva, y no la había visto durante un mes. ¿Qué pasaría si el tiempo y la distancia la habían convencido de que se merecía algo mejor que un estúpido tejano que no se conocía a sí mismo?

No podía pensar así. No podía permitirse considerar que haría si ella se había hartado de estar enamorada de él. Si tan sólo no hubiera dado de baja el teléfono. ¿Y qué pasaba con lo subirse a los aviones y volar a los lugares más recónditos del planeta? Él quería que se quedara aquí, pero Meg no era así.

Era primera hora de la tarde cuando llegó a la propiedad de los Koranda en Brentwood. Se preguntó si sabrían que Meg no fue a San Francisco. Aunque no podía estar seguro de que fueron ellos los que hicieron la oferta ganadora de la subasta, ¿quién más lo haría? La ironía no se le escapaba. A los padres de cualquier chica lo que más les gustaba de él era su estabilidad, pero nunca se había sentido menos estable en su vida.

Se identificó ante el interfono. Mientras las puertas se abrían, recordó que no se había duchado en dos días. Debería haberse detenido primero en un hotel para asearse. Su ropa estaba arrugada, su ojos inyectados en sangre y estaba sudado, pero no iba a darse media vuelta ahora.

Aparcó el coche al lado de una casa de estilo inglés Tudor, que era la casa principal de los Koranda en California. En el mejor de los casos, Meg estaría aquí. En el peor… No pensaría en las peores alternativas. Los Koranda eran sus aliados, no sus enemigos. Si no estaba aquí, ellos le ayudarían a encontrarla.

Pero la fría hostilidad que exhibió Fleur Koranda cuando le abrió la puerta principal no hizo nada por reforzar su debilitada confianza. -¿Sí?

Eso fue todo. Ni una sonrisa. Ni un apretón de manos. Definitivamente no un abrazo. Independientemente de la edad, las mujeres tendían a batear los ojos cuando lo miraban. Había pasado tantas veces que apenas se daba cuenta, pero no estaba pasando ahora, y la novedad lo extrañó. -Necesito ver a Meg -, dijo él y, luego, estúpidamente, -no hemos sido formalmente presentados. Soy Ted Beaudine.

– Ah, sí. El señor Irresistible.

No lo dijo como un cumplido.

– ¿Está Meg aquí? -preguntó él.

Fleur Koranda se veía para él como lo había hecho su propia madre para Meg. Fleur era una hermosa amazona de uno ochenta con las mismas cejas estrechas que tenía Meg, pero sin los rasgos de Meg. -La última vez que te vi -, dijo Fleur -, estabas peleándote por los suelos, intentando arrancarle la cabeza a un hombre.