Tan pronto como entró, todo el mundo fue hacia él. Levantó la mano, miró a cada uno de ellos, y se encerró en su oficina.
Permaneció todo el día allí, negándose a responder al teléfono o a los repetidos golpes en su puerta mientras leía los papeles de su mesa, estudiaba los presupuestos del pueblo o contemplaba el resort de golf bocoiteado. Durante semanas, una idea había estado intentando salir a la superficie de su mente pero se había visto marchitar en la tierra baldía de su culpa, ira y miseria. Ahora, en vez de regodearse en la espantosa escena del vertedero, aplicó la lógica fría y dura a la que estaba acostumbrado.
Pasó un día, luego otro. Comida casera empezó a apilarse en la puerta de su oficina. Torie gritó desde el otro lado de la puerta, intentando intimidarlo para que fuera al Roustabout. Lady E dejó la obra completa de David McCullough en el asiento del pasajero de su camioneta, aunque no tenía ni idea de por qué lo hizo. Los ignoró a todos y, después de tres días, tenía un plan. Uno que haría su vida infinitamente más complicada pero, no obstante, un plan. Emergió de su aislamiento y comenzó a hacer llamadas telefónicas.
Pasaron otros tres días. Encontró un buen abogado e hizo más llamadas telefónicas. Por desgracia, nadie le resolvió su mayor problema o encontró a Meg. Su desaparición lo carcomía. ¿Dónde demonios se había ido?
Como sus padres seguían evitando sus llamadas, hizo que Lady E y Torie lo intentaran. Pero los Koranda no se cedieron. Se la imaginó enferma de disentería en la jungla de Camboya o muriéndose de frío subiendo el K2. Sus nervios estaban a flor de piel. No podía dormir. Apenas podía comer. Perdió el hilo en la primera reunión que convocó.
Kenny apareció en su casa una tarde con una pizza. -Estoy empezando a preocuparme. Es hora que vuelvas a ser tú mismo.
– Mira quién fue hablar -, replicó Ted. -Te volviste loco cuando Lady E desapareció.
Kenny alegó haber perdido la memoria.
Esa noche Ted se encontró, una vez más, tumbado en su cama sin poder dormir. Qué ironía que Meg lo llamara señor Frío. Mientras miraba el techo, se la imaginó corneada por un toro o mordida por una cobra, pero cuando empezó a imaginársela siendo violada por una panda de guerrilleros, ya no lo soportó más. Se levantó de la cama, subió a su camioneta y condujo hacia el vertedero.
La noche era fría y silenciosa. Dejó los faros encendidos y se quedó de pie entre ellos mientras mirada hacia la tierra vacía y contaminada. Kenny tenía razón. Tenía que volver a ser él mismo. Pero, ¿cómo podía hacerlo? No estaba más cerca de encontrarla que al principio y su vida se había desmoronado.
Tal vez la desolación, o la quietud, o la tierra oscura y vacía tan llena de promesas baldías. Por alguna razón, se sintió un poco como él mismo. Y finalmente se dio cuenta de lo que se le había pasado, un hecho evidente que había pasado por alto en todos sus intentos por dar con ella.
Meg necesitaba dinero para salir del país. Desde un principio asumió que sus padres se lo darían para compensar por todo lo que había pasado. Eso era lo que la lógica le decía. Su lógica. Pero no se trataba de él, y nunca se había puesto en el lugar de ella para saber lo que había hecho.
Se imaginó su cara de todas las formas posibles. Su risa y enfado, su dulzura y tristeza. La conocía tan bien como se conocía a sí mismo, y cuando su mente pensó como ella, el hecho del que debería haberse dado cuenta desde el principio llegó claramente a su mente.
Meg no cogería un centavo de sus padres. No para buscar refugio. No para viajar. Para nada. Clay Koranda le había mentido.
CAPÍTULO 24
Meg escuchó un coche detrás de ella. Aunque eran apenas las diez de la noche, la fría lluvia de octubre había vaciado las calles del Lower East Side de Manhattan. Iba caminando mientras hacia equilibrios con bolsas de basura negra y mojadas que arrastraba por la acera. La lluvia caía por encima del vapor que salía de su cabeza y había basura flotando en las alcantarillas inundadas. Algunos de los ladrillos rojos del antiguo bloque de edificios de Clay habían sido arreglados, pero la mayoría no, y además el barrio era poco fiable en el mejor de los casos. Sin embargo, no se lo había pensado dos veces cuando decidió ir a su tienda favorita a por una hamburguesa barata. Pero no había contado con la lluvia en su camino de vuelta.
El edificio en el que estaba la estrecha casa de Clay, un quinto sin ascensor, estaba a casi dos manzanas. Le había subarrendado el apartamento mientras él estaba en Los Ángeles haciendo un jugoso papel en una película independiente que podría ser el éxito que había estado esperando. El lugar era pequeño y deprimente, con sólo dos minúsculas ventanas que dejaban pasar pequeños haces de luz, pero era barato y, una vez que le había quitado la grasa al viejo sofá de Clay, junto con los restos dejados por varias de sus novias, consiguió una habitación para hacer sus joyas.
El coche seguía a su lado. Un rápido vistazo sobre su hombre le mostró una limusina negra, nada por lo que ponerse nerviosa, pero había sido una larga semana. Unas seis semanas muy largas. Su mente estaba borrosa por el cansancio y sus dedos doloridos por el laborioso trabajo de su colección de joyas, sólo su fuerza de voluntad la mantenía en pie. Pero el trabajar duro estaba dando sus frutos.
No intentó convencerse de que era feliz, pero sabía que había tomado la mejor decisión que podía tomar para su futuro. Sunny Skipjacks había dado en el blanco cuando le había dicho a Meg que debería vender sus joyas en un mercado de gama alta. A los dueños de las boutiques que les había enseñado sus piezas de muestra les había gustado la yuxtaposición de los diseños modernos con las reliquias, y los encargos llegaron más rápido de lo que ella había soñado. Si la meta de su vida hubiera sido diseñar joyas, habría estado en éxtasis, pero esa no era su meta. No ahora. Finalmente, sabía lo que quería hacer.
El coche todavía seguía detrás de ella, sus faros alumbraban el asfalto mojado. La lluvia había empapado sus zapatillas de lona y se apretó más la gabardina morada, que había encontrado en una tienda de segunda mano. Rejas cubrían las ventanas de una tienda de saris, la tienda coreana de artículos del hogar donde había descuento, incluso la tienda de dumplings, estaban todas cerradas por la noche. Caminó más rápido, pero el constante ruido del motor no se desvanecía. No era su imaginación. El coche definitivamente la estaba siguiendo, y todavía le quedaba un bloque de pisos.
Un coche de policía aceleró por la calle transversal, la sirena a todo volumen, la luz roja intermitente entre la lluvia. Su respiración se aceleró cuando el coche se puso a su altura, sus oscuras ventanas amenazantes en la noche. Comenzó a correr, pero el coche siguió a su nivel. Por el rabillo del ojo, vio una de las ventanillas bajarse.
– ¿Quieres que te lleve?
La última cara que esperaba ver apareció ante ella. Tropezó con el pavimento irregular, estaba tan mareada que estuvo a punto de caerse. Después de todo lo que había hecho para cubrir su rastro, él estaba aquí, su rostro ensombrecido enmarcado en la ventana abierta.
Durante semanas, había trabajado hasta bien entrada la noche, centrándose sólo en el trabajo, no permitiéndose pensar, negándose a dormir hasta estar demasiado exhausta como para seguir adelante. Estaba rota y vacía, no estaba en condiciones de hablar con nadie, menos con él. -No gracias -, logró decir. -Casi he llegado.
– Parece que estás un poco mojada -. Un rayo de luz de una farola atravesó su moldeado pómulo.
No podía hacerle esto. No se lo permitiría. No después de todo lo que había pasado. Empezó a caminar de nuevo, pero la limusina la siguió. -No deberías estar aquí fuera tú sola -, dijo él.