Lo conocía lo suficientemente bien como para saber exactamente lo que había detrás de su repentina aparición. Una conciencia culpable. Él odiaba herir a la gente y necesitaba asegurarse que no la había hecho un daño irreparable. -No te preocupes por eso -, dijo ella.
– ¿Te importaría subir al coche?
– No es necesario. Estoy casi en casa -. Se dijo a sí misma que no debería decir nada más, pero la curiosidad fue más fuerte que ella. -¿Cómo me encontraste?
– Créeme, no fue fácil.
Mantuvo su vista al frente, sin aminorar el paso. -Uno de mis hermanos -, dijo ella. -Tuvo que ser uno de ellos.
Debería haber sabido que ellos la venderían. La semana pasada, Dylan se había desviado según iba a Boston para decirle que las llamadas de Ted los estaban volviendo locos y que debería hablar con él. Clay le envió un torrente de mensajes de texto. El colega parece desesperado, decía su último mensaje. ¿Quién sabe lo que podría hacer?
¿En el peor de los casos? le había contestado. Su putt perderá metro y medio de altura.
Ted esperó hasta que un taxi pasó antes de responder. -Tus hermanos no me han dado otra cosa que problemas. Clay incluso me dijo que habías dejado el país. Olvidé que era actor.
– Te dije que era bueno.
– Me llevó un tiempo, pero al final me di cuenta que ya no aceptarías el dinero de tu padres. Y no podía imaginarte dejando el país con lo que sacaste de tu cuenta corriente.
– ¿Cómo sabes lo que saqué de mi cuenta corriente?
Incluso en la penumbra pudo ver como levantaba una ceja. Ella se movió con un bufido de disgusto.
– Sé que has encargabas algunos materiales para tus joyas en Internet -, dijo él. -Hice una lista de posibles proveedores e hice que Kayla los llamara.
Rodeó una los cristales de una botella rota. -Estoy segura que estaba más que dispuesta a ayudarte.
– Le dijo que era la dueña de una boutique en Phoenix y que estaba intentando localizar a la diseñadora de unas joyas que había descubierto en Texas. Describió algunas de tus piezas y dijo que las quería para su tienda. Ayer consiguió tu dirección.
– Y aquí estás. Un viaje en vano.
Él tuvo el descaro de enfadarse. -¿Crees que podríamos tener esta conversación dentro de limusina?
– No -. Podía encargarse de su culpabilidad él mismo. Una culpabilidad que no estaba ligada al amor, una emoción que ella tendría siempre.
– Realmente necesito que entres en el coche -. Gruño.
– Realmente necesito que te vayas al infierno.
– Acabo de regresar, y confía en mí, no es tan bueno como parece.
– Lo siento.
– Maldita sea -. La puerta se abrió y salió mientras la limusina seguía moviéndose. Antes de que ella pudiera reaccionar, la estaba arrastrando hacia el coche.
– ¡Para! ¿Qué estás haciendo?
Por fin la limusina se había detenido. La metió dentro, luego subió él y cerró la puerta. Las puertas se bloquearon. -Considérate oficialmente secuestrada.
El coche comenzó de nuevo a moverse, su conductor oculto tras la mampara de cristal oscuro. Agarró la manija de la puerta, pero no se movió. -¡Déjame salir! No me creo que estés haciendo esto. ¿Qué te pasa? ¿Estás loco?
– Bastante.
Estaba tan deslumbrante como siempre, con aquellos ojos de tigre y los pómulos aplanados, esa nariz recta y la mandíbula de estrella de cine. Llevaba puesto un traje de negocios gris carbón, una camisa blanca y una corbata azul marino. No lo había visto vestido tan formal desde el día de la boda, y luchó contra una oscura emoción. -Lo digo en serio -, dijo ella. -Déjame salir ahora mismo.
– No hasta que hablemos.
– No quiero hablar contigo. No quiero hablar con nadie.
– ¿Qué dices? Te encanta hablar.
– Ya no -. En el interior de la limusina había largos asientos en los laterales y pequeñas luces azules en los bordes del techo. Un enorme ramo de rosas rojas estaba sobre el asiento de enfrente del bar. Hurgó en el bolsillo en busca de su móvil. -Voy a llamar a la policía y decirles que he sido secuestrada.
– Preferiría que no lo hicieras.
– Esto es Manhattan. Aquí no eres Dios. Seguro que te mandan a la cárcel de Rikers.
– Lo dudo, pero no tiene sentido correr el riesgo -. Le quitó el teléfono y se lo metió en el bolsillo de la chaqueta.
Era la hija de un actor, así que hizo como que le daba igual y se encogió de hombros. -Bien. Habla. Y date prisa. Mi prometido me espera en el apartamento -. Apretó sus caderas contra la puerta, lo más lejos de él que pudo. -Te dijo que no tardaría mucho en olvidarme de ti.
Él parpadeó, luego cogió el ramo de rosas de la culpabilidad y las puso en el regazo. -Pensé que te gustarían.
– Te equivocabas -. Se las tiró de vuelta.
Cuando el ramo le dio en la cabeza, Ted aceptó el hecho que este encuentro no iba mucho mejor de lo que merecía. Secuestrar a Meg había sido un error de cálculo por su parte. No es que hubiera planeado secuestrarla. Tenía la intención de aparecer en su puerta con las rosas y una sentida declaración de amor eterno y luego meterla en su limusina. Pero cuando el coche giró hacia su calle, la había visto y todo su sentido común se había desvanecido.
Incluso dándole la espalda, con el cuerpo envuelto en un abrigo largo morado y sus hombros encorvados por la lluvia, la había reconocido. Otras mujeres tenía el mismo andar por sus largas piernas, el mismo balanceo de brazos, pero ninguna hacia que su pecho estallara.
Las leves luces azules del interior de la limusina dejaban ver algunas sombras bajo sus ojos que él mismo sabía que también tenía. En lugar de las cuentas rústicas y monedas antiguas que estaba acostumbrado a ver en sus orejas, no llevaba ninguna joya, y en los pequeños y vacíos agujeros de sus lóbulos le daban una vulnerabilidad que le partió el corazón. Sus vaqueros asomaban por debajo del abrigo morado mojado y sus zapatillas de lona estaban empapadas. Tenía el pelo más largo que la última vez que la había visto, salpicado de gotas de agua y de un rojo brillante. Quería que lo volviera a tener como lo había tenido. Quería besarla otra vez en el hueso de debajo de su pómulo y poner de nuevo calor en sus ojos. Quería hacerla sonreír. Reír. Hacerle el amor tan profundamente como la amaba.
Mientras miraba a la luna que los separaba del chofer que su madre tenía en Manhattan de toda la vida, se negó a considerar la posibilidad de que hubiera llegado demasiado tarde. Tenía que estar mintiendo sobre lo del prometido. Pero ¿podía algún hombre no enamorarse de ella? Necesitaba asegurarse. -Háblame de ese prometido tuyo.
– De ninguna manera. No te quiero hacer sentir peor de lo que ya te sientes.
Estaba mintiendo. Al menos rezaba para que estuviera mintiendo. -Así que, ¿crees que sabes como me siento?
– Por supuesto. Te siente culpable.
– Cierto.
– Francamente, no tengo energía ahora mismo para hacerte sentir mejor. Como puedes ver, lo estoy haciendo muy bien. Ahora, sigue adelante con tu vida y déjame en paz.
Ella no se veía como si estuviera haciendo un gran trabajo. Parecía exhausta. Peor, había un distanciamiento, un abismo, de la mujer divertida e irreverente que él conocía que le decía que las piezas no encajaban. -Te he echado de menos -, dijo él.
– Me alegra oírlo -, replicó, en una voz tan remota como las montañas que él temía podía estar escalando. -¿Por favor, puedes llevarme de vuelta a mi apartamento?
– Después.
– Ted, lo digo en serio. No tenemos nada más que hablar.
– Tal vez tú no, pero yo sí -. La determinación de ella por alejarse lo asustaba. Había sido testigo de primera mano de lo obstinada que podía llegar a ser, y odiaba que esa resolución se volviera contra él. Necesitaba algo con lo que romper su hielo. -Pensé que… podríamos dar un paseo en bote.
– ¿Un paseo en bote? No lo creo.