– De la fa'ultad.
Le dolió decir facultad, pero no tanto como esperaba.
– ¿De qué estaba hablando?
– De nada. Estaba haciendo unas bús'edas en la Red para mí.
Estuvo a punto de empezar a contarle a Nicole eso y todo lo demás. Pero antes de que pudiera reunir las palabras entró un hombre con bata de laboratorio. Llevaba una tablilla con sujetapapeles. Estaba cerca de los sesenta, tenía pelo y barba plateados.
– Es el doctor Hansen -dijo Nicole.
– ¿Cómo está? -preguntó el doctor.
Se inclinó sobre la cama y puso la mano en la mandíbula de Pierce para girarle levemente la cara.
– Sólo me duele 'uando respiro. O al hablar. O'uando alguien me hace esto.
Hansen le soltó la mandíbula y utilizó una linterna de boli para examinarle las pupilas.
– Bueno, tiene algunas heridas bastante sustanciales. Ha sufrido una conmoción de grado dos y le hemos puesto seis puntos en el cuero cabelludo.
Pierce ni siquiera se acordaba de esa herida. Se la habría producido al golpear la pared exterior del edificio.
– La conmoción es la causa de la debilidad que siente y del dolor de cabeza. Veamos, ¿qué más? Tiene una contusión pulmonar, una profunda contusión en el hombro; tiene dos costillas fracturadas y, por supuesto, la nariz rota. Las laceraciones en la nariz y alrededor del ojo van a requerir cirugía plástica para que cicatricen adecuadamente sin dejar cicatriz permanente. Puedo conseguir que venga alguien esta noche, depende de la hinchazón, o si tiene un cirujano personal, puede contactar con él.
Pierce negó con la cabeza. Sabía que había mucha gente en la ciudad que llevaba encima el teléfono de su cirujano plástico, pero él no era una de esas personas.
– El 'e pueda 'onseguir…
– Henry -dijo Nicole-. Estamos hablando de tu cara. Creo que deberías buscarte al mejor cirujano que puedas.
– Creo que puedo conseguirle uno muy bueno -dijo Hansen-. Déjeme hacer algunas llamadas y volvemos a hablar.
– Gracias, doctor.
Dijo la palabra con mucha claridad. Al parecer su capacidad de habla se estaba adaptando con rapidez a las nuevas circunstancias físicas de su boca y orificios nasales.
– Trate de permanecer lo más horizontal posible -dijo Hansen-. Volveré.
El doctor saludó con la cabeza y salió de la habitación. Pierce miró a Nicole.
– Parece que voy a estar aquí bastante tiempo. No hace falta que te quedes.
– No me importa.
Pierce sonrió y le dolió, pero sonrió de todos modos. Estaba muy contento con la respuesta.
– ¿Por qué me llamaste en plena noche, Henry?
Lo había olvidado y el hecho de que se lo recordaran le hizo sentir de nuevo una vergüenza desgarradora.
Preparó cuidadosamente la respuesta antes de contestar.
– No lo sé. Es una larga historia. Ha sido un fin de semana muy extraño. Quería hablarte de eso. Y quería contarte en qué había estado pensando.
– ¿En qué?
Le dolía hablar, pero tenía que decírselo.
– No lo sé exactamente. Lo que sé es que las cosas que me pasaron de alguna manera me hicieron entender mejor tu punto de vista. Ya sé que no es mucho y que probablemente es demasiado tarde. Pero por alguna razón quería decirte que finalmente había visto la luz.
Ella negó con la cabeza.
– Está bien, Henry. Pero estás aquí tumbado con la cabeza y la cara abiertas. Parece que alguien te colgó desde el balcón de un piso doce y la policía quiere hablar contigo. Has tenido un montón de problemas para entender mi punto de vista, así que perdona si no salto a abrazar al nuevo hombre que aseguras ser.
Pierce sabía que si estuviera bien estarían dirigiéndose por el camino hacia un territorio familiar. Pero no creía que tuviera la vitalidad para discutir con ella.
– ¿Puedes intentar volver a llamar a Lucy?
Nicole, furiosa, pulsó el botón de rellamada de su móvil.
– Voy a tener que ponerlo en llamada directa.
Pierce observó los ojos de Nicole y leyó en ellos que había vuelto a salirle el buzón de voz.
Ella cerró el teléfono y miró a su ex novio.
– Henry, ¿qué pasa contigo?
Pierce trató de negar con la cabeza, pero le dolió.
– Me dieron el número equivocado.
22
Pierce salió de un sueño tenebroso en el que se precipitaba en caída libre con los ojos vendados y sin saber dónde estaba el fondo. Cuando finalmente golpeó el suelo, abrió los ojos y allí estaba el detective Renner con una sonrisa torcida en el rostro.
– Usted.
– Sí, otra vez yo. ¿Cómo se encuentra, señor Pierce?
– Estoy bien.
– Parece que ha tenido una pesadilla. No paraba de revolverse.
– A lo mejor estaba soñando con usted.
– ¿Quiénes son los Wickershams?
– ¿Qué?
– Ha dicho el nombre en sueños. Wickershams.
– Son monos. De la jungla. Los no creyentes.
– No lo entiendo.
– Ya lo sé. Así que da igual. ¿Por qué está usted aquí? ¿Qué quiere? No recuerdo lo que pasó, pero ocurrió en Santa Monica y ya he hablado con ellos. Tengo una conmoción, ¿recuerda?
Renner asintió.
– Oh, ya estoy al corriente de sus lesiones. La enfermera me dijo que el cirujano plástico le puso ciento sesenta micropuntos en la nariz y en torno al ojo ayer por la mañana. Bueno, yo estoy aquí por un asunto de la policía de Los Ángeles. Aunque es cada vez más probable que los departamentos de Los Ángeles y Santa Monica tengan que trabajar juntos en este caso.
Pierce levantó la mano y se tocó con suavidad el puente de la nariz. No había gasa. Sintió la cremallera de puntos y la hinchazón. Trató de recordar. La última imagen de la que se acordaba con claridad era la del cirujano plástico cerniéndose sobre él con una luz brillante. Desde entonces había estado recuperando y perdiendo la conciencia, flotando a través de la oscuridad.
– ¿Qué hora es?
– Las tres y cuarto.
Por entre las persianas se filtraba luz brillante. Sabía que no era plena noche. También se dio cuenta de que estaba en una habitación privada.
– ¿Es lunes? No, ¿es martes?
– Eso es lo que pone en el periódico de hoy, si es que cree usted en los periódicos.
Pierce se sentía físicamente fuerte -probablemente había dormido más de quince horas seguidas-, pero estaba trastornado por la persistente sensación del sueño. Y por la presencia de Renner.
– ¿Qué quiere?
– Bueno, en primer lugar, déjeme que me saque un poco de trabajo de encima. Voy a leerle sus derechos en un momento. De esta manera usted estará protegido y yo también.
El detective colocó la bandeja móvil para la comida sobre la cama y puso una minigrabadora encima.
– ¿Qué quiere decir que estaremos protegidos? ¿Para qué necesita protección? Eso es una estupidez, Renner.
– En absoluto. Necesito proteger la integridad de mi investigación. A partir de ahora voy a grabarlo todo.
Pulsó un botón de la grabadora y se encendió un piloto rojo. Renner dijo su nombre, la hora, la fecha y el lugar donde se desarrollaba la entrevista. Identificó a Pierce y le leyó sus derechos constitucionales de una tarjetita que sacó de su cartera.
– Bien, ¿entiende los derechos que acabo de leerle?
– Los he oído muchas veces en mi juventud.
Renner arqueó una ceja.
– En las películas y en la tele -aclaró Pierce.
– Por favor, conteste las preguntas y deje de hacerse el listo si puede.
– Sí, entiendo mis derechos.
– Bueno. ¿ Le parece bien que le haga unas preguntas?
– ¿Soy sospechoso?
– ¿Sospechoso de qué?
– No lo sé, dígamelo.
– Bueno, ésa es la cuestión. Es difícil decir qué tenemos aquí.
– Pero aun así cree que necesita leerme mis derechos. Para protegerme, por supuesto.
– Así es.
– ¿Cuáles son las preguntas? ¿Han encontrado a Lilly Quinlan?
– Estamos trabajando en ello. Usted no sabe dónde está, ¿verdad?