Al final habló.
– Es un caso de la policía de Santa Monica. ¿Qué le importa?
– Es todo el mismo caso, y lo sabe.
– No quiero hablar de eso. No recuerdo lo que ocurrió. Recuerdo que estaba llevando comida a mi apartamento y luego me desperté en una camilla.
– La mente juega malas pasadas, ¿no cree? Tiene una curiosa forma de bloquear las cosas malas.
El tono era sarcástico y Pierce supo por la expresión de Renner que no se creía su amnesia. Los dos hombres se miraron durante unos segundos, hasta que el detective buscó en su americana.
– ¿Y esto le sacude algo suelto?
Sacó una foto de diez por quince y se la mostró a Pierce. Era una foto con mucho grano del apartamento del Sands tomada desde larga distancia. Desde la playa. Pierce se acercó la foto y vio pequeñas imágenes de gente en uno de los balcones más altos. Sabía que era el piso doce. Sabía que eran él, Wentz y el hombre musculoso, Dosmetros. Pierce estaba siendo sostenido por los tobillos en el vacío. Las figuras de la foto eran demasiado pequeñas para resultar reconocibles. Se la devolvió al detective.
– No, nada.
– Ahora mismo es lo mejor que tenemos, pero en cuanto anuncien en las noticias que estamos buscando fotos, vídeos o el material que sea puede que consigamos algo decente. Había mucha gente por ahí. Puede que alguien tenga una buena toma.
– Buena suerte.
Renner se mantuvo en silencio, estudiando a Pierce durante un buen rato antes de volver a hablar.
– Oiga, si le amenazó podemos protegerle.
– Le he dicho que no recuerdo qué ocurrió. No recuerdo nada en absoluto.
Renner asintió.
– Claro, claro. Muy bien, entonces olvidémonos del balcón. Deje que le pregunte otra cosa. Dígame, ¿dónde escondió el cadáver de Lilly?
Los ojos de Pierce se abrieron desmesuradamente. Renner lo había despistado para asestarle un golpe bajo.
– ¿Qué? ¿Está…?
– ¿Dónde está, Pierce? ¿Qué hizo con ella? ¿Y qué hizo con Lucy LaPorte?
Pierce empezó a notar en su pecho una incontenible sensación de miedo. Miró a Renner y supo que el detective hablaba muy en serio. Y de repente cayó en la cuenta de que no era un sospechoso. Era el sospechoso.
– ¿Se está burlando de mí? Ni siquiera sabrían nada de esto si yo no les hubiera llamado. Yo fui el único que se preocupó.
– Sí, y tal vez al llamarnos y recorrer toda la escena del crimen y la casa estaba preparando una buena defensa. Y tal vez el trabajo que encargó que Wentz o alguno de sus otros colegas le hiciera en la cara era parte de la defensa. Al pobre chico le aplastan la nariz por meterla donde no le llaman. No se ha ganado mi compasión, señor Pierce.
Pierce se quedó mirando a Renner sin decir nada. Renner percibía todo lo que él había hecho o todo lo que le habían hecho desde un ángulo completamente distinto.
– Deje que le cuente una historia muy corta -dijo Renner-. Yo trabajaba en el valle de San Fernando y una vez hubo un caso de una chica desaparecida. Tenía doce años, de buena casa, y sabíamos que no se había fugado. Algunas veces simplemente lo sabes. De manera que organizamos a los vecinos y voluntarios en una partida de búsqueda en las colinas de Encino. ¡Y quién lo iba a decir!, uno de los vecinos la encontró. Violada y estrangulada y metida en una alcantarilla. Era un caso feo. Y ¿sabe?, resultó que el chico que la había encontrado era el culpable. Nos costó bastante rodearle, pero lo hicimos y confesó. Lo llaman el complejo del buen samaritano. El que primero lo huele… Ocurre constantemente. Al culpable le gusta estar cerca de los polis, le gusta ayudar, le hace sentir mejor que ellos y mejor respecto a lo que ha hecho.
Pierce tenía dificultades incluso para calibrar cómo todo se había vuelto contra él.
– Se equivoca -dijo con tranquilidad, con voz trémula-. Yo no lo hice.
– ¿Sí? ¿Me equivoco? Bueno, deje que le diga lo que tengo. Tengo una mujer desaparecida y sangre en una cama. Tengo un montón de sus mentiras y un montón de sus huellas dactilares en las dos casas de la mujer.
Pierce cerró los ojos. Pensó en el apartamento de al lado de Speedway y en la casa de Altair. Sabía que lo había tocado todo. Había puesto las manos en todo. En su perfume, en sus armarios, en su correo.
– No…
Fue todo lo que se le ocurrió.
– No, ¿qué?
– Es todo un error. Lo único que hice… O sea… Me dieron su número. Sólo quería ver… Quería ayudarla… Verá, fue culpa mía… y creí que si…
No terminó. El pasado y el presente estaban demasiado juntos. Se estaban fundiendo en una sola cosa. Uno se movía enfrente del otro como en un eclipse. Abrió los ojos y miró a Renner.
– ¿Qué creía? -preguntó el detective.
– ¿Qué?
– Acabe la frase. ¿Qué creía?
– No lo sé. No quiero hablar de eso.
– Vamos, chico. Ha dado el primer paso. Termine el viaje. Es bueno descargarse. Es bueno para el alma. Es culpa suya la muerte de Lilly. ¿A qué se refiere? ¿Fue un accidente? Cuénteme cómo pasó. Quizá pueda entenderlo y podamos ir juntos al fiscal, y solucionarlo.
Pierce sintió que el miedo y el peligro inundaban su mente. Casi podía oler cómo transpiraba por su piel, como si fueran sustancias químicas -elementos compuestos que comparten moléculas- subiendo a la superficie para escapar.
– ¿De qué está hablando? ¿Lilly? Eso no es culpa mía. Ni siquiera la conocía. Yo traté de ayudarla.
– ¿ Estrangulándola? ¿ Cortándole la garganta? ¿ O hizo con ella el número de Jack el Destripador Creo que decían que el Destripador era un científico. Un doctor o algo. ¿Usted es el nuevo Destripador, Pierce? ¿Ése es su fardo?
– Salga de aquí. Está loco.
– No creo que sea yo el loco. ¿Por qué fue su culpa?
– ¿Qué?
– Ha dicho que fue todo culpa suya. ¿Por qué? ¿Qué hizo ella? ¿Insultó su masculinidad? ¿Tiene un pajarito pequeño, Pierce? ¿Es eso?
Pierce negó con la cabeza enfáticamente, sacudiéndose un amago de mareo. Cerró los ojos.
– Yo no he dicho eso. No fue culpa mía.
– Lo ha dicho. Yo lo he oído.
– No. Está poniendo palabras en mi boca. No es culpa mía. No tengo nada que ver en eso.
Abrió los ojos y vio que Renner hurgaba en el bolsillo y sacaba una grabadora. La luz roja estaba encendida.
Pierce se dio cuenta de que era una grabadora distinta de la que antes había estado en la bandeja de la comida y que luego había apagado. El detective había grabado toda la conversación.
Renner pulsó el botón de rebobinado durante unos segundos y después trasteó con la grabación hasta que encontró lo que quería y volvió a reproducir lo que Pierce había dicho momentos antes.
«Es todo un error. Lo único que hice… O sea… Me dieron su número. Sólo quería ver… Quería ayudarla… Verá, fue culpa mía… y creí que si…»
El detective apagó la grabadora y miró a Pierce con una sonrisa petulante. Renner lo había acorralado. Le había tendido una trampa. Todos sus instintos legales, por limitados que fueran, le decían que no dijera ni una palabra más. Pero Pierce no podía parar.
– No -dijo-. No estaba hablando de Lilly Quinlan. Estaba hablando de mi hermana. Fue…
– Estábamos hablando de Lilly Quinlan y dijo «fue culpa mía». Eso es un reconocimiento, amigo.
– No, le dije que yo…
– Sé lo que me dijo. Fue una bonita historia.
– No es una historia.
– Bueno, ¿sabe qué? Supongo que en cuanto encuentre el cadáver tendré la historia real contada. Le tendré en el saco, victoria asegurada.
Renner se inclinó sobre la cama hasta que su rostro quedó a sólo unos centímetros del de Pierce.
– ¿Dónde está, Pierce? Sabe que es inevitable. Vamos a encontrarla. Así que terminemos con esto. Dígame lo que hizo con ella.
Las miradas de ambos conectaron. Pierce oyó el clic de la grabadora que volvía a encenderse.