– Salga.
– Será mejor que hable conmigo. Se está quedando sin tiempo. Cuando consiga esto y llegue a los abogados, no podré ayudarle más. Hable, Henry. Vamos. Descárguese.
– Le he dicho que salga. Quiero un abogado.
Renner se incorporó y esbozó una sonrisa de complicidad. De manera exagerada levantó la grabadora y la apagó.
– Por supuesto que quiere un abogado -dijo-. Y va a necesitarlo. Voy a ir al fiscal, Pierce. Sé que para empezar le tengo por allanamiento de morada y por obstrucción a la justicia. Le tendré congelado con eso, pero en el fondo no son más que minucias. Quiero el premio gordo.
Brindó con la grabadora como si las palabras que había captado allí fueran el Santo Grial.
– En cuanto aparezca el cuerpo, se terminó el juego.
Pierce ya no estaba escuchando. Volvió el rostro a Renner y empezó a mirar al espacio, pensando en lo que iba a suceder. De repente cayó en la cuenta de que lo perdería todo. La empresa… todo. En una fracción de segundo las fichas de dominó cayeron en su imaginación, la última era Goddard echándose atrás y llevando su inversión a otro sitio, a Bronson Tech o a Midas Molecular o a cualquier otro de sus competidores. Goddard se iría y nadie querría participar. No bajo el escrutinio de una investigación criminal y un posible juicio. Se terminaría. Quedaría fuera de la carrera para siempre.
Volvió a mirar a Renner.
– He dicho que no voy a volver a hablar con usted. Quiero que se vaya. Quiero un abogado.
Renner asintió.
– Le aconsejo que se busque uno bueno.
Estiró el brazo hacia una mesita donde estaban los medicamentos y cogió un sombrero que Pierce no había visto antes. Era un porkpie con el ala hacia abajo. Pierce pensaba que ya nadie llevaba sombreros como ése en Los Ángeles. Nadie. Renner salió de la habitación sin decir ni una palabra más.
23
Pierce se quedó sentado un momento, pensando en el aprieto en el que estaba metido. Se preguntó cuánto de lo que Renner había dicho acerca de ir a la fiscalía había sido amenaza y cuánto realidad. Trató de desembarazarse de esa idea y buscó un teléfono en la habitación. No había nada en la mesita, pero la cama tenía barandillas laterales con todo tipo de botones electrónicos para posicionar el colchón y controlar la televisión instalada en la pared opuesta. Encontró un teléfono en la barandilla derecha. Junto al aparato, en un bolsillo de plástico, también encontró un espejito de mano. Lo levantó y se miró la cara por primera vez.
Esperaba algo peor. Cuando se había palpado la herida con la mano en los momentos posteriores a la agresión, le había parecido que le habían abierto el rostro y que sería inevitable una gruesa cicatriz. En ese momento no le había importado, porque se daba por satisfecho con estar vivo. Ahora estaba un poco más preocupado. Al mirarse la cara, vio que la hinchazón se había reducido. Tenía el rostro abotagado en torno a las comisuras de los ojos y en la parte inferior de la nariz. Llevaba algodón en ambas narinas y tenía los dos ojos amoratados. La cornea izquierda estaba inundada de sangre a un lado del iris. Y en la nariz tenía los minúsculos rastros de la microcostura.
La costura formaba una K con una línea que subía desde el puente de la nariz y los brazos de la K que se curvaban por debajo del ojo izquierdo y por encima de su ceja. Le habían afeitado la mitad de la ceja para facilitar la cirugía y a Pierce eso le pareció el elemento más extraño del rostro que estaba mirando.
Bajó el espejo y se dio cuenta de que estaba sonriendo. Tenía la cara casi destruida. Tenía a un poli del Departamento de Policía de Los Ángeles tratando de encarcelarlo por un crimen que él había descubierto, pero no cometido. Tenía a un macarra virtual con un monstruo por mascota que era una amenaza viva y real para él y los que estaban próximos a él. Aun así, él estaba sentado en la cama y sonriendo.
No lo entendía, pero sabía que tenía algo que ver con lo que había visto en el espejo. Había sobrevivido y su cara mostraba lo cerca que había estado de no hacerlo. Ésa era la razón del alivio y la sonrisa inadecuada.
Levantó el teléfono y llamó a Jacob Kaz, el abogado de patentes de la empresa. Le pasaron al abogado de inmediato.
– Henry, ¿estás bien? He oído que te atacaron o algo. ¿Qué…?
– Es una larga historia, Jacob. Tendré que contártela en otro momento. Lo que necesito ahora mismo es un nombre. Necesito un abogado. Un abogado defensor criminalista. Alguien bueno, pero que no quiera que su cara salga en la tele o en los periódicos.
Pierce sabía que lo que estaba pidiendo era una rara avis en Los Ángeles, pero contener la situación iba a ser una labor tan urgente como la defensa ante una falsa acusación de asesinato. Tenía que manejarse rápida y discretamente, de lo contrario, las fichas de dominó cayendo que Pierce había imaginado momentos antes se convertirían en bloques de hormigón que lo aplastarían a él y a la empresa.
Kaz se aclaró la garganta antes de responder. No dio señal alguna de que la solicitud de Pierce fuera algo inusual o algo anormal en su relación profesional.
– Creo que tengo un nombre para ti -dijo-. Te va a gustar.
24
El miércoles por la mañana Pierce estaba hablando por teléfono con Charlie Condon cuando una mujer vestida con un traje de chaqueta gris entró en la habitación del hospital y le tendió una tarjeta que decía: «Janis Langwiser, abogada penal.» Pierce tapó con la mano el auricular y le dijo a Langwiser que ya terminaba.
– Charlie, he de dejarte. Acaba de entrar el médico. Dile que tendremos que hacerlo el fin de semana o la semana que viene.
– Henry, no puedo. Quiere ver Proteus antes de que enviemos la patente. No quiero retrasarlo, ni tú tampoco. Además, has de recibir a Maurice. No aceptará excusas.
– Tú vuelve a llamarlo y trata de retrasarlo.
– Está bien. Lo intentaré. Volveré a llamarte.
Charlie colgó y Pierce guardó el teléfono de nuevo en la barandilla de la cama. Trató de sonreír a Langwiser, pero su rostro estaba más dolorido que el día anterior y le dolía de sólo intentarlo. La abogada le tendió la mano y Pierce se la estrechó.
– Janis Langwiser. Encantada de conocerle.
– Henry Pierce. No puedo decir que las circunstancias hagan que conocerla sea un placer.
– Normalmente es así en el trabajo de la defensa criminal.
Pierce ya había leído el curriculum de la abogada que le había proporcionado Jacob Kaz. Langwiser se ocupaba de la defensa criminal en el pequeño pero influyente bufete del centro Smith, Levin, Colvin amp; Enriquez. Según Kaz el bufete era tan exclusivo que no constaba en ningún listín telefónico. Sus clientes eran de la élite, porque incluso la gente de la élite necesitaba abogados criminalistas de vez en cuando. Allí era donde entraba Janis Langwiser. La habían contratado de la oficina del fiscal del distrito un año antes, tras una carrera en la que había participado en algunos de los casos de más altos vuelos de la ciudad de los últimos años. Kaz le explicó a Pierce que el bufete lo aceptaba como cliente como un medio para establecer una relación con él, una relación que sería mutuamente beneficiosa cuando Amedeo Technologies saliera a bolsa en los años venideros. Pierce no le dijo a Kaz que no habría ninguna eventual oferta pública ni siquiera un Amedeo Technologies si la situación no se manejaba apropiadamente.
Tras interesarse educadamente por las lesiones de Pierce y su pronóstico, Langwiser le preguntó por qué creía que necesitaba un abogado defensor.
– Porque hay un detective de policía que cree que soy un asesino. Me dijo que iba a ir a la fiscalía para tratar de acusarme de una serie de crímenes, incluido el asesinato.
– ¿Un policía de Los Ángeles? ¿Cómo se llama?
– Renner. Creo que no me dijo su nombre. O no lo recuerdo. Tengo su tarjeta, pero no he mirado su…
– Robert. Lo conozco. Trabaja en la División del Pacífico. Lleva muchos años.