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Rachael se sacó la bota restante y la lanzó lejos al interior del agua, apartándola de los árboles donde quizás lograría llamar la atención hacia donde ella se las había ingeniado para llegar a la orilla. Su única esperanza era que el árbol, sujeto sobre unas precarias raíces, fuese barrido río abajo, sin dejar rastro de ella.

Descalza, el fango aplastado entre sus dedos, empapada y tiritando de miedo, Rachael se arrastró sobre el pantano hacia la línea de árboles del camino. Sólo entonces intentó ver lo que estaba ocurriendo en la orilla contraria. Había sido arrastrada cientos de yardas río abajo y la lluvia formaba una cortina casi impenetrable. Rachael se hundió detrás del follaje, mirando a través de la cortina de lluvia mientras se ponía sus botas de repuesto, traídas por si tuviera que sacrificar su otro par de tener la oportunidad de saltar por la borda. Ella no había contado con las salvajes corrientes, pero la oportunidad de escaparse, a pesar del peligro, era demasiado buena para dejarla escapar.

Los bandidos parecían estar enfadados, conduciendo aquellos que quedaban con vida a un pequeño grupo tembloroso. Todos ellos estaban sacudiendo sus cabezas. Varios hombres se paseaban a lo largo de la rivera buscando algo… o alguien. El corazón de Rachael se hundió. Tenía una furtiva sospecha de que la incursión se había llevado acabo para matarla a ella. ¿Qué mejor manera de asegurar su muerte que encontrarse con una bala perdida mientras eran rodeados como prisioneros para raptarlos? El rapto era un suceso bastante común y a los bandidos podía comprárseles fácilmente para llevar a cabo un asesinato. Rachael ajustó su mochila, echó un último vistazo al río y se internó en la jungla.

No podía dejar de temblar mientras corría a través del bosque, buscando un casi imperceptible camino que la dirigiese hacia el interior. Había pasado casi un año preparándose para ese momento. Corría cada día, hacía pesas y escalada. No era una mujer particularmente pequeña pero aprendió como convertir cada libra en músculo. Un instructor privado trabajó con ella la autodefensa, lanzamiento de cuchillos y lucha con palos. Había ido tan lejos como para investigar libros de supervivencia, comprometiéndose tanto como podía para memorizarlos.

El viento agitó el espeso dosel en todas direcciones, duchando a Rachael con hojas y ramitas y una multitud de flores. A pesar del viento, el denso dosel ayudaba a escudarla de la lluvia, rompiendo la sólida pared de agua de modo que cayese con un apagado ritmo. Ella iba tan rápido como podía, decidida a poner la mayor distancia entre el río y su destino. Estaba segura de que podría construir o encontrar una de las viejas viviendas nativas. Una choza con tres paredes de hojas y corteza y un techo inclinado. Había estudiado el diseño y parecía lo bastante simple para seguirlo.

A pesar de tiritar continuamente, Rachael se movió con confianza y esperanza. Por primera vez en meses la terrible fuerza que presionaba sobre sus hombros se disipó. Tenía una oportunidad. Una oportunidad real para vivir. Quizás tuviera que vivir sola, pero podía elegir como viviría.

Algo se rompió en la maleza a su izquierda pero apenas miró en esa dirección, confiando en su sistema de advertencia para alertarla de haber sido una amenaza real. El agua chapoteaba en sus botas, pero no se atrevía a tomarse el tiempo para cambiarse por ropas secas. Eso no haría ningún bien; tenía que cruzar varios terrenos inundados, algunos con fuertes corrientes. Se vio forzada a usar las enredaderas para agarrarse en la subida de una escarpada cuesta para mantener su camino. Rachael Lospostos se había ido para siempre, trágicamente ahogada cuando intentaba llevar suministros médicos a un pueblo remoto. En su lugar, nació una nueva e independiente mujer. Sus manos dolían por las muchas veces que se había arrastrado para subir las escarpadas rocas para internarse profundamente en el bosque.

La noche empezaba a caer. El interior era oscuro, y sin el ocasional rayo de la luz del sol abriéndose paso a través de las copas, el mundo a su alrededor cambiaba radicalmente. El vello de la parte posterior del cuello se le erizó. Dejó de andar y tomó tiempo para mirar dentro de la red de ramas que corría sobre su cabeza. Era la primera vez que realmente miraba a sus alrededores.

El mundo era un exuberante alboroto de colores, cada sombra de verde competía con los vividos colores brillantes que brotaban en lo alto y bajo de los troncos de los árboles. Por encima de su cabeza y sobre el suelo del bosque, flores, fauna y hongos competían por el espacio en ese secreto y oculto mundo. Incluso bajo la lluvia podía ver evidencias de vida salvaje, sombras volando de rama en rama, lagartos deslizándose en el follaje. En una ocasión localizó a un evasivo orangután en lo alto de los árboles, metido en un nido de hojas. Se detuvo y se quedó mirando a la criatura, asombrada ante lo bien que se sentía.

Rachael encontró un camino muy difuso, apenas perceptible en la riqueza de espesa vegetación que cubría el suelo del bosque. Se dejó caer sobre una rodilla, mirando intensamente el camino. Los humanos habían usado el camino, no sólo los animales. Se alejaba del río, internándose profundamente en el interior. Exactamente lo que ella estaba buscando. Siguiendo el imperceptible camino que bajaba, pero permaneciendo en él, aligeró el paso mientras se movía hacia el corazón del bosque.

Algo en ella estaba cobrando vida. Ella lo sentía moverse en su interior. Conciencia. Calor. Alegría. Una mezcla de cada emoción. Quizás fuese la primera vez que sentía que tenía una oportunidad para vivir. Rachael no conocía la razón. Estaba exuberante. Cada músculo dolía. Estaba cansada, dolorida y calada hasta los huesos, pero se sentía feliz. Debería haber estado asustada, o al menos nerviosa, pero quería cantar.

Cuando la oscuridad cubrió el bosque, debería haber estado a ciegas, pero sus ojos parecieron ajustarse rápidamente a un tipo de visión diferente. Podía distinguir cosas, no sólo la altitud de los troncos de los árboles con multitud de fauna subida en ellos, sino pequeños detalles. Ranas, lagartos, incluso pequeños capullos. Sus músculos zumbaban y vibraban a tono con la naturaleza que la rodeaba. Un tronco caído no era obstáculo sino una oportunidad para saltar, sintiendo el acero en sus músculos, un conocimiento de cómo trabajaban sin incidentes bajo su piel. Ella se sentía casi como si pudiera oír la misma savia corriendo en los árboles.

El bosque estaba vivo con insectos, grandes arañas y libélulas. Escarabajos moviéndose trabajosamente a lo largo de la tierra y sobre los árboles y hojas. Un mundo dentro de otro mundo, y todo él sorprendente, incluso familiar. Se oía el batir de alas cuando los pájaros nocturnos volaban de árbol en árbol y los búhos iban de caza. Un coro de ranas empezó a croar, gritando ruidosamente cuando los machos buscaron a las hembras. Llegó a ver una serpiente voladora, zigzagueando de una rama a la otra.

Sonriendo, Rachael continuó, sabiendo que estaba en el sendero correcto. Sabiendo que estaba finalmente en casa. A lo lejos, oyó el sonido de disparos, ahogados y tenues, atenuados por el ruido de la lluvia y lo distante que estaba ella del río. El sonido parecía intrusivo en su paraíso. Trayendo una extraña y siniestra advertencia con ello. Con cada paso su alegría disminuía y el miedo empezaba a crecer. Ya no estaba sola. Estaba siendo observada. Acechada. Cazada.

Rachael miró cuidadosamente a su alrededor, prestando particular atención a la red de ramas por encima de su cabeza, buscando sombras. Los leopardos eran raros, incluso allí en el bosque pluvial. Seguramente, uno no podía haberla encontrado y caminado suavemente en silencio tras ella. La idea era aterradora. Los leopardos eran cazadores mortales, rápidos y despiadados, capaces de derribar una enorme presa. La piel le picaba de la inquietud y puso más cuidado cuando se movió a lo largo del camino hacia cualquier lugar que el destino hubiese decretado para ella.