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– Pero ¿cuántos han muerto entre todos los tuyos?…

– Es peor que la muerte. Hasta hoy he contado cincuenta y ocho casos, veintiocho están ya muertos, veinticuatro han muerto de cáncer de tiroides, veintiuno con los testículos podridos y veinte de linfoma de Hodgkin. Me gustaría dejar de saber usar tan bien la memoria. ¿Cuántos muertos, pues? ¿Más en Nasiriya, o más en Bosnia y Kosovo?

Tommaso era amigo de Enzo, pero Maria solo hacía unos días que se había enterado de ello.

– Es extraño, me he dado cuenta de que sé poco de Enzo. No me dejaron nada porque no nos dieron tiempo para los recuerdos, no nos dieron tiempo de tener un pasado. Teníamos solo lo que nos ocurría, y nada más. Cuando me lo quitaron, es como si me lo hubieran quitado todo. Alguien tendría que haberme dicho que funcionaba así. Que yo no tenía todavía nada… pero me estaba preparando para tener. Y precisamente cuando lo estaba teniendo dejé de tenerlo.

A Maria le quedan paquetes de participaciones de boda, le quedan partes enteras de vida proyectadas e imaginadas y jamás convertidas en realidad.

– De todos los años que pasamos juntos me queda poco; sé que le gustaba el zumo de naranja por la mañana, que cuando iba a recoger las nectarinas a Villa Literno volvía a casa con el estómago revuelto porque se las comía a kilos. Sé que idolatraba a Pietro Aurino, el boxeador de Torre Annunziata, que cuando había un combate suyo hacía autoestop con los camioneros amigos de su padre para ir a verlo. Sé que le gustaba dormir conmigo, que quería irse del pueblo, pero que aquí podíamos comprar una casa y aquí teníamos a todo el mundo. Sé que le daba vergüenza darme besos delante de su familia. Sé que me gustaba cuando me regañaba por celos absurdos, porque si había demasiados chicos, que me miraban significaba que me había vestido con algo inadecuado. Sé, por las fotos que me había mandado desde Kabul, que le gustaban los mercados, que me decía que la gente del lugar parecía cualquier cosa menos agresiva, me escribía diciendo que le gustaría llevarme antes o después a Afganistán y que en Kabul nadie aguantaba ya más la guerra y todos querían estar tranquilos como él. Escribía diciendo que no esperaba encontrar un país tan hermoso que casi casi te venían ganas de irte a vivir allí y de maldecir a quien fuese que lo había dejado así. Sé que me hacía fotografías de las montañas. Me hablaba de que cuando ya no podía más de verdad siempre podía encontrar silencio donde quería; cosa que aquí en casa sabía que no podía hacer nunca. Pero todavía hay muchas cosas que no sé, muchas cosas que aún he de saber, que aún tengo que descubrir, comprender, aprender de él…

Que todavía no sabe. Como si Enzo siguiera y no hubiera acabado. Como si todavía hubiese tiempo. Maria está convencida de que continúa, de que todavía es posible hacer que Enzo siga siendo lo que ha sido.

– ¿Te acuerdas de Carmela? -me dice.

Y yo, por más que me esfuerzo, no logro recordar a ninguna muchacha con ese nombre. Pero luego me lo aclara. «Si el amor es lo contrario de la muerte»: lo cantaba Sergio Bruni en la canción Carmela, una de las más hermosas que se han escrito jamás. Unas palabras, las del viejo cantante de Villaricca, que han anulado centenares de versos de poetas laureados. Maria está convencida. Retenerlo, arrancárselo a la muerte. Lo puede hacer en la medida en que siga amándolo. Una Eurídice a la inversa, que solo si no aparta la mirada de Orfeo puede pensar en llevárselo fuera de los límites del Hades. Una Eurídice que no puede distraerse, que no quiere siquiera sea por un instante desviar su mirada de Orfeo.

Pronunciar la palabra amor resulta embarazoso. La lengua se detiene, como cansada de hacer un camino conocido, que se ha recorrido demasiadas veces y que ahora ya no quiere recorrerse de nuevo. Como un sonido demasiado conocido. Como las cantinelas que se pronuncian sin reparar en su significado. O como las plegarias que a menudo poseen un carácter sagrado que pierde todo contenido y se convierte en mero ritual.

Hay un momento, no obstante, en el que una palabra ensalivada por demasiadas bocas, manipulada y deformada por demasiadas manos incautas, se vuelve inmaculada. Y no se sabe bien por qué motivo, no se podría recorrer el camino a la inversa para hacerlo de nuevo. Sucede, y basta.

Al escuchar a Maria susurrar aquel verso me pareció como si finalmente lo hubiera entendido todo, como si ella me hubiera dado la más preciosa de las enseñanzas, que yo había ido a buscar lejos, en el fondo de barriles de palabras, en las metafísicas de los teoremas, y que en cambio tenía allí, simple y resuelta. Revolviendo como los prestidigitadores en la cesta de los pensamientos y los aforismos había buscado respuestas que no me satisfacían, que no me habían hecho entender nada. Y ahora, cada vez que me falta el conocimiento, cada vez que carezco de definición, cada vez que no percibo su sentido final, ahora sé muy bien cuál es la verdad del amor. La única que el pecho todavía escucha y entiende: lo contrario de la muerte.

El anillo

La primera vez que llevé a una muchacha del norte a mi pueblo sentía molestias en las manos. Fui a buscarla a la estación. Mientras esperaba, tenía como un hormigueo, uno de esos que según cuentan solo se calma con un bofetón. No paraba de rascarme las palmas, alternando una mano con la otra. Serían los nervios. A lo mejor solo era eso. Cuando bajó del tren, la monté en la vespa y procuré llevármela enseguida antes de que se diera cuenta de dónde había bajado. No creo que nunca me haya avergonzado del lugar donde crecí, pero a veces la adolescencia aspira a poder seleccionar hasta los lugares, y luego determinados espacios concretos de esos lugares, y en esos espacios concretos incluso los momentos que hay que saborear y aquellos otros que no hay que probar nunca. Habría querido llegar de inmediato a los sitios que yo consideraba dignos de ser vistos, admirados, vividos. El paseo marítimo, dando la espalda al cemento y mirando mar adentro, sin darse la vuelta. Las crías de búfala que nacen antes del verano, haciendo bramar a sus madres con un mugido que parece una maldición por el dolor. Y la cría que, cuando tiene la piel bañada de placenta, parece que lleve un manto sobre la carne, uno de esos que en los cuentos cubren a los magos y bajo los cuales te imaginas que desapareces en una noche sobrenatural. Todo lo que podía parecer hermoso eran rincones, momentos, cosas que solo podías captar si te concentrabas y lograbas ignorar todo lo demás. Yo aceleré en la vespa, como si pretendiera anular la visión de lo horrendo. Ella, algo azorada, no se agarró a mi cintura, pero trató de encontrar un asidero en el sillín, e incluso llegó a pasar sus dedos índice por las trabillas de mis tejanos. Era una muchachita del norte y no sabía que para mí -que por entonces no había pasado nunca de los límites de Cassino- aquel gesto valía más que el simple hecho de agarrarse. Entramos en el pueblo, y ella advirtió los ramilletes de flores repartidos por numerosos rincones. E incluso algunos candiles a la altura de los tobillos. Me habría gustado explicarle qué eran, pero no quería asustarla. Explicarle que señalaban los lugares en donde se habían cargado, despachado, liquidado a alguien, me parecía inconveniente. Dejé que creyera que también en mi tierra se corría demasiado. Que también aquí uno podía terminar pegándosela contra un árbol. De tanto en tanto asomaba una lápida en alguna parte. Ella venía de una ciudad de resistencia y antifascismo, y al verlas a lo lejos me preguntó: