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– Bueno -le digo por fin.

– Pero un minuto nomás. Mire que voy atrasado.

Así que cruzamos y entramos en el bar. De todas maneras, puedo concederle unos minutos, porque a pesar de haber entrevisto en él, con un estremecimiento, mi propia cara, no ser enteramente él al fin de cuentas no me compromete mucho, él, de quien ya sé que no obtendrá nada por el solo hecho de haber pensado en mí para procurárselo. Pero no logro imaginarme que es lo que quiere. Apenas entramos en el bar Alfonso gira a la derecha y se para junto a la mesa que da a la ventana. Una rubia fuma sonriente y pensativa, y por su expresión me doy cuenta que desde su silla ha estado observando, a través del vidrio, el desarrollo de nuestro encuentro en la vereda de enfrente.

– Tomatis. Vilma Lupo -dice Alfonso, exhibiendo adrede su satisfacción por haber suscitado este encuentro en la cumbre. Vilma Lupo ni siquiera me mira, pero su sonrisa se acentúa y su mirada se pierde en algún punto de la calle, en el aire por el que parpadea la luz lila del letrero luminoso, una mirada pensativa que se cuela por los ojos entrecerrados y a la que acompañan sacudimientos lentos y afirmativos de la cabeza destinados a expresar maravilla y admiración.

– La idea que Walter Bueno se forja de la novela y el camino elegido por toda novela lograda son divergentes -dice. Y, mirándome por fin a los ojos, repite, marcando un hiato entre cada sílaba, martillándola, como para que la frase penetre a fondo en mi inteligencia y se incruste en mi memoria, insistencia completamente innecesaria porque de todos modos soy yo quien la ha escrito. -La idea que Walter Bueno se forja de la novela y el camino elegido por toda novela lograda son divergentes.

Me inclino, rígido, y siempre de un modo paródico, ante el homenaje, no sin observar que, en razón de la atmósfera un tanto agitada que reina en la mesa, ya deben ir por el segundo o tercer aperitivo. Me he emborrachado bastante en mi vida como para ser capaz de reconocer en otros, a pesar de mi abstinencia que dura desde hace varios meses -condición necesaria, en su momento, para pasar del último escalón al penúltimo-, la excitación de las primeras copas del anochecer, las que sacan del titubeo ronroneante del día y depositan, con la ilusión de ser más reales, en la puerta de la noche. Vilma es la asesora cultural de Bizancio, dice Alfonso y me invita a sentarme, uniendo su mirada a la de Vilma Lupo, que sigue fija en mi persona, en una demostración sostenida de admiración y placer.

– Su homenaje es inmerecido -protestó.

– Aparte del brulote del cual usted ha sacado la frase, hace ocho años que no publico una sola línea.

– No hace falta publicar -dice Vilma.

– Yo nunca he publicado nada. Pero eso que usted llama brulote, es un verdadero manifiesto. Y, bajando la voz y asegurándose de que nadie la oye en las mesas cercanas, pregunta: -¿No tuvo problemas?

La pregunta, hecha con naturalidad y envuelta en una entonación mundana, es en sí un problema, en estos tiempos en que la palabra "problemas" supone las contrariedades más atroces -de alguien a quien, por ejemplo, en algún baldío, una mañana, encuentran castrado, con sus propios testículos en la boca, y el cuerpo agujereado de balas, mostrando signos evidentes de tormento, se dice con discreción sublime que tuvo problemas, pero a decir verdad la franqueza de Vilma Lupo es una demostración de confianza semejante a la de Alfonso, dando a entender que me acuerda el privilegio dudoso de considerarme sin indagación previa en su propio campo. Que me cuelguen si mi reconocimiento por esa confianza no es de lo más relativo, aunque a decir verdad la familiaridad de Vilma y Alfonso me preocupa más por ellos que por mí, a tal punto los dos parecen flotar en una nube de irrealidad agitada y permanente. Dan la impresión de ser no una pareja, sino un dispositivo, un complejo, una gestalt como se dice. Funcionan en dependencia recíproca como si constituyesen un sistema, y así como entre un planeta y su satélite la dependencia está hecha de distancia, de masa, de gravedad, en ellos se constituye a base de sobreentendidos, de disentimientos retóricos, de connivencias. Miradas, gestos y palabras individuales parecen por momentos provenir de un fondo común de memoria, apetitos y experiencia. Y eso que él le lleva por lo menos veinticinco años y ni siquiera se tutean. Entre ellos, la alusión parece ser el modo ordinario de intercambio verbal, alusión en algunos casos tan pueril y transparente que inspiran más ironía que impaciencia. El supuesto entusiasmo que les despierta mi persona se convierte, después de las declaraciones preliminares, en una indiferencia inhábil que dura bastante y que se traduce por un diálogo hecho de frases crípticas e incompletas, de expresiones rituales que únicamente ellos entienden, y de bromas internas de las que me excluyen sin ningún escrúpulo.

Cuando pienso que después de meses de ostracismo y de penuria mental emerjo de nuevo al mundo para caer en manos de estos dos personajes -de este dispositivo como decía- es natural que me pregunte si no era más conveniente no volver a salir ni nada sino más bien desaparecer por completo, "yo" o lo que quedaba de "yo". Que, vengo diciéndomelo desde hace varias semanas, me zambullí sin vacilar en la demencia autodestructiva tratando de escapar a la esquizofrenia general.

Pero algo anula mi fastidio ante Vilma y Alfonso: la gratitud por permitirme la impresión, que no he tenido desde hace años ante nadie, de ser más cuerdo que ellos. Cuando se emerge de lo oscuro, se tiende a tomar las especies fragilizadas bajo protección, y al universo entero en tutela. "Yo" que hace unos pocos meses nomás no me atrevía a salir de mi casa para ir a tomar un café al bar de la galería por miedo de que la construcción endeble del supuesto firmamento no se desplomara, y que tres o cuatro veces, después de haber atravesado con valentía el umbral y haber dado algunos pasos por la vereda, me volvía temblando de terror a mi cuarto de la terraza, diciéndome que nunca más podría volver a salir a la calle, me encuentro, en este anochecer de invierno, a cargo del universo y, no sin agradecimiento, de uno de sus fragmentos más expuestos que, desprendiéndose del todo ha venido, por decir así, rodando hasta mis pies: el dispositivo Vilma/Alfonso. Y todavía no sé si me agacharé o no para recogerlo.

– Vilma -dice Alfonso alzando la voz para que se oiga, pero sin mirarme- la distribuidora Bizancio le confía la delicada misión de integrar Tomatis a nuestro equipo.

– Una operación de comando -dice Vilma dirigiéndome, con los ojos

entrecerrados para que no se filtre en ellos el humo de su propio

cigarrillo, una mirada llena de intenciones. Pero no hay la menor voluptuosidad en esa mirada, sino una especie de humor indolente y un aire injustificado de complicidad, de inteligibilidad mutua, el aire de estar dando a entender todo el tiempo nosotros sabemos que usted sabe que nosotros sabemos que usted sabe que nosotros sabemos. El pelo rubio, liso y ceniciento, recogido en desorden en la cima de la cabeza, deja ver el cuello blanco y largo, y la carita fina, que destila cierta cursilería botticelliana, pierde un poco de frescura alrededor de los ojos, donde unas arruguitas traicionan la inminencia de la treintena. No puedo saber, puesto que está sentada, si es alta o baja, ni qué formas, angulosas o redondas, cubre la ropa cara y de lo más elegante, en tonos marrones, que viene no de Buenos Aires sino tal vez de Londres o de París, y basta echarle una mirada al tapado de piel abandonado sobre una silla para saber que es auténtico, aunque el forro descosido en la sisa muestre que no es del todo nuevo. A pesar de mi desconfianza, por no decir mi repugnancia instintiva hacia los que andan ostentado por la calle la ropa que se han comprado en Londres, en New York o en París, no logro abominar de Vilma Lupo, tal vez porque entre su ropa cara y su actitud hay un hiato, un desfasaje, incongruencia o anacronismo, que me induce a creer que, si pudiera examinarlos de cerca, descubriría manchas de vino o de café o agujeros de cigarrillos en el tapado de piel o en el pullóver de París, y, detrás de sus orejas blancas y delicadas que el pelo rubio recogido en la cima de la cabeza deja al descubierto, rastritos de tierra seca y lustrosa; y cuando miro las uñas de la mano que sostiene el cigarrillo cerca de la cara compruebo que si no muestran una medialuna negra es porque están recortadas y carcomidas obsesivamente a ras de las yemas. Tal vez no es en ese plano donde se manifiesta la incongruencia de Vilma y Alfonso; a pesar de su jovialidad programática, lo negro que bulle en ellos los diferencia a primera vista de la legión de reptiles que únicamente piensa en persistir indefinidamente en el estado más placentero posible, mónadas o amebas flotando en la armonía preestablecida de las esferas audiovisuales del mejor de los programas posibles, la migaja irrisoria que les ha dejado la banda tenebrosa que con manejos turbios, y con el fin de variar para ella sola el programa según la ley de su propio deseo, del que quiere satisfacer hasta los matices más sutiles les birló, con fines comerciales, el cálculo infinitesimal.

– Como programa de seducción -murmuro, sardónico-, me parece singular desde el principio: hace cinco minutos que me tienen aquí parado sin ofrecerme una silla.

Al oírme, Alfonso se agita y se acalora, agarra una silla de una mesa vecina y, levantándola sin ruido, la coloca detrás de mí, dándome un golpecito en el codo para indicarme que la operación ha terminado; pero sigo sin sentarme unos segundos todavía, observando a Vilma que, mientras Alfonso se fatiga a nuestro alrededor, no deja de exhibir una sonrisa distraída, concentrada en algún pensamiento o recuerdo que la induce a sacudir despacio la cabeza mientras enciende un cigarrillo, antes de que el que ha estado fumando, bastante largo todavía, deje de humear, olvidado en la muesca del cenicero. Esa concentración anticipa algo de lo que está por decirme, ignorada ahora por Alfonso, el cual, tratando de corregir su negligencia, mueve para todos lados la cabeza, buscando al mozo con ostentación, mientras dice sin mirarme:

– Pensábamos que no iba a quedarse. ¿Qué toma?

– Nada, gracias -dijo sin prestarle atención mientras me siento, esperando las palabras de Vilma Lupo que no se deciden a llegar hasta mí a través del humo de sus dos cigarrillos.

– ¿Cómo nada? -dice Alfonso, -¿No quiere un clarito o un San Martín seco? ¿Un americano?

– ¿Qué toman ustedes? -le digo.

– Un batido -dice Alfonso. -Cinzano con Pineral. ¿No quiere un jerecito? ¿Un whisky? ¿Por qué no toma una Hesperidina? Es buena la Hesperidina con soda. Abre el apetito. Si no el barman le hace unos cócteles de primera.

– No. Un vaso de agua -dijo, retomando mi expectativa al comprobar que la sonrisa de Vilma Lupo se acentúa y sus ojos se entrecierran más todavía y la cabeza, que ha estado haciendo movimientos negativos, cambia brusca de ritmo -un poco más rápido- optando por la afirmación.