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– Un vaso de agua para el señor -dice Alfonso, sin ocultar su decepción, al mozo que ha llegado hasta la mesa obedeciendo a sus señas insistentes. El mozo retira de la bandeja el vaso de agua que acompañaba un café, y lo deja sobre la mesa sin decir palabra. Como si hubiese estado esperando un momento de distracción general para hacerlo, Vilma empieza a hablar, pero aunque de un modo inequívoco soy yo el destinatario de sus palabras, es a Alfonso a quien las dirige.

– La operación comercial de Walter Bueno exigía una reparación -dice. -¡Lo del gato es genial! Yo también pienso que el gato es un animal cursi.

– El pobre gato no tiene nada que ver -trato de aclararle, sin resultado, porque ni sé si me escucha, ya que ha vuelto ligeramente el cuerpo hacia Alfonso, constituyendo de nuevo con él el dispositivo que me excluye. -Son los escritores que se hacen fotografiar con un gato los que me irritan.

– Cómo va a ponerle a una novela La brisa en el trigo si en el pueblo donde dice que pasa nunca hubo trigo. Una de dos, si en la novela hay trigo, no es ese pueblo. Y si el pueblo es ése, no debería haber trigo -dice Alfonso, rumiando en voz alta pensamientos que cree guardar en su fuero interno.

– Es cierto -dice Vilma, sin dejar de dirigirse a Alfonso.

– No tienen por qué desacreditar a los gatos obligándolos a inmortalizarse con ellos.

– Yo conozco bien el pueblo -sigue pensando Alfonso en voz alta.-

En esa zona se siembra maíz y girasol, no trigo. Mucho lino en otra época, pero trigo nunca. Cómo va a ponerle La brisa en el trigo.

Como si la evocación de Walter Bueno y su best-seller los hubiese excitado un poco, y como si los comentarios que acaban de hacer les hubiesen costado un esfuerzo desproporcionado, dejándolos exhaustos y sedientos, los dos recogen la copa con el batido y toman un trago, cuya absorción dura casi lo mismo para los dos, así que vuelven a dejar al mismo tiempo, sin de ningún modo habérselo propuesto, la copa sobre la servilletita de papel doblada cuidadosamente ante cada uno y un poco húmeda, que protege la mesa. Alfonso fija su mirada en la calle en la que parpadean los letreros luminosos, más allá de la ventana y pasándose la lengua por los labios y por el borde del bigote entrecano para lamer el último barniz de aperitivo:

– Cómo va a ponerle La brisa en el trigo -dice.

Resulta evidente que Walter Bueno, el cual, dicho sea de paso, está muerto y enterrado desde hace un año y medio -un camión de hacienda lo aplastó en su coche sport en la ruta a Mar del Plata- tiene el poder de irritar, incluso desde más allá de la muerte, a Vilma y Alfonso. Waltercito, que era de aquí de la ciudad empezó desde muy joven a alborotar los medios literarios locales con provocaciones vanguardistas, pero terminó en Buenos Aires animando un programa de televisión, hasta que publicó su famosa novela, La brisa en el trigo, una inepcia que, gracias a la propaganda televisiva, se transformó en el best-seller de la década -y gracias también, hay que aclararlo, al argumento de la novela, que cuenta las aventuras amorosas de un joven maestro de escuela, en un pueblo de la llanura, con una mujer casada. El libro es tan insignificante que no hubiese valido la pena ocuparse de él, si Waltercito no se hubiese convertido en el escritor oficial y, en su trabajo de periodista, en propagandista de la dictadura.

Así que una mañana en que me levanté de mal humor -ya había empezado a declinar en aquella época- me dije que una manera, por modesta que fuese, de diferenciarme de los reptiles, era escribir un brulote contra Walter Bueno. A mí no se hubiese atrevido a denunciarme; yo había conocido a su padre, Carlos Bueno, un pintor de brocha gorda, autor de cromos regionalistas y de esculturas de plaza que, refiriéndose a su hijo, sabía decir: Waltercito va a llegar lejos y yo espero no estar aquí para presenciarlo.

Iba a tener que tragárselo, a mi brulote, que después de todo para él podría no ser tan grave, ya que iba a aparecer en un diario de provincia, en tanto que La brisa en el trigo era un acontecimiento nacional e incluso internacional. Así que me senté a la máquina y desmenucé el producto hasta dejar dos o tres huesitos pelados.

Asumí un tono de urbanidad paternalista, como dirigiéndome a un interlocutor de una especie superior, inexistente desde luego, para que Waltercito se sintiese todo el tiempo un cero a la izquierda, un impostor inconfesable, tan aplastado por los que sabíamos en qué consiste en realidad una novela, que ni siquiera le quedase el recurso de protestar para no multiplicar el oprobio. Según mi artículo, en un campo quedaba la gente inteligente, culta y honrada, y en el otro Walter Bueno con sus militares sanguinarios, sus animadores de televisión, sus obispos, y sus lectores ignorantes y sin memoria, con alusiones veladas como para que unos pocos, únicamente, lo entendiéramos. De todos modos, el artículo no llegaría a manos de su clientela -esos burgueses y pequeños burgueses que se creen más cultos que sus sirvientas porque le ponen tres meses para leer, mientras se tuestan en el borde de una pileta de natación, las inepcias que ganaron el premio Pulitzer o el Goncourt o figuraron en las listas de best-sellers del New York Times, de Clarín o del Express- y a Waltercito, entre dos programas de televisión, o entre dos firmas de ejemplares en Harrod’s, le quedaba el recurso de simular no estar al tanto del artículo e incluso de ignorar la existencia misma del diario en el que, sin embargo, había publicado sus primeras imitaciones de García Lorca o de Ornar Khayam. El brulote era un mensaje velado que le mandábamos los que, por conocerlo bien, sabíamos al dedillo las traiciones que debió cometer, las antesalas que debió hacer y las cortinas de humo que debió largar para poder figurar, durante varios meses, a la cabeza de los libros más vendidos en las listas de los semanarios publicados por especuladores financieros y militares y en las revistas femeninas de gran tirada. Que di justo en el clavo lo prueba el hecho de que una tarde, en un programa para amas de casa al que había sido invitado junto con un jugador de golf y la autora de un libro de cocina, Walter no pudo dejar de hacer una referencia a los intelectualoides provincianos que, por impotencia y envidia, pretenden criticar las obras plebiscitadas por el gran público. Fue mi único momento de placer durante un día entero de somnolencia: oír a Walter Bueno exaltar al gran público por televisión, al hombre común contra los intelectualoides de provincia, sin sospechar ni un segundo que yo podía estar escuchándolo -la televisión es la sombra en la que se amparan los mediocres para proferir sus idioteces al abrigo de oídos inteligentes- y dándome cuenta de que con mi brulote de tres semanas antes en La Región había puesto el dedo en la llaga. No tengo, a decir verdad, nada contra el hombre común, salvo que si uno escarba un poco en él siempre acaba descubriendo el estercolero, un nono de lo más simpático que cruzamos de tanto en tanto en la feria y que nos cuenta su vida de ferroviario, un buen día resulta que le descubrimos un proceso por estupro; la vecina que nos saca de apuro cuando nos quedarnos sin ajo o sin harina a la hora de la cena, es tal vez la misma que nos insulta anónimamente por teléfono a la madrugada, y el comerciante que nos hace una rebaja especial porque nuestros hijos van a la misma escuela que los suyos, soplón de la policía. Es justamente lo que el hombre común tiene de común aquello de lo que hay que desconfiar. Walter Bueno pretendía escribir para el hombre común, pero sus lugares comunes se dirigían a lo más común que tiene el hombre común, en tanto que lo que él llamaba por televisión los intelectualoides de provincia -basta tener dos dedos de frente y un poco de cultura para ser llamado de ese modo por los tipos de la calaña de Walter Bueno- escriben justamente para lo que el hombre común tiene de secreto. Lo que el hombre común guarda del modo más oscuro y cuidadoso, al abrigo de toda indiscreción, alimentándolo con insistencia periódica y del modo más compulsivo, sin escrúpulo ni compasión, ni consigo mismo ni con el prójimo, hay que sacarlo a la luz del día y ponerlo sobre el tapete para que, de manejo sombrío se vuelva, bien a la vista, evidencia cegadora. Así que me di cuenta en seguida de que Waltercito había leído mi artículo; lo había leído y releído y lo que había sentido de sí mismo gracias a mi brulote no era nada que un hombre común pueda transmitir a otros hombres comunes durante un programa de televisión. Y un mes más tarde, el camión de hacienda le pasó por encima cuando iba a ciento sesenta en su coche sport por la ruta a Mar del Plata.

Más que seguro: la incapacidad para toda práctica artística pertinente era hereditaria en Walter. Una vez lo oí a Bueno padre quejarse a Washington: No hay nada que hacer. Trato de que me gusten y no me gustan. No es por mala voluntad, se lo aseguro. Pero no me gustan. Me gustaría que me gustaran, le doy mi palabra. Pero no hay forma. Picasso, Kandinsky, Klee, no me gustan. Y sacudía con dulzura la cabeza. Washington lo escuchaba con deferencia. No es obligatorio, le decía, por salir del paso. Sería insincero de mi parte decir que me producen algún efecto. Y mire que he tratado. Pero no hay nada que hacer, no me gustan, repetía Bueno padre, creyéndose en la obligación de disculparse. Y Washington, tratando de salir del paso de alguna manera: Sería inauténtico de su parte pretender lo contrarío. Bueno padre se explicaba: no quiero pecar de snob. Y, a decir verdad, no pecaba: le gustaban Murillo y la Victoria de Samotracia, el Pensador de Rodin y la escultura funeraria romana, pero, por encima de todo, los cromos históricos monumentales. Representar la realidad tal cual es resulta tan difícil, ¿qué necesidad hay de deformarla? Mire ese árbol, Washington, mire ese árbol. Washington, que estaba posando para un retrato -en el que salió, después de cuarenta y cinco sesiones de pose, hay que reconocerlo, bastante parecido- movía un poco rígido la cabeza hacia la ventana, para no modificar su posición, y miraba el jardín en medio del cual se levantaba el galpón donde Bueno padre había instalado su taller. Una forma compleja, efectivamente, concedía, moviendo apenas los labios para conservar la expresión que Bueno padre deseaba representar. Y después de esos sobresaltos teóricos, Bueno padre volvía a concentrarse en su trabajo. Pocas plazas en la ciudad prescindían de sus bronces; y en el cementerio municipal, sus mármoles abundaban -los monumentos funerarios de los mismos industriales, ganaderos y cirujanos del corazón que, veinte años antes, se habían hecho representar al óleo, en pleno florecimiento, por el mismo artista. De algo hay que vivir, se justificaba. Porque su verdadera inclinación, eran los paisajes y los personajes típicos de la región, los pobres -pescadores, peones, sirvientas, mestizos, criaturas rotosas y desdentadas- influido a distancia por su maestro Murillo. Los pintores de la ciudad contaban de él que una vez pintó su propio jardín, en el que había canteros, bancos y un sauce y que después de haber estudiado el cuadro durante algunas semanas, porque había algo que no terminaba de convencerlo, decidió cambiar el color de uno de los bancos -de verde, como estaba pintado en el jardín y como él lo había reproducido en el cuadro, lo transformó en ocre, pero como había algo que no lo convencía del todo todavía cuando comparaba el cuadro con el jardín, un domingo a la mañana salió con un tarro de pintura al jardín y pintó el banco de ocre. Según los pintores -fuente, a decir verdad, de lo más sospechosa- si los bancos pintados de ocre no le disgustaban, el cuadro no le parecía terminado todavía, y después de estudiarlo con minucia, de sopesar día y noche cada uno de sus detalles, llegó a la conclusión de que el sauce, que aparecía en el centro del cuadro, ocupaba demasiado lugar, aplastando el resto y creando una simetría artificial entre las dos mitades de la tela; de modo que después de muchas cavilaciones decidió que había que borrar el árbol y dejar en su lugar cielo abierto y un horizonte de vegetación en el fondo; se puso manos a la obra y por fin, según los pintores, se sintió realmente satisfecho, así que al día siguiente se despertó con la convicción íntima de que el cuadro estaba terminado, y sin la menor vacilación salió al jardín y arrancó el árbol.