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Un rumor creciente me saca de mi ensimismamiento, y aunque ha estado repiqueteando en mi cabeza, en mi cara, en mis hombros desde hace varios segundos, tardo en darme cuenta de que es la lluvia la que lo produce. A cincuenta metros de distancia, Vilma alza los brazos, sacudiéndolos con energía y jovialidad, y se queda inmóvil otra vez, mirando la superficie del río que, de lisa y luminosa que estaba hasta hace unos momentos, se vuelve rugosa y turbia a causa de las gotas que se estrellan contra ella. Ahora la lluvia es tan densa, que Vilma se echa a correr, no en mi dirección, sino directamente hacia el auto, y cuando nos reunimos junto a él, puedo oír resonar el agua gruesa contra la chapa color cereza de la carrocería.

Antes de poner en marcha el motor, Vilma saca un pañuelo y se seca la cara, las manos, los cabellos rubios que, colgando contra las sienes, están ahora más oscuros y retorcidos. Yo me paso la manga del impermeable por la cara.

Reculando con lentitud hasta que encuentra un espacio lo bastante amplio y firme que le permita dar la vuelta, Vilma jadea un poco a causa de la carrera, pero enciende un cigarrillo, le da dos o tres chupadas, y lo deposita en el cenicero abierto. Cuando estamos cruzando el puente sobre la laguna el cielo y el aire, transformados en una única penumbra líquida, borronean la ciudad extendida al pie del agua, y como las luces del alumbrado público no se han encendido todavía, tenemos la impresión de estar atravesándola en plena noche, con la luz de los faros que van creando, al desplazarse, brillos y sombras fugaces y espectrales, no únicamente en las fachadas y en la fronda de los árboles, sino también en las masas oblicuas de lluvia que chocan y rebotan contra el asfalto. Vilma deja el coche en el estacionamiento del hotel y atravesamos corriendo la entrada embanderada, mientras el "portero negro" mantiene, con deferencia convencional, abierta la puerta de vidrio que da al hall iluminado. Cuando le extiende a Vilma la llave, el conserje me lanza una mirada fugaz, en la que chispean astillas de complicidad, pero que rebota contra mis ojos impasibles y serios: porque un ganapán almidonado, que echaría a golpes más que seguro a un pobre tipo nada más que porque su ropa está por debajo de lo que las normas de la gerencia han decretado como admisible, no voy a darle la ilusión de que formamos parte de la misma conspiración sólo porque tengo un impermeable nuevo y me he bañado y afeitado esta mañana. En el ascensor, Vilma me pasa el dorso de las manos por las mejillas y me dice otra vez Mire que frías, con la misma jovialidad neutra con que podría mostrarme un paisaje a través de la ventanilla de un tren.

Vilma me invita a sentarme en un sillón, y a esperarla un ratomientras se toma un baño caliente. Yo obedezco, pero apenas se encierra en el cuarto de baño, me levanto y empiezo a pasearme por la pieza iluminada, amplia y bastante lujosa, en la que sus pertenencias, dispersas con cierto desorden, revelan sus entradas y salidas rápidas, entre dos conferencias del seminario o entre dos aperitivos. Una botella de gin, llena hasta mitad y dos vasos limpios reposan en una bandeja sobre el escritorio de patas torneadas adosado a la pared bajo la ventana, oculta detrás de una cortina crema, un poco más oscura que el tono marfilino de las paredes. Como la cama de matrimonio no está deshecha y los ceniceros de vidrio brillan limpios en los lugares convencionales que suelen ocupar en las habitaciones de hotel, deduzco que la mucama ha debido pasar mientras nosotros paseábamos en auto. En una de las mesas de luz hay una carpeta amarilla de Bizancio Libros y, del mismo lado, sobre la alfombra, un montoncito idéntico cerca de la cama, y en la otra mesa de luz, al lado del teléfono, un prospecto ilustrado del hotel que, sin saber al principio por qué, despierta mi interés, incitándome a agarrarlo y a sentarme otra vez en el sillón, estudiándolo.

La ilustración del prospecto es una fotografía standard de una pieza de hotel, idéntica a ésta en la que estoy en este momento, tomada desde una perspectiva muy semejante a la mía, de modo que reproduce, sin los objetos aleatorios de Vilma, lo que estoy viendo ahora, sentado en el sillón: la cama en primer plano, la mesa de luz con su velador, la puerta del baño, la pared con una ampliación fotográfica en colores que representa las cataratas del Iguazú, y una porción de la pared de enfrente, con la mesa de patas torneadas, la silla, y la cortina crema que oculta la ventana. Por hallarse más cerca del objetivo, la cama matrimonial es lo primero que llama la atención, y me entretengo unos segundos comparándola con la que aparece en la fotografía: es idéntica a ella, pero resulta difícil saber si es la misma o alguna de las camas innumerables, seguramente iguales a la que estoy viendo, instaladas en las otras habitaciones del hotel. Ahora comprendo que lo que ha despertado mi interés es la yuxtaposición del modelo y de su imagen, uno al lado de la otra, la cama inerte y maciza y su reproducción reducida en la fotografía en color, sin poder decidir cuál de las dos contiene a la otra, a menos que, separadas y de orden diferente para los sentidos, no se engloben mutuamente para el pensamiento en un reflejo sin fin como dos espejos contrapuestos. Paso las yemas de los dedos por la superficie lisa de la imagen impresa en el papel satinado del prospecto, y después, con el sentimiento de estar realizando un acto vagamente clandestino, me inclino un poco hacia adelante y, estirando el brazo, hago deslizar las yemas por la madera barnizada de la cama, y aunque la sensación difiere de la que me ha dejado la fotografía no es, a pesar de su evidente rugosidad, más convincente que la primera, en lo relativo a un supuesto aumento de realidad que debiera darse por probado. Una tercera cama, modelo inquebrantable de las dos e inaccesible a los sentidos, me viene a la memoria, pero la variedad sin medida de sus múltiples copias, con su procesión efímera de madera, hierro, telas, piedra, plumas, lana, tierra fría, apareciendo en mi mente con simultaneidad vertiginosa, barre en un instante la superstición del modelo único y la arrumba en el desván de lo irrazonable.

Vilma emerge envuelta en una salida de baño blanca y se para en medio de la pieza, mirándome.

– La naturaleza imita al arte -le digo.

Estoy por pensar que ha tomado mi cita por una galantería, pero su sonrisa, que ha comenzado de un modo convencional, cristaliza en una expresión enigmática, de la que no alcanzo a darme cuenta si es sonrisa, reminiscencia, reflexión o plan, o titilación interna sin mediación voluntaria y quizás sin imágenes, somnolencia sombría semejante a la de una casa vacía plantada en lo exterior con las ventanas cerradas.

A causa del cuello largo y blanco, y de los cabellos rubios retorcidos en hebras gruesas, me hace pensar más que nunca en las bellezas de Botticelli, un poco cursis a causa de su irrealidad justamente, bellezas genéricas como la gracia Voluptas o la Flora de la primavera, o Venus saliendo del mar como ella misma de su bañadera, demasiado consciente de los efectos destinados a procurar la impresión de lo bello, que tal vez corresponden a sus cánones ideales pero no necesariamente a los del observador, en quien la compulsión turbia de su propio deseo lo induce a buscar un objeto menos consciente de sí mismo y más aleatorio. Pero cuando deja caer, despacio, la salida de baño a sus pies y, con una sonrisa un poco más amplia y más enigmática que me llena de perplejidad, la pisotea un poco, con el pretexto quizás de secarse las plantas y los dedos, viendo enteramente el cuerpo blanco y el triángulo rubio del pubis, me viene a la memoria la ninfa Calatea cuyo nombre significa, literalmente, la muy blanca, y todas esas asociaciones mitológicas me sirven para traducir la impresión que me causa la desnudez de Vilma Lupo: algo al mismo tiempo pasado de moda e inmemorial, descalificándose un poco por haberse ofrecido a mí justamente y al mismo tiempo inaccesible a causa de su misterio y de su autonomía, despertando mi reticencia por el simple hecho de no ser mi propio cuerpo, y atrayéndome con la inexorabilidad de un polo magnético.

Desnudos, nos desplazamos con las rodillas en la cama buscando una

posición adecuada. Espere, no, así, murmura de tanto en tanto Vilma, mientras tratamos de acomodamos, rozándonos, frotándonos, juntándonos y volviéndonos a separar, hasta que, Vilma en cuatro patas, yo de rodillas detrás de ella, encontramos por fin el lugar óptimo, y me dispongo a pegarme a ella. El deseo, abolido en apariencia desde hace meses, ha vuelto a manifestarse con su obstinación habitual, ingobernable y sin finalidad precisa, convirtiéndome en el instrumento pasivo de la manía repetitiva del todo, mandándome a explorar, con la punta escarlata, caliente y ciega, que vibra impaciente y me arrastra con la fuerza de mil caballos, la noche orgánica que, con la misma independencia respecto a la voluntad de su portadora, late, se humedece y se abre para recibirme. Por juntarse, los dos fragmentos separados del rompecabezas, desplazándose uno hacia el otro más rápido que dos meteoros en la noche sideral, van dejando una estela de pena, de violencia, de traiciones, sin lograr a pesar de todo que, cuando enganchan, cuando los dos fragmentos se encastran por fin uno en el otro, el diseño sea más claro y la razón de ser de ese viaje vertiginoso adquiera algún sentido. Que me cuelguen si por el contrario ahora que estoy adentro, oyendo vagamente los gemidos de Vilma que me llegan remotos, por entre mis propios bramidos, como si vinieran de una estrella muerta, no percibo que, en lugar de alcanzar una supuesta unidad, las dos partes que se frotan no constituyen, a causa de la privacidad absoluta de sus sensaciones, dos universos diferentes, irreducibles uno al otro y mutuamente incomprensibles, englobando cada uno por su lado la totalidad de lo que existe, y que apenas si se tocan por ese punto de carne húmeda y tibia, como por el punto que tienen de común dos circunferencias tangentes. Como a medida que la grupa de Vilma se yergue su cabeza se hunde contra la sobrecama, de modo que su espalda forma un declive pronunciado hacia la nuca en la que se sacuden las hebras gruesas y retorcidas de sus cabellos mojados puedo ver, sobre la mesa de luz, antes de entrecerrar los ojos a causa de la presión creciente del orgasmo, la carpeta amarilla de Bizancio, yaciendo en un mundo arcaico y olvidado, y la última gota no ha terminado de brotar que, igual que si hubiese sido programado en función de ella, suena, inesperado, el teléfono. Vilma lo deja sonar tres o cuatro veces antes de atender.