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De tanto en tanto, se oye un golpe que es, me doy cuenta sin verlo, el hacha del verdugo, y un ruido múltiple de pasos que son los de una muchedumbre. La luz es un instrumento de tortura, y los golpes del hacha suenan cada vez más fuerte, como si el verdugo estuviera aproximándose, y, a cada golpe, el rumor de pasos se acrecienta también, como si, al oír los golpes del hacha, la muchedumbre tratara, sin conseguirlo, de dispersarse. Adivinando que el verdugo se aproxima, y que debe haber muchas otras camillas como la mía, en las que el verdugo, al pasar, va ejecutando a los prisioneros extendidos, empiezo a forcejear tratando de liberarme, y como no lo consigo, me pongo a gritar, hasta que abro por fin los ojos: la luz que me tortura, intermitente, es la de la mañana, que penetra por la puerta entreabierta; los golpes del verdugo, los de la puerta que choca, movida por el viento, contra el marco, y los pasos de la muchedumbre espantada, la lluvia que golpea contra los vidrios de la ventana.

Por extraño que parezca después de un sueño semejante, me siento más bien eufórico, liviano, cuando salgo de la cama, por primera vez después de meses y meses, y bajo casi corriendo las escaleras a través de la lluvia, en dirección al cuarto de baño. Mi hermana, en cambio, se pasea silenciosa, un poco desorientada al parecer, por la casa en penumbras, en la que no brilla más que el fluorescente de la cocina: algún sueño tal vez que ha tenido anoche, olvidado al despertar sin duda porque de otro modo ya hubiese estado contándomelo y que, reactivando asociaciones que ella misma ignora, reminiscencias confusas de una región adversa y crepuscular, tiñendo sus emociones y arañando sus terminaciones nerviosas, la tironean esta mañana de un modo casi imperceptible hacia lo oscuro. Pero cuando vengo a tomar con ella unos mates en la cocina parece estar un poco mejor, y únicamente se ensombrece un poco cuando le digo que no volveré para el almuerzo. Sabiendo que no va a aceptar, le propongo acompañarme al hotel Iguazú. Hace por lo menos treinta años que no vamos juntos a ningún lado.

– Otro día -me dice. Hoy no puedo.

No hay ninguna reprobación en su negativa, y su convicción íntima de que mi vida entera ha sido un error ya irrecuperable, es más para ella un motivo de preocupación que de resentimiento. De modo que ahora que estoy poniéndome el impermeable y recogiendo el paraguas, preparándome para salir, es pensando más que seguro en mi propio bien que, con el tono que hubiese podido emplear nuestra madre muchos años atrás, me dice:

– No te olvides de ir a buscar a Alicia esta noche. Sacudo riéndome la cabeza mientras bajo las escaleras.

– No me olvido -le digo.

Ya no llueve, pero la oscuridad reconcentrada del cielo, gris verdosa, en el mediodía de invierno, anuncia agua para dentro de poco.

Como acaban de cerrar los negocios, hay bastante gente en la calle, y como es evidente que esa gente está volviendo a su casa para almorzar y descansar un rato mirando las informaciones de la una en la televisión, tengo la impresión, durante algunos segundos, de estar haciendo exactamente lo contrario de lo que hacen mis contemporáneos, lo que me produce una euforia sarcástica, pero un par de cuadras más adelante algo vacila en mi interior, como si la unidad recobrada comenzara otra vez a resquebrajarse y, sin siquiera proponérmelo, empiezo a caminar cada vez más despacio, hasta que me quedo parado, inmóvil, en medio de la vereda: qué hacer ahora, dónde ir, qué es todo esto que me rodea, y las preguntas, que se formulan solas, no surgen de ningún vértigo ni están acompañadas por ningún estremecimiento, pero tampoco podría hablar de calma; es una simple adecuación a la extrañeza neutra del mundo que, en este instante y en ningún otro, acaba de depositar ante mí, por puro azar, la evidencia. En el cuadrilátero líquido que se ha formado en la vereda, donde faltan cuatro baldosas, el cielo gris, el aire gris a mi alrededor, adensándose, se reflejan, a mis pies, de modo que inclinándome ligeramente hacia adelante, puedo contemplar, al mismo tiempo familiar y remota como todo lo existente, mi propia imagen.

El "portero negro" me abre la puerta vidriera, bajo la entrada embanderada del hotel, y cuando doy los primeros pasos por el hall, compruebo que la proliferación de carpetas amarillas ha ganado la mesita baja de vidrio colocada frente a unos sillones de cuero, y hasta el mostrador del conserje – no es el mismo de anoche- que me indica el salón Capri cuando le pregunto por el cóctel de Bizancio. La ocupación, en el sentido casi militar del término, del hotel por la distribuidora parece completa, porque cuando empiezo a recorrer los pasillos que llevan al salón Capri, cruzo un par de aspirantes a vendedores, cada uno con su respectiva carpeta amarilla bajo el brazo. El pasillo final, que es un poco más ancho que los anteriores, en el entrepiso, es en realidad una especie de antesala del salón, con su doble puerta tapizada de cuero claro, té con leche quizás, del mismo color que la alfombra, y la mesita de patas torneadas sobre la que pululan las carpetas amarillas. Un hombre y una mujer, cada uno con una copa en la mano, conversan contemplándose al mismo tiempo en el espejo colgado encima de la mesita. Ni siquiera me miran cuando paso junto a ellos -tal vez me han observado con disimulo a través del espejo- y, empujando una de las hojas de la puerta, entro en el salón.

Que me cuelguen si hubiese podido imaginar la capacidad organizativa de Vilma y de Alfonso. Hay por lo menos ochenta personas en el salón Capri, y todo el mundo parece a sus anchas, conversando en pequeños grupos alrededor de las mesas servidas, mientras los sacos blancos de los mozos se deslizan, ceremoniosos y ágiles, entre ellos. Las mesas están cubiertas de sandwiches de miga, de canapés multicolores, y de masas diminutas dispuestas artísticamente sobre las bandejas. En los extremos hay grandes ramos de flores. El rumor de las voces llena todo el salón, amplificándose al chocar contra el cielorraso y regresar a los oídos de los que las profieren. Sobre las sillas, en las esquinas de las mesas, bajo los brazos, sobresaliendo de los bolsillos enrolladas en cilindro, las carpetas amarillas, manchas vivas y geométricas que resaltan contra las vestimentas oscuras, parecen ser el denominador común o el único sentido legible del desorden indolente que reina en el salón. De tanto en tanto, los flashes de algunos fotógrafos relampaguean, y un cameraman, asistido por un ayudante que lo sostiene por la cintura, se pasea entre los asistentes con una cámara apoyada en el hombro, el ojo puesto en el visor. Es un equipo móvil de la televisión local. Avanzando unos pasos, empiezo a distinguir muchas caras conocidas entre los asistentes: dos o tres colegas del diario, tres o cuatro representantes de la Sociedad de Escritores, mi amigo Héctor, pintor suprematista que conversa con el gerente del Banco Provincial, y que es el primero que me reconoce ya que, sin dejar de hablar, me saluda alzando la copa que tiene en la mano. Reconozco a un corredor de autos y a la animadora de un programa infantil en la televisión, tres o cuatro profesores universitarios y algunos miembros del coro de la provincia, incluido el director. Una pareja de psicoanalistas, marido y mujer, amigos de Haydée, comen sanwiches de miga junto a una de las mesas y conversan con expresión seria, ignorando a los demás. Deduzco que entre los muchos desconocidos debe haber cardiólogos, ejecutivos, comentaristas deportivos, soplones del ejército. Estoy por internarme entre los asistentes, cuando una hilera de sillas arrimada a la pared atrae mi atención, de modo que giro hacia la izquierda y me acerco a contemplarlas. Como la gerencia del hotel no debe haberles permitido colgarlos para que no se hagan agujeros en la pared -únicamente la inevitable ampliación en color de las cataratas merece ese privilegio- una serie de retratos fotográficos de gran tamaño, en blanco y negro, está expuesta para decorar la recepción, la base del marco apoyada en el asiento de la silla y la parte superior contra el respaldo: son las fotografías de los autores faro de Bizancio Libros: Agatha Christie, André Maurois, Manuel Calvez, Morris West, Pearl S. Buck, Vicky Baum, pero sobre todo, en el medio, sobresaliendo gracias a una ampliación un tercio más grande que las demás, Somerset Maugham, la estrella indiscutible de la recepción, ostentando la altanería amarga propia del genio de cuarto orden que se adjudica, con modestia calculada, el segundo, sin abstenerse de cosechar los beneficios que solo deberían corresponder, en un mundo un poco más sensato, únicamente al primero.

Un golpecito en el hombro me sobresalta y, cuando me doy vuelta me topo, a quince centímetros de mi cara, con la calva reluciente, el bigote movedizo y entrecano, los ojitos afligidos de Alfonso que me auscultan, ansiosos y húmedos, a pesar del tono jovial con que inicia la conversación.

– ¿Vio el éxito? -dice.

– Parece un casamiento -le digo.

– Algo de eso hay -dice Alfonso. -Y según usted, ¿quién sería el novio?

– Todavía no estoy seguro -le digo. -Pero allá está la novia.

Vilma Lupo conversa con un hombre joven, bien vestido, o mejor dicho lo escucha hablar con satisfacción evidente, con su eterna semisonrisa, los cabellos rubios recogidos en una cola de caballo y tan absorta y encantada por lo que está oyendo que, sin darse cuenta, y con un placer un poco nervioso, se da a sí misma besitos en el dorso de la mano.

– Qué perspicacia -dice Alfonso. Justamente, tengo algunos proyectos en ese sentido.

– No me cabía la menor duda -le digo.

Me escruta. En sus ojitos que destilan aflicción, y que dejan entrever más que otros, a pesar de su luminosidad superficial, la negrura sin fondo de la que proviene toda mirada, hay algo contradictorio en relación con lo que nos rodea, el gran ruido exterior que, incesante, o continuamente renovado más bien, resuena sin necesidad aparente, se adelgaza y por fin se esfuma. Girando un poco la cabeza Vilma nos descubre, ensancha de un modo exagerado su sonrisa, mostrando agrado y sorpresa al mismo tiempo y, diciéndole algo a su interlocutor, se acerca rápido hacia nosotros.

– Ahora la fiesta está completa -dice al llegar.

– Acaba de empezar con su llegada -me dice Alfonso.

Se ríen. Les basta una fracción de segundo, un cruce rapidísimo de miradas, para instalar el dispositivo, ese sistema que sobrepasa la suma de los dos, y que me excluye, arrumbándome en una especie de inexistencia fugaz, remota, mineral, semejante a la de una piedra enterrada desde el comienzo del tiempo, pero inmediatamente después, apenas el pacto ha sido sellado, me encaran de nuevo, con la misma sonrisa jovial, se cuelgan de mí, cada uno de un brazo, y me arrastran hacia los invitados que conversan, reales únicamente para sí mismos y fantasmas para los otros, se ríen, comen y toman, hasta que me depositan, soltándome, junto a una de las mesas.

– ¿Qué le pido? -dice Alfonso. -¿Un agua mineral?

– No -le digo con lentitud, habiendo pensado bien mi decisión. Algo un poco más fuerte.