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«No es la bienvenida a casa que me había imaginado», pensó luego, tendida en la habitación a oscuras, dejando que la autocompasión, aquella vieja amiga, fuese a visitarla y la abrazara.

Porque, en efecto, había imaginado el regreso, ahora lo comprendió, aunque no estuviera previsto que tuviera que ocurrir precisamente ese día. Algún día, sí, con el tiempo, pero a su manera y no porque lo decidiese otro. Hacía tres días que su vida tan ordenada, no sin mucho esfuerzo, había saltado de un sentido al contrario de la carretera, tan descontrolada como el Valiant de color verde guisante. Ese coche… era como si aquella máquina ocultase un fantasma en su interior desde el primer día, algo que la impulsó a ir hacia el norte, hasta los viejos puntos de referencia, hacia un momento que ella no había elegido. En la salida de la 1-70, cuando lo más sencillo era dirigirse hacia el oeste, hacia el destino original de su viaje, con lo que casi con toda seguridad no habría sido detectada, el coche había girado hacia la derecha y se había detenido por su propia voluntad. El Príncipe Valiente la había llevado de vuelta a casa, había tratado de engañarla y forzarla a hacer lo que había que hacer. Por eso había salido el apellido. O era por el coche, o por culpa de la herida en la cabeza, o por los acontecimientos de los tres últimos días, o por la ansiedad que sentía pensando en la niña que iba en el todoterreno.

Flotando en analgésicos, fantaseó acerca de lo que ocurriría a la mañana siguiente, qué pasaría al pronunciar su verdadero apellido, por vez primera en diez años. Cuando contestara una pregunta a la que la gente respondía sin pensárselo dos veces: «¿Quién es usted?»

Y luego comprendió cuál sería la siguiente pregunta.

PRIMERA PARTE

Miércoles

Capítulo 2

– ¿Es tuyo ese teléfono?

La mujer arrugada de sueño que miraba a Kevin Infante estaba furiosa por algo, cosa que a él no le pillaba de nuevas. Kevin no estaba seguro de cómo se llamaba ella, aunque estaba convencido de que lo recordaría en un instante. Tampoco eso le pillaba de nuevas.

No, era la suma de ambas cosas -la mujer desconocida unida a la mirada de odio- lo que convertía esa mañana en un momento único de lo que el sargento llamaba «los anales de Infante», un nombre extranjero que su jefe pronunciaba tan mal como podía. Si Infante no conocía a esa mujer lo bastante bien como para recordar su nombre, ¿qué diablos podía haberle hecho para merecer que le mirase con esos ojos de mártir que le odiaba? Normalmente Infante necesitaba tratar a una mujer tres o cuatro meses para fomentar en ella esa clase de furia.

– ¿Es tuyo ese teléfono? -repitió la mujer, con una voz tan tensa y peligrosa como la expresión de su rostro.

– Sí -dijo él. Era un alivio que la pregunta con la que estaba comenzando todo fuese tan sencilla-. Seguro.

Se le ocurrió que tal vez no sería mala idea tratar de localizar el teléfono, incluso contestar la llamada, pero el timbre había dejado de sonar. Esperó que la línea fija tomara el relevo del móvil, pero enseguida recordó que la habitación donde se encontraba no estaba en su casa. Rebuscó por el suelo con la mano izquierda, pues la derecha estaba situada todavía bajo el cuello de la mujer, y encontró los pantalones tirados, con el móvil en su funda sujeta al cinturón. Cuando lo cogió, el teléfono vibró en su palma y emitió un ruido estridente, riñéndole también.

– Ah, es la oficina -dijo, mirando el número.

– ¿Una urgencia? -preguntó la mujer, y si Infante hubiese estado algo más alerta habría mentido, habría dicho que sí, claro, era una urgencia, y se hubiera vestido y largado de allí a toda prisa.

Medio confundido aún por el sueño, contestó sin embargo:

– En mi departamento no hay urgencias.

– ¿No dijiste que eras un poli? -A la mujer se le notaba cómo iba acumulándose el cabreo, el enfado, en el filo de sus palabras.

– Inspector.

– ¿No es lo mismo?

– Más o menos.

– ¿Y los polis no tienen nunca asuntos urgentes?

– Sin parar. -Y esta vez era uno de esos asuntos-. Pero mi especialidad dentro de la policía… -Se interrumpió antes de identificarse como un inspector de la sección de Homicidios, por temor a que ella lo encontrase súper interesante y quisiera volver a verle, iniciar una relación en serio. Rondaban por ahí muchas fans de los polis, cosa de la que él solía sacar partido-. Yo trabajo con un tipo de personas… suelen ser muy pacientes.

– Vamos, que trabajas en el despacho…

– Podría decirse así. -Tenía, en efecto, una mesa de despacho. Un trabajo. A veces hacía su trabajo en el despacho-. Debbie. -Intentó no dar la sensación de que se sentía extraordinariamente orgulloso por haber sido capaz de acordarse del nombre de ella-. Sí, Debbie, podríamos decir que trabajo en el despacho.

Infante recorrió la habitación con la mirada en busca de un reloj, tratando también de ver dónde estaba. Era un dormitorio, claro, y la verdad es que no estaba nada mal, con unos pósters de flores la mar de artísticos, y decorado, por decirlo con la expresión de su ex esposa, la más reciente, con los colores organizados de acuerdo con un plan, que según ella era algo bueno, pero que a Infante le sonaba siempre mal. Un plan era un complot, un intento de salir sin ser pillado tras cometer alguna fechoría. Pensándolo bien, esa planificación de los colores era parte de la trampa, la que luego te conducía a comprar un anillo excesivamente caro, a pagarlo con tarjeta de crédito y a pedir una hipoteca, y que terminaba -y en su experiencia personal había ocurrido ya dos veces- en una de las salas de los juzgados del condado de Baltimore, donde la mujer se lo llevaba todo y él se quedaba con las deudas. El plan de colores estaba formado, en este caso, por verde y amarillo pálidos, y él no tenía en absoluto nada en contra de esa combinación, pero le producía ciertas náuseas. Mientras iba cogiendo su ropa y separándola de la de ella, comenzó a notar algunos detalles extraños de la habitación, cosas que no acababan de encajar. La mesa empotrada al pie del ventanal, la mini nevera con una funda de ropa encima, el pequeño microondas situado justo encima de esa neverita, la pancarta de tela que adornaba una pared, y que brindaba por los Towson Wildcats… «No te jode -pensó-. No te jode.»

– Y tú, ¿a qué te dedicas? -dijo él.

La chica, una chica de verdad, una chica sin más, que probablemente aún no había cumplido los veintiún años (por encima de los dieciséis ya estabas dentro del marco de lo legal, pero a Infante le gustaba cumplir ciertas reglas personales), le dirigió una mirada helada, y reptó por encima de él envolviéndose en la sábana amarilla y verde. Con mucho aparato, agarró de un gancho de la pared una bata de fibras esponjosas y se la puso encima, sin soltar la sábana hasta haberse anudado el cinturón de la bata. Pero él tuvo tiempo de echar una ojeada y recordar qué era lo que le había llevado hasta ese lugar. Bien sabía Dios que no era por las facciones, aunque seguramente le habían parecido más atractivas cuando no estaban tan hinchadas de sueño como ahora. A la luz de la mañana la tal Debbie tenía la piel demasiado pálida, era una de esas rubias con cara de huevo cuyos ojos, sin maquillaje, desaparecían. Se agachó para coger un cubo al pie de la alacena, lo cual provocó en él una fracción de segundo de pánico. ¿Iba a golpearle con el cubo? ¿Vaciárselo en la cabeza? Pero Debbie se limitó a escabullirse, camino de la ducha. Para, probablemente, lavar hasta la última huella de la noche que había pasado con Kevin Infante. ¿Tan mal había ido? Decidió no esperar. Largarse sin averiguarlo.

Era todavía temprano para lo que suelen ser los horarios universitarios, y apenas salía de la habitación cuando se cruzó en el camino de otra alumna, una chica rolliza y de ojos grandes a la que la presencia de aquel extraño pareció acobardar. No sólo era un varón, sino que vestía un traje, y era mayor, así que sin duda no era ni otro alumno ni un profesor.