La gente solía meter el dedo en el dolor de Miriam de esa misma manera, lo imitaban, casi como si todo el mundo esperase que ella se sintiera adulada por tanto interés ajeno. Pero llegado el momento, lo dejaban correr y se iban a su casa tan contentos. Se quitaban la máscara de dolor prestado, se la devolvían a Miriam, y seguían viviendo felices sus vidas desprovistas de acontecimientos notables.
Capítulo 18
Tuvo que rogar y prometer y negociar interminablemente, pero al final le dieron permiso para ir a la fiesta. Había discutido, bueno en realidad no se trataba de discutir porque hablar a gritos se consideraba como algo completamente inaceptable, pero sí dijo que iba a parecer muy raro que siempre rechazara las invitaciones a las fiestas de sus compañeros del colegio. ¿Acaso no era una niña como todas las demás? Y las niñas iban a las fiestas. El tío y la tía, que es como debía llamarles en público según las instrucciones recibidas de ellos, se empeñaban en no parecer raros ante los demás. Lo cual tenía para ella todo el sentido del mundo, dada la cantidad de secretos que guardaban y de mentiras que contaban, pero lo que no entendía era que pudieran ocultar su rareza ante sí mismos. ¿Cómo era posible que no supieran lo extraños que eran, hasta qué punto vivían de manera diferente a los demás? En el exterior de su casa era el año 1976, el año del Bicentenario de la Constitución Norteamericana, y estaban en mitad del decenio que demostraba que todo era posible, incluso en una ciudad tan pequeña como aquélla. Había terminado una guerra, había caído un presidente de Estados Unidos porque la gente exigía cambios. La gente lo había exigido de palabra, haciendo manifestaciones, muriendo incluso por el cambio en algunos casos. Y no pensaba en los soldados de Vietnam. Nunca pensaba en ellos. Pensaba en las matanzas de la universidad de Ken State de 1970, y siempre se arrepintió de no haberles prestado más atención a aquellos acontecimientos cuando ocurrieron, aunque entonces era aún muy pequeña. Difícilmente podía una niña entender por qué la Guardia Nacional entró armada a disolver la manifestación de estudiantes, por qué disparó y mató a unos cuantos.
Ahora sí le importaba. En la hemeroteca encontró un ejemplar del semanario Time en donde se veía la famosa foto de la chica de rodillas al lado del cadáver del chico. La joven había huido de su casa, no se encontraba en donde se suponía que tenía que estar, y de repente había entrado en la historia. Para ella, esa foto era una prueba de que se podía huir, una promesa. Algún día también ella misma podía entrar en la historia, y si conseguía hacerlo, si lograba hacer una cosa muy importante, a lo mejor acabarían perdonándola.
De momento, sin embargo, se conformaba con participar en una fiesta de su ciudad, en el sótano de una casa, mientras esperaba que llegase el momento histórico, sus Cinco Minutos en el Cielo. Al principio comenzaron a jugar, pero reinaba entre los colegiales cierto desacuerdo. No tanto porque algunas niñas no quisieran jugar -más bien todo lo contrario-, sino porque discutieron mucho acerca de cuánto tiempo como máximo debían permanecer las parejas encerradas en el armario. Los unos opinaban que dos minutos era lo adecuado, y citaban como prueba la novela juvenil de Judy Blume ¿Estás ahí, Dios? Soy yo, Margaret, el gran éxito de aquel año entre los adolescentes, mientras que otros opinaban que debían ser siete, porque sonaba mejor, «Siete minutos en el Cielo». Kathy, la anfitriona, propuso partir la diferencia por dos. Caía bien a todo el mundo y, además, era encantadora y tenía autoridad sin hacerse pesada. Si Kathy había dicho que jugarían a Cinco minutos en el Cielo, serían cinco minutos y sanseacabó.
Era otra de las cosas que ni tío ni tía sabían acerca del mundo exterior, que el sexo estaba en todas partes, incluso allí, entre los adolescentes. Donde más estaba era justamente entre los adolescentes. Que jugaban a médicos, a prendas y a la nueva moda de los Cinco (o dos o siete) Minutos en el Cielo. Lo primero era la sexualidad, antes incluso que la bebida o las drogas, y de hecho en ese grupo todo el mundo desdeñaba las drogas. Les parecían anticuadas, cosas de hippies. Sus compañeros de curso avanzaban hacia la adolescencia a tientas y toqueteos, figurada y literalmente.
Pero de todas las niñas, la única que tenía relaciones sexuales plenas en un colchón de plumas era ella. Estaba completamente segura de que era así, pese a que no se atrevía a hablar de eso con nadie. Si le contaba a alguien lo que pasaba en su casa, seguro que no iban a permitirle seguir yendo al colegio, y eso sería incluso peor.
La idea de darse besos de día, una tarde de sábado, era bastante impensable. La sexualidad era una actividad nocturna, sombría y silenciosa, que ocurría en una casa en la que todo el mundo fingía no oír los ruidos de los muelles, los golpes del colchón contra la pared, sordos pero seguidos, rítmicos, como el golpeteo de las olas lamiendo el muelle. Olas contra el muelle… Estaba en Annapolis, en el festival de las almejas. Tenía ocho años. Llevaba unos pantis a listas naranja y rosa. No le gustaban las almejas, pero le gustaba el festival. En aquel entonces, a sus ocho años, todo el mundo era feliz.
De día era una prima lejana procedente de Ohio, y a la que le habían colocado un nombre, Ruth, que ella odiaba. Puestos a cambiar de nombre habría preferido algo como Cordelia o Geraldine, uno de los nombres que elegía en su película Ana de las Tejas Verdes. Pero el hombre al que tenía que llamar tío le explicó que había que elegir dentro de ciertos límites, y que no había nada mejor que Ruth. Ruth había sido, hacía tiempo, una niña de verdad, que llegó a cumplir no más de tres o cuatro años, y que ardió con toda su familia en un pueblo llamado Bexley. El cumpleaños de Ruth no era en el mismo día que el de ella, y por eso no la pusieron en el curso que le correspondía, y ella imaginó que eso iba a resultarle repetitivo, aburrido. Resultó sin embargo que la escuela a la que la enviaron, la Capilla de la Florecita, era más exigente que la anterior. No estaba segura de si era porque la regentaban unas monjas o porque había pocas alumnas en clase, o por ambas cosas. Le ponían tantísimos deberes que ni siquiera tenía tiempo de aprender todo lo que tenía que saber acerca de su nueva identidad, y a veces temía que alguien le preguntara sobre Ohio cosas que ella desconocía, cuál era la capital, o la flor que simbolizaba ese estado o cuál era el ave principal. Pero nadie le preguntó nunca nada. Sus nuevas compañeras de clase habían ido juntas todos los cursos y no tenían experiencia alguna de gente nueva entre ellas. Y les habían insistido claramente en que no debían hablar con Ruth de las cosas horribles que les pasaron a los miembros de su familia en Ohio.
Una niña, que en su antigua ciudad la gente hubiese considerado que era subnormal, aunque ésa era una palabra que allí no se usaba, le preguntó por las cicaterías.