– ¿Qué cicaterías?
– Las del fuego.
– Ah, las cicatrices, las quemaduras. -Apenas necesitaba un segundo. Mentir se había convertido para ella en una segunda naturaleza-. Están en sitios donde no puedes verlas.
Luego lamentó haber dicho eso, porque corrió la voz y el rumor llegó a los niños del colegio, que acabaron retándose a ver quién era el primero en contemplar las cicatrices secretas de Ruth. Esa tarde de la fiesta, se fijó en que Jeffrey la señalaba, le daba un codazo a Bill, y murmuraba en tono de mal actor: «A lo mejor consigues ver las cicatrices de Ruth.» Le gustaba a Jeffrey, ella lo sabía, y esa broma pesada era una forma torpe de coquetear con ella, pero estaba demasiado cansada de todo para que le importase. Las niñas del colegio no sabían cómo comportarse con la nueva alumna, pero los chicos sí, o creían saberlo. Les gustaba Ruth, la misteriosa y prohibida Ruth, la niña que cargaba con una tragedia a sus espaldas, una historia que estaba prohibido mencionar. Ella temía que le oliesen sus actividades sexuales, a pesar de las duchas larguísimas de cada noche y cada mañana, por culpa de las cuales la reñían en casa y le explicaban que el agua de los pozos no era infinita y que el gas natural salía caro.
– ¡Cuarenta y siete! -exclamó Bill.
Era el número de ella. Los demás chicos soltaron un silbido, como cada vez que se elegía una pareja. Ella avanzó hacia el armario mostrándose todo lo digna que pudo, aun a sabiendas de los brincos absurdos que daba Bill a su espalda, de las muecas que dirigía a sus compañeros. Se recordó a sí misma que aquellos niños no llegaban mucho más lejos que eso.
No era un armario en realidad, sino una alacena en la que la madre de Kathy guardaba los tarros de conservas que preparaba en verano. Tomates, pimientos y melocotones se les quedaron mirando desde los estantes. Le recordaron imágenes de película de terror, o los cerebros que flotaban en salmuera en El jovencito Frankenstein. Y aquel nombre que pronunciaba por error el criado monstruoso, Abbie Normal, que confundía con «anormal». ¡Abbie Normal, ése hubiera podido ser su nombre, en lugar de Ruth! La mujer a la que tenía que llamar tía también preparaba conservas, magníficas mermeladas y jaleas. De manzana, melocotón, ciruelas, cerezas… «No, no pienses en el cerezo…» Había en el suelo una fresquera grande y se sentaron sobre ella, cadera contra cadera.
– ¿Qué quieres hacer? -dijo Bill.
– Y tú, ¿qué quieres hacer? -repuso ella.
Él se encogió de hombros, como si la situación careciera de interés, como si ya lo hubiese visto y hecho todo.
– ¿Quieres besarme? -se aventuró a insinuar ella.
– Bueno, sí.
El aliento de Bill sabía a pastel y patatas fritas, era bastante agradable, por cierto. Y aunque ella abrió los labios, el chico no intentó colarle la lengua en su boca. Y dejó las manos colgando a sus costados, como si temiese tocarla.
– Qué bien -dijo ella, por mostrarse amable, pero pensándolo de verdad.
– ¿Quieres que repitamos?
– Claro.- Tenían cinco minutos enteros.
Esta vez Bill le introdujo la punta, sólo la puntita de la lengua entre los labios y la dejó allí, sin casi respirar, como si esperase que de un momento a otro que ella se quejara o le rechazara de un empujón. Cuando en realidad lo que hizo ella fue contenerse para no abrir los labios del todo hasta permitir que la lengua de Bill entrara por completo en su boca. A esas alturas había recibido toda clase de lecciones, se había convertido en una experta que sabía cómo acelerar la transacción de cada noche. ¿Qué habría hecho Ruth, la verdadera Ruth, si no se hubiese quemado del todo en un incendio cuando apenas contaba cuatro años? La punta de la lengua de Bill permaneció apoyada en su labio inferior, como un trocito de comida olvidado o un pelo que ella tenía ganas de empujar a un lado. Pero no hizo nada y le permitió seguir así.
– ¿Qué más quieres hacer? -preguntó Bill, retirándose para poder respirar.
Ella comprendió que a él se le habían terminado las ideas. Bill no sabía lo que se podía hacer, aunque fuera en sólo cinco minutos. Pensó por un momento enseñarle, pero sabía que eso sería desastroso. Cuando al final sus cinco minutos acabaron con el aporreo de la puerta por parte de los demás, que les gritaban que se vistieran de nuevo con una ropa que apenas si se había movido de su sitio, Bill seguía ignorándolo todo, que era lo que ella quería. Hasta que la madre de Kathy les dijo que ya era hora de que se fueran todos a sus casas, y ella no tuvo que cantar el número de nadie.
– ¿Qué tal estuvo la fiesta? -preguntó el hombre al que tenía que llamar tío.
– Aburrida -dijo ella, y era la verdad. Pero una verdad que ella sabía que alegraría a aquel hombre. Si la fiesta había sido aburrida, quizás ella ya no querría volver a ir a ninguna más.
A aquel hombre le preocupaba lo que ella pudiera hacer cuando rondaba por ahí, lejos del alcance de las miradas de él o su mujer. No confiaba del todo en ella ni en lo que pudiera hacer o decir cuando no se encontraba en casa. Por otro lado, la niña sabía hacerle feliz. A su extraña manera, el hombre estaba de parte de ella, cosa que no podía decirse de ningún otro miembro de la familia, ni siquiera de los perros, que eran toscos y fieros y no servían más que para embarrarse por el jardín y arañarle las piernas.
– Voy a salir un momento.
– ¿Con este frío?
– Sólo daré la vuelta a la casa, no me alejaré.
Y salió y caminó hasta el huerto, se acercó al cerezo. En esa época del año era difícil asegurar que se veían ya los brotes, o sólo era el deseo de verlos salir, un juego engañoso de la luz del crepúsculo en marzo, que formaba sombras verde y grises que parecían la promesa de la vida renovada.
– Hoy he besado a un niño -le dijo al árbol, al crepúsculo, a la tierra. Nadie pareció impresionado, pero su simple normalidad permitió que la niña pensara que tal vez algún día podría regresar a una vida normal, volver sobre sus pasos y reorganizar su vida. Algún día.
Ella era ahora Ruth, del pueblo de Bexley, en el estado de Ohio. Toda su familia murió en un incendio cuando ella tenía tres o cuatro años. Ella saltó al suelo desde una ventana del segundo piso, se rompió el tobillo. Por eso iba un curso más retrasado de lo que le correspondía, debido al tiempo que había pasado en el hospital. El problema no fue que la suspendieran, sino que pasó mucho tiempo en el hospital. Y que el colegio en Ohio era diferente. Por eso daba la sensación de no saber cosas que habría tenido que saber.
Sí, tenía cicatrices, pero no en sitios donde pudieran verse, ni siquiera cuando se ponía en traje de baño.
QUINTA PARTE
Capítulo 19
– No puedo -dijo ella-. No puedo, no.
Qué curioso era que se te quedaran grabadas ciertas cosas de los tiempos de la escuela. Infante no había sido nunca un buen alumno, pero hubo una época de su adolescencia en la que le gustaba la historia. El viernes por la mañana, encontrándose en la habitación de la Mujer sin Nombre -y, ahora más que nunca, prefería pensar que era solamente la Mujer sin Nombre-, recordó una cosa que le contaron acerca de Luis XIV. O tal vez fuese Luis XVI. Lo que recordaba muy bien era que algunos reyes se empeñaban en que sus criados les viesen vestirse, porque eso les demostraba quién era el que mandaba. Vestirse, bañarse y Dios sabe qué cosas más. Cuando era un crío de catorce años en Massapequa, no quiso creérselo. Pensaba que nadie parecía tan desprovisto de poder como un hombre desnudo, o haciendo sus necesidades. Pero observando esa mañana a la Mujer sin Nombre mientras se iba vistiendo, recordó la lección de historia.