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Y no es que ella se desnudara delante de él, en absoluto. Seguía con la bata del hospital puesta, con sus hombros huesudos cubiertos por un chal. Pero les estaba dando órdenes a Gloria y a la asistente social, o como se llamara esa mujer, y lo hacía como una reina, y actuando como si el policía no estuviera presente. Si él no hubiese sabido absolutamente nada de ella -e Infante estaba empeñado en partir de esa base- habría deducido que era una ricachona de mierda, una niña de papá como mínimo, alguien acostumbrado a hacer lo que le venía en gana. Con los hombres, y con las mujeres también. Esas dos mujeres se plegaban a sus designios, parecían pugnar por tener el derecho de hacer lo que ella les dijera.

– Mi ropa… -comenzó a decir la Mujer sin Nombre, mirando las prendas que llevaba cuando la ingresaron, y el propio Infante comprendió por qué no quería volver a ponérsela. Era ropa de hacer gimnasia, unos pantalones de yoga y un chándal muy holgado, ambas prendas de una marca que gozaba de cierta fama, y olían a rancio, no tanto el olor acre a sudor seco de la ropa que ha sido usada para hacer ejercicio, sino esa clase de olor a cerrado de la ropa con la que uno ha dormido, con la que se ha vestido durante demasiado tiempo seguido. Infante se preguntó cuántos kilómetros había conducido antes de que se produjera el accidente. No parecía posible que hubiese partido de Asheville porque, sin dinero ni monedero, no habría podido ni siquiera repostar. ¿Y si había arrojado la cartera por la ventanilla del coche? Gloria insistía en que todo lo ocurrido después del accidente era consecuencia de que había sido víctima de un ataque de pánico en estado puro, y que las decisiones equivocadas las tomó impulsada por las descargas de adrenalina. Pero se hubiera podido contestar que todo obedecía al puro cálculo, que había huido del lugar del accidente para darse tiempo a pensar qué historia contaba.

Una historia a la que luego había añadido un detalle, la mención del policía dispuesto a abusar de las chiquillas, pero sólo en el momento en el cual supo que el fiscal del estado opinaba que había que llevarla ante un gran jurado o, en caso de que se negara, a la cárcel. Y, por supuesto, la reacción del fiscal había sido de sorpresa, y terminó aceptando que no fuera de inmediato a la cárcel con tal de que Gloria garantizase que no saldría de Baltimore. Infante tuvo que reconocer que había que tener un verdadero par de cojones para huir de Gloria. Aunque sólo fuera por cobrar su dinero, Gloria la perseguiría hasta el fin del mundo.

– Podríamos llevarla a los locales del Ejército de Salvación en Patapsco Avenue -dijo la asistente social; Kay, eso era, se llamaba Kay-. Las instalaciones están bastante bien.

– Patapsco Avenue -dijo la Mujer sin Nombre en tono meditabundo, como recordando algo muy antiguo, y a Infante le sonó todo aquello a tongo-. Había una pescadería barata en esa calle, hace mucho. Mi familia iba allí a comprar cangrejos.

Aquí saltó Infante:

– ¿Así que cruzaban toda la ciudad para ir a comprar pescado?

– Mi padre era un loco de las rebajas y los descuentos… Los descuentos y el hacer cosas con personalidad. Según él, era una tontería comprar los cangrejos a diez minutos de casa cuando podías comprarlos en el otro extremo de la ciudad, ahorrar un dólar la docena y tener además una buena historia que contar a los amigos. Pensándolo bien, ¿no estaba también por esta zona ese sitio donde vendían aros de pimientos verdes fritos y rebozados en azúcar cande?

– He oído hablar de eso -dijo Kay, negando con la cabeza-. Hay gente de Baltimore que los recuerda también, pero he vivido toda la vida en esta ciudad y jamás me encontrado un solo restaurante que tuviera ese plato en la carta.

– Que uno no haya visto algo no significa que esa cosa no exista. – La Mujer sin Nombre hablaba de nuevo como una reina, alzando el mentón-. Yo me he pasado años a la vista de todo el mundo, y nadie me ha visto.

Perfecto, por fin entraba en el tema de conversación que Infante esperaba desde hacía mucho tiempo.

– ¿No hubo alteraciones notables en su aspecto o fisonomía?

– En la peluquería me hice oscurecer un poco el cabello. Me hubiese gustado teñirme de pelirroja, como Ana de las Tejas Verdes, pero lo que yo dijera no importaba. -Miró a Infante a los ojos y añadió-: Ya noto que no es usted un fan de L. M. Montgomery.

– ¿Y ése quién era? -preguntó obedeciendo a la insinuación, aun a sabiendas de que se dejaba pillar en la trampa, y permitiendo que el trío de mujeres se riera de él.

– ¿No vio ni siquiera la miniserie de televisión basada en sus novelas? Por cierto, no era un hombre, sino una mujer. Maud Montgomery…

Infante pensó que se podía permitir que le tomaran el pelo así, utilizar las bromas a su costa en algún momento. Podía dejar que ella creyese que era tonto. Sería genial que Gloria y Kay se fuesen en ese momento de compras, a buscarle ropa. Pero era mucho esperar.

Hablo en serio…

– Comencé a crecer, claro -dijo la mujer, anticipándose a lo que dedujo que iba a decir Infante-, y aunque todo el mundo debía saber que si seguía viva iría creciendo conforme pasaran los años, creo que en parte nadie me reconoció por esa razón precisamente. Eso, y el hecho de que fuera una sola.

– Ya, su hermana… ¿Qué le pasó a ella? Sería un buen punto donde comenzar el relato.

– No -dijo la mujer-. No lo sería.

– Gloria afirmó que tenía usted muchísimas cosas que contarnos. Cosas acerca de un poli, precisamente. Me han hecho venir esta mañana porque se suponía que estaba usted dispuesta a contármelo todo.

– Le puedo hablar de algunas generalidades. No sé si estoy aún preparada para entrar en detalles. No tengo todavía la sensación de que esté usted de mi parte.

– Dice usted que fue una víctima, un rehén retenido en contra de su voluntad, e implícitamente está diciendo que a su hermana la mataron. ¿Por qué no iba a estar yo de su parte?

– Lo ve… «Dice usted», siempre sospecha, siempre duda. Duda acerca de quién soy de verdad, de que yo sea quien digo que soy. Y ese escepticismo suyo hace que me resulte muy difícil tenerle confianza. Eso, y que estoy convencida de que hará todo lo posible por desacreditar una historia que no confirma del todo lo que cuenta la policía.

Con esto último había tocado una fibra sensible, pero Infante se negaba a permitirle que ella supiera hasta qué punto le había fastidiado, hasta qué punto habían saltado en la policía toda clase de alarmas.

– Son sólo maneras de hablar. No trate de desentrañar ningún sentido profundo en eso.

La mujer se pasó la mano que no estaba vendada, la derecha, por el cabello, y no bajó la mirada. El desafío de los ojos de ambos siguió hasta que ella parpadeó, agitando las pestañas como si se sintiera agotada. Pero Infante tuvo la sensación de que lo hizo solamente con la intención de permitir que el poli creyese que había ganado, cuando en realidad ella habría podido seguir sosteniéndole la mirada muchísimo más tiempo. Era una persona testaruda, muy testaruda.

– Conocí a una chica -comenzó, los ojos aún cerrados.

– ¿Heather Bethany? ¿Penelope Jackson?

– Hablo de la época del instituto, cuando todavía estaba con él.

– ¿En dónde…?

– Se lo diré más tarde, a su debido tiempo. -Ahora la mujer había abierto los ojos, pero miraba en dirección a la pared de su izquierda-. Conocí a una chica, una chica popular entre todos los compañeros, buena estudiante, animadora del equipo de baloncesto. Encantadora. Una de esas chicas que obtienen el beneplácito de los adultos. Salía con chicos, muchísimo. Chicos mayores, de los últimos cursos, de la universidad. Allí, en esa población, había un lago, y las parejas iban a la orilla del lago las noches en que salían, bebían, hacían sus cosas. Los padres de la chica no querían que saliese por ahí con chicos sin experiencia. De manera que llegaron a establecer un pacto con ella. La dejaban ir con chicos y le dijeron que respetarían su intimidad, a condición de que se los llevara a su casa. Les dejaban la sala de juegos para ella y su novio. Sin límite de horarios, con toda la cerveza que quisieran, hasta cierto punto. Al fin y al cabo, les resultaba sencillo cruzar la frontera del estado, y en el de al lado el límite de edad para el consumo de bebidas alcohólicas era inferior. En la sala de juegos tenían cerveza, televisión, y sabían que, a no ser que ella gritara algo como que la violaban, o que se había declarado un incendio, sus padres no entrarían. Que sus padres permanecerían dos pisos más arriba, en su propio dormitorio, sin inmiscuirse. ¿Sabe qué pasó?