– Venga, Kay, tiene que haber una solución.
– ¿Y si me llevo a mi casa al gato que vive aquí?
– No serviría de nada. La casa está llena de pelo y olor de gato. ¿Qué te parece si tú y tus hijos os venís aquí, y yo me alojo en vuestra casa?
Heather lo propuso de una manera tan aparentemente sensata que Kay se quedó perpleja y desarmada. Ni le pareció una rareza ni pensó que trataba de imponerle esa solución. A Kay no le gustaba andar lanzando términos clínicos por ahí, pero Heather tenía una actitud muy narcisista. Tal vez, sin embargo, era parte esencial de su capacidad de supervivencia.
– Seth y Grace no lo aceptarían. Como la mayor parte de los críos, adoran la rutina. Aunque…
Kay sabía que estaba caminando por la cuerda floja. Que se estaba metiendo en camisa de once varas y que lo que hiciera podía suponer un riesgo serio para su empleo. Pero terminó tirándose de cabeza:
– Tenemos una habitación pequeña, encima del garaje. No tiene calefacción ni aire acondicionado, pero en esta época del año eso no ha de ser ningún problema. Pondremos una estufa eléctrica. Había sido utilizada como despacho, pero hay un catre y un baño pequeño con ducha. Podrías vivir allí unos días, hasta que llegue tu madre.
Kay había pensado que sería cuestión de uno o dos días como máximo. Y, oficialmente al menos, no se le había asignado encargarse de Heather como asistente social. Sería hacerle un favor a Gloria. Además, no podía permitir a la policía que encerrasen a Heather. Para una mujer que había pasado toda la adolescencia como una prisionera, la cárcel podía tener efectos devastadores.
– ¿Crees que es rica?
– ¿Quién?
– Mi madre. Nunca lo fuimos, más bien al contrario, pero dicen que vive en México, eso suena a gente de dinero. A lo mejor resulta que soy una rica heredera. Siempre quise saber qué había ocurrido con la tienda y la casa de mi padre, al morir él. A veces leía los listados de propiedades de cuyos herederos no se tiene noticia. Cuentas bancarias y cajas de seguridad que nadie sabe de quién son… Pero mi nombre no salía nunca. Supongo que papá no me puso en su testamento, al fin y al cabo todo el mundo creía que yo había muerto. Tampoco sé qué pasó con los ahorros que había guardado para cuando nos enviaran a la universidad. No había mucho dinero, de todos modos.
Kay sintió que la humedad de la piedra le había empapado del todo la falda, pero extrañamente notó las palmas de sus manos sudorosas, calientes.
– Y ahora resulta que va a regresar. Tengo que llamar a Gloria para saber qué opina ella de todo esto. A lo mejor debería presentarme mañana por la mañana y contarles la historia entera. Seguro que entonces me creen.
Capítulo 21
En la pantalla del ordenador flotaban bebés. No, en realidad no eran bebés en plural, sino uno solo, el bebé, el único que importaba en el nuevo milenio. «Échate a un lado, niño Jesús -pensó Kevin Infante-, ha llegado Andrew Porter Jr. y te ha quitado el sitio.» La madre del bebé, tan puesta al día últimamente en asuntos digitales, había guardado en su ordenador incontables imágenes de su hijito, y cuando su ordenador entraba en fase de reposo comenzaba el desfile de diapositivas del pequeño Andrew. Andy, el diminuto bebé, acunado por un padre increíblemente gigantesco. Andy comiendo, Andy con un libro para colorear, Andy mirando con ojos bizcos al árbol de Navidad. Los genes de su padre eran muy visibles en el rostro y en el cuerpo regordete del niño, pero a Infante le daba la sensación de que el gesto ceñudo, suavemente escéptico, lo había heredado de su colega, de Nancy Porter. «¿Dices que este crío es un regalo del cielo también para mí? ¡Vaya por dios! ¿Y qué diablos tiene que ver el árbol de Navidad con todo esto?»
– Los registros del estado de Pennsylvania están hechos un caos -dijo Nancy, deslizando el cursor y haciendo que su hijo Andy desapareciese de la pantalla. En su lugar apareció una página web archivada-. O eso, o es que no entiendo cómo funcionan. En Maryland me basta con unas señas y el nombre del condado, y con eso puedo ver el historial de cualquier propiedad a lo largo de muchísimos años. Pero en Pennsylvania no hay ninguna página así, o no la he encontrado. Buscando esas señas que me diste sólo me ha salido un dato, que fue propiedad de una S.L., la cual vendió ese inmueble hace unos cuantos años.
– ¿De una S.L.?
– No era de un particular sino de una sociedad limitada, vete a saber, una empresa pequeña que averigüé que se llamaba Mercer, Mercer S.L. No tengo ni idea de a qué se dedicaba, al comercio, la limpieza de domicilios, yo qué sé. Y no encuentro ningún agente de policía con el apellido Mercer en nuestros registros de personal, de manera que estás buscando a un propietario anterior.
Nancy era guapa y con muchas curvas antes de ser madre, pero ahora había pasado a estar declaradamente gorda, cosa que a ella no le importaba lo más mínimo, en apariencia. Al volver a trabajar pidió encargarse de casos antiguos sin resolver, cosa que a Infante no le merecía ningún respeto, aunque no se lo dijo. A él le sonaba a asuntos tediosos, a pasarse la vida revolviendo viejos archivos con la vana esperanza de encontrar un hilo del que poder tirar, la aparición de un testigo que al cabo de muchísimos años se mostraba por fin dispuesto a decir toda la verdad, la esposa que se hartaba de guardar secretos durante tanto tiempo. Comprendía que habiendo sido mamá Nancy prefiriese un trabajo con horario fijo, pero desde su punto de vista aquello y el curro de un poli de verdad no tenían mucho que ver. Pero a Nancy le encantaban los ordenadores y se manejaba bien con ellos, y tenía la capacidad de encontrar informaciones interesantes sin levantarse de su asiento. «La diosa de las pequeñas cosas», como la rebautizó Lenhardt. Y si antes era capaz de encontrar en cualquier calle el casquillo de una bala de calibre pequeño, ahora localizaba datos invisibles en cuestión de minutos.
Para ella no había obstáculos infranqueables, pero en ese caso había tropezado con uno debido al modo en que se guardaban los datos en aquel estado vecino.
– Será como buscar una aguja en un pajar -dijo Infante mientras Nancy hacía clic en el mapa y le mostraba el lugar-. Pero subiré hasta allí, preguntaré a los vecinos, a ver qué encuentro.
– Hablamos de hace treinta años. De veinticuatro, si es cierto que en 1981 se fue de allí, según ha contado. Me temo que hoy en día la gente no vive fija en el mismo sitio durante tanto tiempo.
– Nos basta con que quede un solo vecino de los de entonces. Sobre todo si es un fisgón con una memoria infalible y un buen álbum de fotos.
Kevin se fue hacia el norte, maravillándose ante la notable cantidad de coches que bajaban hacia el sur a esa hora del mediodía. Lenhardt vivía por ese lado, y se quejaba siempre de lo pesado que era ir y volver desde casa en coche a la comisaría. Hablaba del tránsito como si se tratara de una guerra, en la que libraba cada día una nueva batalla. «¿Y para qué vives allí?», preguntaba Infante cuando se hartaba de oír tantas quejas. La respuesta era la de siempre: que si los niños, los colegios, todos esos problemas que un tipo solitario como él no sabía ni de qué iban.