Выбрать главу

Estuvo a punto de dejar de serlo, sin embargo. Hubo un momento de pánico, durante su primer matrimonio. O así vieron la situación más tarde, una vez que comprobaron que era una falsa alarma, que su mujer no estaba embarazada. En realidad, cuando ocurrió no lo vio de forma tan negativa, pero terminó pensando así más tarde, tras el divorcio. De hecho, podía decir que llegó incluso a jugar mentalmente con la idea de ser papá, y pensó que no le iba mal del todo a su carácter. La más preocupada era Tabitha, temía que iba a perder su nuevo empleo en la agencia hipotecaria y echar a rodar un gran futuro como agente de compraventa inmobiliaria. Por eso lo llamaron una falsa alarma, y a partir de ahí ella extremó el cuidado para evitar embarazos. Hasta que ella dejó de acostarse con él, y él comenzó a engañarla con otras. En el momento de la tramitación del divorcio hubo peleas en torno a ese asunto, disputas por saber qué era antes, si el huevo o la gallina. Lo que más enfureció a Infante fue que incluso cuando ella admitió que la verdad era la tesis defendida por él, es decir, que no empezó a echar polvos por ahí hasta que ella dejó de follar con él, Tabitha se negó a admitir que había entre ambas cosas una relación de causa- efecto.

– ¡Si quieres que tu matrimonio dure has de pelear por él! -le decía ella a gritos-. ¿Por qué no me dijiste nada, por qué no pediste algún tipo de asesoría, por qué no pensaste qué era lo que yo necesitaba para… para volver a sentirme como una mujer?

Infante no tenía respuesta para esto último, se le ocurría que tal vez ella insinuaba que hubiese tenido que rascarle la planta de los pies, o quizá prepararle baños de espuma, o hacerle regalos sorpresa.

– ¡Pues bien que peleo ahora! -replicaba él, también a gritos-. Te estoy hablando. Voy contigo a ver al asesor matrimonial, que, por cierto, se paga a tocateja porque la Seguridad So cial no cubre estas historias.

Pero se había terminado, y la decisión la había tomado ella. Mirara donde mirase, los divorcios eran siempre iguales: ellas lo decidían. Es cierto que había tíos verdaderamente gilipollas, hombres que dejaban tirada a su mujer por una modelo, que no les importaban los sentimientos de nadie. Pero según había comprobado Infante mirando a su alrededor, esta clase de necios eran los menos. Casi todos los divorciados que conocía eran gente como él, tíos que habían cometido errores pero que no pretendían separarse. Lenhardt, cuyo segundo matrimonio le había convertido en un tipo algo gazmoño en todo lo referido a la vida familiar feliz, solía afirmar que, cuando una esposa le decía a su marido que fuesen a consultar a un asesor matrimonial, era señal de que la tía estaba a punto de dejarle.

– Para las mujeres, esto de las parejas es como el ajedrez -decía-. Ellas ven todo el tablero, calculan hasta cinco jugadas anticipadas. Son la reina, ¿no? Nosotros somos el rey, no podemos movernos más que de casilla en casilla, sea cual sea la dirección, nos pasamos la puta partida a la defensiva.

Infante y Patty, su segunda mujer, ni siquiera se tomaron la molestia de visitar a un asesor. Saltaron directamente al cuadrilátero, contrataron abogados muy caros que no podían permitirse, y acabaron endeudándose en la pelea por quedarse con unas propiedades irrisorias. De nuevo Infante se sintió afortunado por el hecho de que no hubiese hijos. Patty, que no era una experta en asuntos bíblicos ni, si vamos a eso, una estudiosa de absolutamente nada, habría estado dispuesta a partir un crío por la mitad incluso antes de que Salomón se lo propusiera. Sólo que, en lugar de hacer un corte limpio desde la cabeza hasta el dedo gordo del pie, habría cortado por la cintura y le habría ofrecido a Infante la mitad inferior, la que caga y mea. Y la cuestión fue que él supo que era así, lo supo desde siempre. Incluso el día de la iglesia (porque Patty, pese a que cargaba a esas alturas con dos matrimonios anteriores, se empeñó en hacer una gran celebración), incluso ese día Infante supo que ella era así, y que la boda era un grave error. Viéndola avanzar hacia él por el pasillo tuvo la sensación de que era un camión a punto de atropellarle.

Pero follaban de cine.

Inmediatamente después de cruzar la frontera de Pennsylvania, la Interestatal 83 se convertía en una carretera vecinal, y el límite de velocidad bajaba en 15 km por hora. Pese a todo era fácil comprender por qué había gente de Baltimore que prefería vivir y hacerse sesenta kilómetros cada día para ir al curro en coche, y no era solamente porque los impuestos eran más bajos. Era un lugar bonito, con sus campos llanos de cereales ambarinos que parecían un mar de suave oleaje. Tomó la primera salida y, obedeciendo las instrucciones de Nancy, que le imprimió una hoja de ruta sacada de Internet, se metió por una carretera serpenteante que se dirigía al oeste y después giraba al noreste. Pasó delante de un McDonald's, un par de supermercados, ésa era una zona bastante habitada. Le pareció que los neumáticos del coche gemían de preocupación. Al atravesar esa parte tan urbanizada comenzó a comprender que las probabilidades de que lo que él buscaba estuviera tal como antaño eran bien pocas.

En realidad, nulas. Llegó a la manzana del número 13350, pero siguió conduciendo algunos kilómetros más, dejando a su espalda la urbanización Glen Rock, y un rato después dio media vuelta. Confiaba en haberse equivocado. No era así. Las señas que la mujer del hospital les había proporcionado correspondían ahora a una urbanización que prometía «un paraíso de exclusividad con casas para ejecutivos en parcelas enormes». «Enormes» significaba en ese caso concreto unos terrenos de unos 4.000 metros cuadrados, y las casas para ejecutivos de la publicidad eran edificios de hacía al menos dos o tres años, a juzgar por lo flacos y enanos que eran todavía los árboles, y la escasa eficacia del ajardinamiento. En cuanto a los ejecutivos, a juzgar por los coches que tenían aparcados junto a las casas, se trataba de gente más bien de nivel medio, pues los modelos eran Subaru, Camry y algún Jeep Cherokee como mucho. Si se hubiese tratado de una urbanización de ricos de verdad, se habrían visto Mercedes y Lexus. De hecho, la gente adinerada no necesitaba irse tan lejos de la ciudad para disponer de casas grandes con garaje parados coches.

¿Había por lo menos algún huerto? Si lo había habido, hacía tiempo que se lo habían cargado.

– Pues qué bien -se dijo a sí mismo en voz alta, imitando la entonación del conocido presentador del «Saturday Night Live».

La mujer le pareció más que convincente cuando mostró tanto miedo ante la idea de regresar a ese lugar, pero ahora Infante se preguntaba si no era miedo a tener que fingir sorpresa al ver que no había nada de lo que decía. Cogió un lápiz y anotó el nombre de la constructora que había creado la urbanización. Preguntaría a la policía local si se habían encontrado huesos en el curso del movimiento de tierras, y le pediría a Nancy que cruzara datos de varias fuentes para comprobar si había algún indicio al respecto. Por mucho que Baltimore y York fuesen condados vecinos, lo normal no era que si aparecían huesos en uno de ellos alguien comprobase si podían corresponder a un desaparecido del condado de al lado. Y mucho menos que alguien rastreara hasta el caso de una desaparición de dos niñas ocurrida treinta años atrás. Era un fastidio, pero no existía ninguna base de datos que cubriese el país entero, una web donde tecleando cierta información salieran en un santiamén todos los casos de personas desaparecidas. Llamó al móvil de Nancy.

– ¿Has encontrado algo? -preguntó ella-. Porque yo tengo…

– Han urbanizado la zona. Pero se me ha ocurrido una idea. ¿Te importaría entrar en los archivos informáticos del condado de York y poner, no sé, algo así como «huesos» y el nombre y el número de la calle, a ver qué sale? Si había una tumba, al preparar los terrenos para hacer la parcelación, seguro que la tendrían que haber encontrado, ¿no?