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– Policía -dijo él-. Condado de Baltimore.

Cosa que no pareció servirle a ella de consuelo.

– ¿Ha ocurrido algo?

– No, una simple comprobación rutinaria de los sistemas de seguridad. No olvides cerrar la puerta del cuarto por dentro, y evita pasar por las zonas sin luz de los parkings por la noche.

– De acuerdo, agente -dijo ella con solemnidad.

La mañana de marzo era fría; el campus, un desierto. Encontró su coche en una zona en la que estaba prohibido aparcar, cerca del pabellón de los dormitorios. Por la noche, cuando trató de desembarazarse de ella, había creído que era un bloque de pisos. Comenzó a recordar la velada. Había ido a Souris's, cansado de su bar de siempre, Wagner's, que era el sitio frecuentado por sus colegas. Había un montón parlanchín de chicas al final de la barra, y aunque se había dicho a sí mismo que entraba sólo para tomarse una copa y largarse enseguida, pronto sintió la compulsión de pillar a uno de los miembros del rebaño. No se fue con la mejor de todas, pero la que le acompañó estaba bastante bien. Como mínimo, tenía ganas de complacerle, y se la mamó en el coche cuando aparcó en Allegheny Avenue. Luego la llevó hasta el edificio de mediana altura y escasa belleza donde ella dijo que vivía, un sitio silencioso y vacío a las dos de la madrugada. Tenía la intención de esperar a que girara el llavín en la cerradura y luego largarse no sin hacer sonar el claxon prolongadamente a modo de despedida, pero era evidente que ella esperaba algo más, de manera que la siguió y entró en su cuarto con ella. Estaba seguro de haber dado la talla antes de caer dormido. Entonces, ¿qué le pasaba al chochito enfadado esa mañana?

Un poli de la universidad estaba a punto de empapelarle el coche, pero Infante le mostró su placa y el tipo hizo marcha atrás, y eso que tenía ganas de pelea. Probablemente ése hubiera sido el gran momento de la jornada para él, una discusión por una simple multa de aparcamiento. Infante comprobó los mensajes del móviclass="underline" Nancy Porter, su ex colega, susurrando de forma apremiante «¿Dónde estás?» Mierda, volvía a llegar tarde. Si pretendía ir al curro con una puntualidad aunque fuese mediocre, no le quedaba otro remedio que elegir entre una ducha o el desayuno, un desayuno de los de verdad, algo que tranquilizara su estómago. Llegó a la conclusión de que iba a resultarle más tolerable andar por ahí con el estómago vacío que soportando su propio hedor, de modo que dirigió el coche a su apartamento de Baltimore Noroeste. Siempre podía excusarse diciendo que había estado siguiendo una pista… del caso McGowan, sí, eso es. Tuvo el instante de inspiración bajo la ducha, y se quedó allí más tiempo de lo debido, dejando que el agua caliente le golpeara la piel mientras sus poros soltaban los olores de la noche. Diría que había estado buscando al ex novio de la chica, no el último ni el anterior, sino tres novios atrás. Pensándolo bien, no era mala idea. La muerte de la chica McGowan, un asunto de estilo antiguo, navajazo y luego el cadáver abandonado en el parque estatal de Gunpowder Falls, se caracterizaba por una brutalidad que no solía producirse cuando el asesino era un desconocido. No había sido suficiente con clavarle el navajazo. Quien la mató tuvo luego que quemar el cadáver montando con ramas secas una pequeña hoguera que hizo que acudieran al escenario varios coches de bomberos, cuando, sin esta circunstancia, el cadáver habría podido languidecer, sin ser descubierto por nadie, durante días, semanas, meses. A los ciudadanos les sorprendía siempre que la poli no fuera capaz de localizar un cadáver, pero por mucho que fueran construyéndose más y más casas y bloques en toda el área metropolitana de Baltimore, aún había hectáreas y más hectáreas de terrenos solitarios. Por eso, de vez en cuando, algún cazador tropezaba con un montón de huesos y acababan comprobando que eran de la víctima de un crimen de hacía cinco y hasta diez años.

Al comienzo de su carrera en la poli, Infante tuvo que trabajar en uno de esos casos, un asesinato evidente, pero en el que no había modo de localizar el cadáver. Se trataba de una familia rica y con buenas relaciones, con recursos suficientes para volver loco a todo el departamento. Cuando se les dijo que las cosas que exigían -rastreos, trabajo de laboratorio muy sofisticado- iban a comerse el presupuesto de toda la policía para un año entero, se encogieron de hombros. «¿Y?», dijeron. Tuvieron que pasar tres años antes de que apareciese el cadáver, apenas a diez metros de la carretera estatal de la playa norte, descubierto por un tipo que andaba mal de la próstata y era además muy tímido, y que había caminado por entre los hierbajos costeros para echar una meada. «Traumatismo producido con un objeto contundente y sin filo», dijo el forense que examinó el cadáver, de modo que era un asesinato, sin duda. Pero ni en el cadáver ni en el lugar donde fue hallado había ningún indicio más, y el marido, que desde el principio había sido el principal sospechoso, había fallecido antes del descubrimiento. La única pregunta que rondaba la cabeza de Infante era si el golpe fatal había sido un accidente, una pelea más de sábado por la noche en una familia muy proclive a esta clase de enfrentamientos, o si el golpe era plenamente intencionado. Infante se pasó muchas horas con el marido antes de que el cáncer de esófago se lo llevara. El marido llegó a imaginar incluso que Infante iba a verle a su casa por amabilidad, o por un sentimiento amistoso. Hacía un gran espectáculo del dolor que le había infligido la pérdida de su esposa, e Infante llegó a la conclusión de que aquel tipo se veía a sí mismo como la verdadera víctima. Pensó que el hombre le había dado a su mujer un empujón, no más fuerte que ninguno de los empujones que le había dado durante años a su esposa, sólo que esta vez ella no volvió a levantarse. Así que el buen maridito la recogió del suelo, la arrojó en algún lugar desierto y se dedicó el resto de sus días a pensar que era inocente. Lo normal habría sido que la familia de la esposa estuviera satisfecha cuando se produjo la muerte de él, un proceso muy feo y doloroso, pero no les bastó. Hay gente para la cual nunca es suficiente.

Infante salió de la ducha. En teoría llevaba un retraso de media hora solamente. Pero estaba mareado de hambre; y lo suyo no era ir a cualquier establecimiento de comida rápida y coger la comida desde la ventanilla del coche.

Se encaminó al Bel Loe Dinner, donde las camareras revolotearon a su alrededor, se aseguraron de que le llegara un filete con huevos cocinado exactamente como a él le gustaba, con las yemas casi líquidas todavía. Clavó la punta del tenedor en ellas, dejó que el espeso jugo amarillo se desbordara por encima del filete y volvió a preguntarse: «¿Qué cono hice para que Debbie estuviera tan mosqueada conmigo?»

– Tenemos a una lunática babeante en el Hospital de St. Agnes, dice que tiene pistas de un asesinato de hace años -dijo Lenhardt, su sargento-. Vete para allá.

– Estoy siguiendo una pista del caso McGowan. De hecho, iba a pillar a un tipo esta mañana, antes de que se fuese al trabajo. Por eso he llegado tarde.

– Tengo que mandar a alguien, hemos de hablar con ella. Y le ha tocado en suerte al que ha llegado tarde.

– Te he dicho que tengo que ir…

– Sí, claro. Ya he oído lo que me has dicho. Pero no es motivo para llegar tarde por la mañana, tonto del culo.

Lenhardt había formado pareja con Infante el año anterior, faltaba personal en el departamento, y desde que había regresado a sus tareas como sargento a jornada completa se mostraba mucho más cabrón que antes, como si Infante necesitara que le recordasen quién mandaba allí.

– ¿Y para qué hay que escucharla? ¿No dices que está chiflada?

– Lo está o finge estarlo para desviar la atención del hecho de que ha abandonado el escenario de un accidente grave.