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– Porque la madre querrá estar segura de que su hija está viva, tenemos que controlar ese aspecto de la situación. Y no debemos hacerle perder el tiempo si conseguimos desacreditar a esa mujer.

– Escúchame…

– Y como mínimo habrá que hacerle comprender que no hay garantías de ninguna clase, que…

– ¿Podrías callarte y escucharme un momento? Hice un intento al azar. He puesto el nombre de Penelope Jackson en la base de datos Nexis, a ver qué pasaba. Una intuición. ¿Verdad que tú no hiciste esa comprobación?

«Mierda.» Le jodía de verdad que Nancy le dejara en ridículo de esa manera.

– He revisado registros de delincuencia y cosas así. Y he mirado en Google, pero había cientos de menciones. Es un nombre bastante corriente. Además, ¿por qué tenía que interesarme que ese nombre saliera en no sé dónde dices que has mirado?

– Nexis, la base de datos de la prensa. Sale en una noticia de un diario de Georgia. -Hizo una pausa para teclear y encontrar lo que había guardado-. El Brunswick Times, se llama. Es de Navidad del año pasado. Murió un hombre en un incendio, la Nochebuena, se trató de un accidente según la investigación. Su novia, que no estaba con él en ese momento, se llamaba Penelope Jackson.

– Podría ser una coincidencia.

– Podría serlo -dijo Nancy, mostrándose algo engreída y dejando que eso se notara incluso en el móvil y pese a la cobertura imperfecta-. Pero ¿qué me dices del nombre del fallecido? Se llamaba Tony Dunham.

– El abogado de ese hombre dice que él no mencionó la existencia de ningún heredero, y se lo dijo hace ya cinco años.

– Y los polis de Georgia interrogaron a la novia, y ella les dijo que no había parientes próximos a los que notificar la muerte, que los padres de Tony habían fallecido. Pero la edad es la misma, ese hombre tenía cincuenta y tres años al morir, y su número de la seguridad social empieza por veintiuno, lo cual significa que se registró en Maryland.

«Seguramente los Dunham vivieron en Maryland antes de mudarse a la casa de Pennsylvania.

– Pero, Nancy, hace treinta años ese hombre que dices tenía solo veintitrés. Podía residir en cualquier clase de hotel. Podría haber sido llamado a filas. -Y ahora ese hombre con ese apellido había muerto, en un accidente. ¿Por qué terminaba en un callejón sin salida, incluso en una muerte, todo lo que tenía que ver con esa mujer? Con semejante historial, todos los que habían estado cerca de ella debían dar las gracias si se encontraban bien-. En fin, ¿has comprobado en las bases de datos de los militares?

– Aún no -reconoció ella, y esta circunstancia le dio a Infante una cierta satisfacción, por mezquina que fuera. «Se me ha ocurrido seguir una pista en la que tú no habías pensado, guapa.»

– ¿Y dónde cae eso de Brunswick, por cierto? -dijo Infante-. ¿Cómo se va?

– El sargento te ha reservado un vuelo a Jacksonville que sale a las siete. Eso está muy abajo. Y Brunswick está a una hora de Jacksonville, hacia el norte. Penelope Jackson trabajaba en un restaurante, el Mullet Bay, en no sé qué zona turística de la isla de St. Simons, pero dejó ese trabajo hace un mes. Podría ser que viviese aún por esa zona, pero ya no se la encuentra en su anterior casa.

Claro, porque a lo mejor estaba ahora mismo en Baltimore, jugando a una extraña tomadura de pelo con todos ellos.

Capítulo 22

– ¿Estarás bien? ¿Seguro?

– Seguro -dijo ella, pensando: «Vete, vete, por favor»-. Si Seth no quiere irse, puedo cuidar yo de él.

– ¡Bien! -exclamó el chico, mientras Kay respondía.

– ¡Cómo se me iba a ocurrir imponerte una cosa así!

«Lo que no se te ocurriría es correr un riesgo así. Pero no importa, Kay. Tampoco yo me confiaría a mí misma el cuidado de ningún niño. Me he ofrecido a hacerlo para que no sospecharas de mis intenciones.»

– ¿Te importa que me quede en la casa, viendo la televisión?

Notaba que Kay no tenía ganas de ofrecerle una hospitalidad que llegara hasta esos extremos. Kay no se fiaba de ella, y hacía bien desconfiando, aunque no se diera cuenta. Hubo en Kay una breve lucha interna, pero al final triunfó el espíritu de justicia. A ella le encantaba Kay, una persona que siempre haría lo más adecuado, lo correcto. Sería fantástico ser como Kay, pero ella no podía permitirse lujos como la amabilidad o el espíritu de justicia.

– Desde luego que no. Y si quieres comer alguna cosa…

– ¿Después de una cena tan maravillosa? -Se dio unos golpecitos en el estómago-. No soy capaz de tragar nada más.

– Se necesita haber estado dos días en el hospital para decir que la comida para llevar de Wung Fu es maravillosa.

– Mi familia iba a ese restaurante chino. Bueno, ya sé que no es exactamente el mismo ni lo lleva la misma gente. Pero cuando nos dirigíamos en coche hacia allí me acordé de cuando nosotros íbamos.

Kay la miró con escepticismo. Tal vez estaba exagerando la nota, pero era verdad, esa parte era verdad. Quizás había llegado al punto en el que las mentiras que contaba eran más auténticas que las verdades. ¿Era consecuencia de haber vivido tantísimo tiempo una mentira?

– Salsa de pato -dijo, tratando de no atropellarse al hablar, de no parecer demasiado animada-, de pequeña yo pensaba que era algo que salía de los patos, como la leche salía de las vacas. Estaba convencida de que, si un día nos levantábamos muy temprano e íbamos al parque de Woodlawn, encontraríamos a los chinos ordeñando a los patos. Los imaginaba con sus sombreros de paja, dios mío, los llamábamos sombreros de culi. ¡Qué racistas éramos en aquellos tiempos!

– ¿Por qué? -preguntó Seth.

A ella le gustaba aquel niño, y también le caía bien Grace, casi a pesar suyo. Por lo general despreciaba a los niños, le fastidiaban. Pero los de Kay eran cariñosos, poseían una amabilidad heredada o aprendida de su madre. Dependían muchísimo de ella, debido tal vez al divorcio.

– Porque éramos unos ignorantes. Y probablemente, dentro de treinta años, hablando con un niño, tengas que reconocer algo parecido delante de él, y el niño tendrá la sensación de que lo que tú dices ahora, tu forma de vestir y de pensar, resulta increíble.

Supo, viendo la expresión de Seth, que no le había convencido, pero era un crío muy educado que ni soñó en la posibilidad de contradecirla. Él pensaba que su generación lo haría todo bien, que sería perfecta en todos los sentidos, que desvelaría todos los misterios. Al fin y al cabo, ellos tenían sus i- Pods, y era como si tenerlos les hiciera creer que todo era posible, que podrían controlar la vida de la misma manera que controlaban y administraban la música, para lo cual bastaba con darle vueltas a una ruedecita. «Pues muy bien, cariño. La vida será una gigantesca lista de canciones esperando a que tú decidas cuál quieres escuchar, será un mundo feliz, fácilmente controlable. Será lo que tú quieras y cuando lo quieras.»

– No tardaremos más de una hora -dijo Kay.

– No te preocupes por mí. -«O por decirlo como solía el hombre al que yo tenía que llamar tío: no te vuelvas loca por irte; vete, simplemente.»

Cuando la dejaron sola puso la televisión y se forzó a permanecer sentada viendo un programa estúpido durante diez minutos. «Los niños siempre se olvidan algo -pensó-, pero al cabo de diez minutos en el coche, ningún padre regresa a por esa cosa a no ser que se trate de algo realmente esencial.» Cuando comenzó la segunda tanda de anuncios, se levantó y conectó el ordenador familiar.

«Que no tenga contraseña, que no tenga contraseña», rezó, y naturalmente no tenía. Aquel sencillo ordenador Dell no opuso resistencia. Dejaría rastro, por fuerza, pero ¿a quién se le ocurriría buscar allí su rastro? Trabajó con celeridad, buscó su correo electrónico en la web, miró si había algo urgente. Y después le escribió un correo al supervisor de su departamento, le explicó que había sufrido un accidente y que se había producido una urgencia de tipo familiar -lo cual era verdad: ella misma era su propia familia- y que había tenido que irse de la ciudad de manera precipitada. Lo envió y salió de su correo electrónico al instante, por si acaso el supervisor estaba conectado y le enviaba una respuesta inmediata. Después, a sabiendas del riesgo que corría, tecleó «Heather Bethany» en el buscador Google.