– Además -dijo la señora Yepletsly-, cuando se instaló allí se puso a hablar de lo que pensaba cultivar, alquiló un tractor y estuvo arando con él todo el terreno, pero al final no llegó a sembrar absolutamente nada.
La policía del condado de Baltimore alquiló una pala excavadora.
Llevaban perforados ocho grandes hoyos cuando se presentó otro vecino para contar que a la señora Yepletsky le había fastidiado muchísimo la negativa de los herederos de Tanner a venderle las tierras, que el marido de ella quería adquirir. No eran un matrimonio de mentirosos, no del todo. Se habían creído las historias que se contaban sobre Tanner. Pensaban que no había nada más raro que unos herederos que no quisieran vender esas tierras por un buen precio. «Lavó el coche cuando anunciaban que iba a llover al día siguiente. Y eso fue en la época en que las niñas desaparecieron. Seguro que las secuestró él.» La esperanza, que durante una semana saltó al hombro de Dave, volvió a esconderse dentro de su pecho, clavándole de nuevo sus garras.
Como el desayuno de Dave consistía en una taza de café sin leche, y nada más, al cabo de veinte minutos ya se la había bebido, había leído el diario, había aclarado la taza y había vuelto al piso de arriba para vestirse. Eran apenas las 7 en punto. Trescientos sesenta y cuatro días al año mantenía cerrados los dormitorios de sus hijas, pero ese día los abría, cada año, y se permitía entrar y mirarlos un rato. Era como un Barbazul al revés. Si algún día una mujer fuese a vivir con él a esa casa -cosa más que improbable, pero teóricamente posible-, seguro que iba a prohibirle que entrara en esas habitaciones. Y sin duda ella no le haría caso y se colaría para mirarlas a espaldas de él. Y no para encontrar allí los cadáveres de las anteriores esposas de Dave, sino el mundo encapsulado y perfectamente conservado de sus hijas tal como estaba en abril de 1975.
En la habitación de colores rosa y blanco donde dormía Heather, seguía estando Max, el personaje de la historia de ¿Dónde se encuentra la vida silvestre?, que seguía dando la vuelta al mundo y encontraba por fin la isla de la vida silvestre, y sorprendentemente le daba tiempo a volver a casa para cenar. En las paredes, por encima de Max, habían ido encontrando refugio unos cuantos ídolos de adolescencia, unos chicos de fuerte dentadura, exactamente iguales los unos a los otros a los ojos de Dave. Al lado, en la habitación de Sunny, había un ambiente de chica bastante mayor, sin más huellas de la infancia que un colgante de pared, el trabajo manual que había realizado Sunny sobre biología marina, una escena submarina que ella elaboró con mucho esfuerzo en punto de cruz. Había merecido un sobresaliente por ese trabajo, pero antes la profesora estuvo interrogando a Miriam, incapaz de creer que la pequeña Sunny hubiera sido capaz de hacer aquello ella sola. Dave se puso furioso al saber que alguien se atrevía a dudar del talento y de la palabra de su hija.
Aunque hubiera podido pensarse que las habitaciones, tan cerradas siempre, habrían acumulado humedad y polvo, a Dave le parecía siempre que estaban vivas y nada mustias. Sentándose en cada una de las camas, y esa mañana lo hizo en las de los dos cuartos, parecía sensato confiar en que sus propietarias iban a regresar esa misma tarde. La propia policía, que durante algún tiempo consideró la posibilidad de que hubiesen huido de casa por propia voluntad, aceptó al final que ambos dormitorios demostraban que sus ocupantes tenían intención de regresar. Era cierto que parecía extraño que Heather se hubiese llevado todo su dinero al centro comercial, aunque tal vez ésa hubiera sido la causa que propició luego la desaparición. Había gentuza capaz de hacer daño a una niña por cuarenta dólares, y cuando encontraron el bolso de la pequeña no contenía ningún dinero.
Por supuesto, cuando la policía dejó de sospechar que las niñas podían haber huido, Dave se convirtió en el principal sospechoso de las investigaciones. Había pasado mucho tiempo, y aún tenía que llegar la hora en que Willoughby admitiera ante él o le pidiese disculpas por ese recelo tan injusto como extraño, ya que habían perdido un tiempo precioso investigando en esa errónea dirección. Al cabo de un tiempo Dave averiguó que los miembros de la familia solían ser sospechosos en casos parecidos, si bien las circunstancias de su caso -los problemas matrimoniales, los de la tienda, el dinero invertido por los padres de Miriam para pagar los futuros estudios universitarios de las niñas- hicieron que tal suposición resultara especialmente odiosa. «¿Cree usted que maté a mis hijas por dinero?», preguntó Dave a Willougby, casi amenazándole físicamente. El inspector no se tomó su actitud como cosa personal. «No creo nada, de momento -le dijo encogiéndose de hombros-. De momento me limito a analizar las preguntas y a buscar las respuestas. Sólo eso.»
Y ni siquiera en ese momento sabía Dave qué le parecía peor: que sospecharan que había matado a sus hijas por dinero o que le acusaran de haberlas matado para fastidiar a la esposa infiel. Miriam actuó de manera muy honesta cuando decidió revelar su secreto a la policía en el primer momento, pero su secreto les proporcionaba, a ella y a su amante, una coartada perfecta. «¿Y si fueron ellos? -preguntó Dave a la policía-. ¿Y si lo hicieron y me tendieron una trampa para convertirme en sospechoso y largarse ellos por ahí?» Ni siquiera él creyó nunca en esa posibilidad.
No le importó demasiado que Miriam le abandonase, pero lo que no le perdonó fue que además se fuese de Baltimore. Significaba abandonar la espera. No tenía el carácter lo bastante fuerte como para resistir la presencia agobiante y dolorosa de la esperanza, para escuchar con paciencia todas aquellas posibilidades imposibles que esa misma esperanza le susurraba al oído. «Están muertas, Dave -dijo Miriam la última vez que hablaron, hacía ya dos años-. Sólo tenemos que esperar la confirmación oficial de lo que ya sabemos que es cierto. No podemos agarrarnos a otra cosa que a creer que tal vez su muerte no fuera tan horrorosa como siempre hemos temido que fuera. Que alguien las secuestró y las mató de un tiro, o que las mató de una forma que no las hizo sufrir. Que no fueron violadas, que…»
«Calla, calla, calla, ¡CALLA!»
Ésas fueron casi las últimas palabras que dirigió a Miriam. Ninguno de los dos quería que fuese así, de modo que luego él pidió disculpas y ella pidió disculpas, y las últimas palabras que se cruzaron fueron esas disculpas mutuas. Miriam, a quien siempre habían gustado las cosas nuevas, se puso un contestador automático el año antes de que lo hiciera él. A veces él la llamaba y escuchaba su voz grabada, pero nunca le dejó ningún mensaje. Dave se preguntaba si Miriam escuchaba los mensajes de su contestador, y si contestaría al escuchar un mensaje en el que identificara la voz de su ex marido. Tal vez no.
La ley del estado de Maryland permitía solicitar que declarasen legalmente muertas a las niñas a partir de 1981. Una vez obtenida la confirmación judicial, el dinero para sus estudios se hubiera liberado. Pero a Dave no le interesaba el dinero de las niñas ni mucho menos tener que acudir a un tribunal para dar testimonio y conseguir que sus temores más terribles adquiriesen una codificación oficial. De modo que dejó que ese dinero languideciera. Así todo el mundo se enteraría de lo que valían ciertas sospechas.
«A lo mejor las robó una familia de gente amable -le susurraba al oído el grifo de la esperanza-. Una familia amable, gente de una agencia de voluntarios, como el Peace Corps, que se las llevó a África. O tal vez se cruzaron con una pandilla de espíritus libres, alguna nueva versión de un hippie como Ken Kesey y su banda de rock, y se largaron carretera adelante, e hicieron lo que tú mismo habrías hecho de no haber tenido hijos.»