«Pero, si es así, ¿por qué no han llamado nunca?»
«Porque te odian.»
«¿Por qué?»
«Porque los niños odian a sus padres. Tú odiabas a los tuyos. ¿Cuándo llamaste a tu madre por última vez? Las conferencias de larga distancia no son tan caras.»
«Y en realidad, ¿no hay otras opciones? ¿Sólo puede ser que estén vivas pero inflamadas de odio contra mí y es por eso que no me llaman? ¿O tal vez me quieren muchísimo, pero han muerto?»
«No, hay otras posibilidades. Es posible también que algún loco rematado las tenga encadenadas en el sótano de su casa y allí…»
«Calla, calla, calla, CALLA.»
Por fin llegó la hora de irse a El hombre de la guitarra azul. La tienda no abría sus puertas hasta tres horas más tarde, pero tenía mucho que hacer antes de ese momento. De todas las ironías de su vida, ésa era la más dolorosa. La publicidad indirecta provocada por la desaparición de sus hijas hizo que la tienda comenzara una fase de prosperidad. Primero la gente iba a meter las narices y ver la cara del pobre padre, aunque se encontraron con que la tienda la llevaba Wanda, la empleada de la panadería. Se le presentó voluntariamente y le dijo que ella se ocuparía de la tienda todo el tiempo necesario, hasta que Dave pudiera volver al trabajo. De hecho insistió en afirmar que Dave debería volver. De los mirones se pasó a los clientes, y el boca a boca sobre la tienda corrió tan rápidamente que el negocio comenzó a crecer hasta más allá de lo que en sus más modestos sueños hubiera podido imaginar. Tuvo que ampliar el tipo de género que vendía, incluyó ropa y cacharros de mesa y cocina, jerséis y platos de cerámica para colgar en la pared. Y sus importaciones de México se acabaron poniendo muy de moda. El conejito de madera que la señora Baumgarten desdeñó se vendía ahora a treinta dólares, nada menos. Pero un museo de San Francisco que iba a inaugurar una sección de artesanía ofreció mil dólares a Dave por esa misma escultura diminuta: por fin alguien reconocía su valor, una obra maestra realizada por artistas de Oaxaca anteriores al momento en que sus artesanías comenzaron a estereotiparse. Dave decidió prestarlo para la inauguración, en lugar de venderlo.
Al salir se detuvo en el porche, embebiéndose de la luz. Los árboles estaban casi desnudos, y con la hora oficial pendiente aún del cambio estacional, la claridad de las mañanas era agridulce. La mayor parte de la gente aprobaba el ahorro de electricidad que suponía el cambio de la hora oficial de los relojes, pero a Dave le parecía que en ese canje se perdía algo muy importante, la luz de los amaneceres a cambio de un poco más de luz por las tardes. La última vez que había sido feliz fue una mañana. O feliz o casi feliz. Esa mañana Dave trataba de serlo, se centró en las niñas porque le pareció que Miriam tramaba alguna cosa, aunque él no estaba preparado para enfrentarse a lo que fuera. Por eso trató de distraerse, hizo el papel de papá súper atento, y Heather se lo tragó, creyó que era una actitud auténtica. En cuanto a Sunny… a Sunny no la engañó. La mayor supo que en realidad su padre no estaba allí, que estaba perdido en sus propios pensamientos. Ojalá hubiese podido estar realmente con ellas, ojalá no se hubiese empeñado en que Sunny se llevara a Heather consigo. Ojalá… Pero ¿a qué venían esas cábalas? ¿De verdad hubiera preferido perder a una hija a cambio de conservar a la otra? Era la historia de La decisión de Sophie, un libro que Dave no había tenido el valor de leer, y eso que otra obra, de William Styron, Las confesiones de Nat Turner, era una de sus novelas favoritas. Styron tuvo que utilizar el Holocausto para explicar cuál era la peor situación a la que un padre podía enfrentarse. Y Dave pensaba que ni siquiera eso era suficiente. Dave pensaba que seis millones de muertos no eran nada comparándolo con la pérdida de tus propios hijos.
Subió a la vieja furgoneta Volkswagen, otra reliquia de la que se negaba a desprenderse, otro elemento de una vida, la suya, que le recordaba a la de la rica y desdichada señorita Havisham de Grandes esperanzas, la novela de Dickens. La esperanza pasó a ocupar el asiento al lado del suyo, y la vieja tapicería de plástico gimió y crujió bajo sus garras siempre inquietas. El grifo volvió sus ojos de color de bilis hacia Dave, y le recordó que tenía que ponerse el cinturón de seguridad.
«¿Y a quién le importa que yo viva o muera?» «A nadie -admitió la esperanza-. Pero, cuando mueras, ¿quién las recordará? ¿Miriam? ¿Willoughby? ¿Sus compañeras de curso, algunas de las cuales habrán terminado la carrera universitaria? Eres lo único que tienen, Dave. Sin ti habrán desaparecido del todo.»
Capítulo 25
Miriam estaba secretamente enamorada: su amor era el yogur de nuez de pacana de la marca No Me Creo Que Sea Yogur. En realidad, estaba convencida de que sí lo era. Es más, a diferencia de casi todo el mundo, ella creía que no se trataba de un alimento de régimen, y le daba igual que tuviera muchas o pocas calorías. Aunque la publicidad de la marca No Me Creo Que Sea Yogur insinuara, directa o implícitamente, que apenas tenía calorías, a ella no le importaba. Le gustaba apasionadamente, y estaba dispuesta a dar incluso un gran rodeo para comprar uno. Era un día caluroso, al menos para ella, aunque a los téjanos pudiera parecerles que no, lo bastante caluroso como para pensar que resultaba de lo más razonable ir esa tarde a Barton Springs. De hecho, pensó seriamente en la posibilidad de tomarse la tarde libre e ir hasta allí, e incluso acercarse al lago, pero la sucursal de Clarksville tenía dos compradores potenciales, y había establecido sendas citas con ellos.
Aunque al final no lo hizo, le preocupó un poco pensar que había considerado esa posibilidad, la de coger el coche e ir a la zona donde se podía nadar, porque significaba que ya se había establecido en Texas. Si no se andaba con cuidado, pronto formaría parte del coro colectivo que solía empezar sus frases diciendo aquello de «No sabes lo que te perdiste, si hubieses estado aquí cuando…» Las quejas constantes que hablaban de lo moderno, lo barato, lo precioso que era Austin hasta hacía bien poco. O esa invocación de lugares o tiendas que ya habían desaparecido, como Armadillo, o el restaurante Liberty. O lo horrible que era ahora ir a Guadalupe Street y al Drag, no había modo de encontrar un sitio donde aparcar. Tendría que olvidarse de su yogur y tratar de llegar a tiempo a la primera cita.
Un estremecimiento recorrió su cuerpo, y trató de dar marcha atrás en el hilo de sus pensamientos hasta localizar lo que le producía tanta ansiedad. Aparcamiento… Austin… Barton Springs… el lago. Era el lago. Hubo un doble asesinato allí el pasado otoño, dos chicas cuyos cadáveres fueron localizados en el solar donde iban a construir una gran mansión. Dos chicas, no eran hermanas, pero eran dos, y aquel suceso y sus circunstancias llamaron su atención, el hecho de que no hubiese habido manera de encontrar un motivo para los crímenes. Miriam, cuya experiencia le permitía leer entre líneas en las informaciones de la prensa, concluyó que la policía no tenía ni idea de nada. Sus amigas, en cambio, habían especulado a partir de los más mínimos detalles y concebido toda clase de extrañísimas conspiraciones. La televisión las había entrenado para que buscaran como fuese «una historia», un relato comprensible y «satisfactorio», aunque ésa era una palabra norteña que ninguna de sus amigas de Austin hubiera utilizado. Sus amigas estaban obsesionadas por los cambios que la ciudad experimentaba, una auténtica «mutación», como decían sus habitantes más veteranos. Los recién llegados hablaban en cambio de crecimiento y progreso, eran gente que había apostado mucho dinero en ese fenómeno de urbanización galopante. Para unos y para otros, los asesinatos tenían que tener su causa en ese fenómeno del enorme crecimiento. Las chicas asesinadas, las típicas que van con motoristas y rockeros, pertenecían a familias arraigadas en la ciudad, gente que vivía allí desde antes de que la zona se convirtiera en una de las más deseadas. Según las informaciones de la prensa, hacía tiempo que usaban aquella caleta del lago Travis para sus fiestas, y a ninguno de ellos se le había ocurrido dejar de merodear por la zona por la sencilla razón de que alguien comenzara la construcción de una casa en ese lugar. A Miriam le pareció que en realidad las chicas habían sido víctimas de las malas compañías con las que solían ir, aunque la policía llegó a interrogar al propietario del solar y a algunos de los obreros de la construcción que trabajaban allí.