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Miriam creía secretamente -o quería pensar secretamente- que el destino de sus hijas era morir asesinadas, que por mucho que pudiera regresar a aquel día aciago para cambiar las circunstancias, lo único que habría hecho sería posponer y cambiar la configuración de la tragedia. Sus hijas llevaban esa marca desde su nacimiento, tenían la señal de un destino que Miriam no habría podido cambiar. Ésa era una de las extrañas peculiaridades de los padres adoptivos, la sensación de que había factores biológicos que no podrías controlar jamás. En su momento a Miriam le pareció saludable, había admitido una cosa que los padres biológicos -en lugar de «naturales», aunque en Austin había personas que usaban todavía esa expresión carente de tacto, por muy buena que fuera la intención de quien la empleara- tenían graves problemas para aceptar. Que no era posible controlar a los hijos en todo, en absolutamente todo.

Miriam tuvo la suerte, sin duda, de conocer parcialmente a la familia de Sunny y Heather, a Estella y Herb Turner, los abuelos maternos. Al conocer la totalidad de la historia, Miriam se había sentido muy culpable, sobre todo cuando supo que Sally, la guapísima hija de los Turner, había huido de casa con sólo diecisiete años para casarse con un hombre que ellos no aceptaban, y después se negó a dejarse ayudar hasta que fue demasiado tarde. Era en 1959, cuando huir de casa para casarte con tu novio era presentado todavía como una aventura casi cómica: la escalera al pie de la ventana, la pareja atrapada siempre, aunque para acabar consiguiendo la bendición paterna. Eran tiempos en los que los matrimonios de la televisión dormían en camas individuales, y todo lo relativo a la sexualidad permanecía tan oculto que los jóvenes debían de pensar que aquellas sensaciones y aquellos sentimientos que albergaban, pero de los que nadie hablaba jamás, iban a hacerles estallar cualquier día. Sí, Miriam sabía, Miriam recordaba. No era mucho mayor que Sally Turner.

El resto de la historia la recompuso por su cuenta. El guaperas campestre y brutal procedente de una clase inferior, las objeciones de los Turner, que para Sally no eran sino muestras de esnobismo social, aunque en realidad demostraban el acertado instinto de los padres. Después de huir y casarse con aquel chico malo, Sally debió de sentirse muy orgullosa, tanto que no quiso llamar a sus padres para pedirles ayuda cuando su matrimonio resultó cada vez más violento. Sunny tenía justo tres años, y Heather era apenas un bebé, cuando su padre mató de un tiro a su madre, y después se suicidó. Los Turner supieron de modo casi simultáneo que su hija había muerto y que les dejaba a dos nietas necesitadas de alguien que las cuidara.

Por desgracia, hacía en ese momento sólo un mes que se habían enterado de que Estelle tenía cáncer de hígado.

Fue idea de Dave ofrecerse voluntariamente a adoptar a las niñas, y si bien Miriam sospechaba cuál podía ser la verdadera motivación de su marido -pues pensaba que Dave estaba más interesado en establecer aquel vínculo con los Turner que en las propias niñas-, ella misma se sintió más que dispuesta a la adopción. A sus apenas veinticinco años, había sufrido ya tres abortos. Y ahí tenían dos niñas preciosas, listas para irse con ellos, y cuya adopción no iba a ser un proceso largo ni complicado. Los Turner, como custodios de las niñas -pues las pequeñas no parecían tener otra familia, según pudo comprobar posteriormente el inspector Willoughby al investigar si el padre tenía parientes-, podían designar sin problemas a los padres adoptivos. Fue todo muy sencillo. Y, aunque pudiese parecer cruel, Miriam sintió un gran alivio cuando Estelle terminó falleciendo y Herb se largó de la ciudad, que es lo que todos pensaban que acabaría haciendo. Las niñas le recordaban demasiado a la esposa y la hija que había perdido. Y aunque sintió gratitud por el hecho de que desapareciera del mapa, también le despreció por la misma razón. ¿Qué clase de hombre tenía que ser para no querer participar en la vida de sus nietas? Incluso luego, conociendo toda la historia, Miriam seguía sintiendo aquella antipatía inicial que le produjeron los Turner, el exagerado cariño de Herb por Estelle, y su incapacidad para querer o apreciar absolutamente a nadie más. Seguro que Sally había huido porque en aquella preciosa mansión de Sudbrook no había sitio para ninguna otra persona, por culpa del desproporcionado amor que Herb sentía por Estelle.

Las niñas nunca llegaron a conocer toda la historia. Sabían, naturalmente, que eran hijas adoptivas, pese a que Heather se negó siempre a creerlo, mientras que Sunny alardeaba de tener muchísimos más recuerdos de lo que en realidad podía tener. («Teníamos una casa en Nevada -le contaba a Heather-, y había una valla alrededor. ¡Y teníamos un poni») Pero el súper honesto Dave, siempre partidario de la verdad en cueros, no soportaba la idea de contarles a las niñas ningún detalle: los novios que huían de casa, la furia asesina de su padre, la muerte de dos personas, la incapacidad de Sally para telefonear a sus padres y pedirles que la ayudaran a huir de su marido, aquel joven que tan mal les había caído a ellos en cuanto le conocieron. Miriam siempre había opinado que era mejor no contarles a las niñas toda la verdad, ni de pequeñas ni más tarde, mientras que a Dave le parecía que contarles esa historia serviría para marcar el paso de las niñas a la edad adulta, más o menos a los dieciocho años.

En cambio, a Miriam no le gustó nada la amable fantasía que inventó Dave como explicación ofrecida a las niñas en espera de que llegara de ese ulterior momento.

– Cuéntame cosas de mi mamá -le decían a Dave las niñas cuando las acostaba.

– Era muy guapa…

– ¿Y yo me parezco a ella?

– Muchísimo.

Era cierto, se le parecían. Miriam había visto fotos en los álbumes de casa de los Turnen Sally tenía el cabello rubio muy lacio, y un cuerpo de huesos delgados y pequeños.

– Era muy guapa y se casó con un hombre y se fueron a vivir lejos. Pero hubo un accidente…

– ¿Un accidente de coche?

– Más o menos.

– Pero ¿qué fue?

– Eso, un accidente de coche. Murieron en un accidente de coche.

– ¿Y nosotras, íbamos en el coche?

– No.

En realidad, sí estaban en la casa cuando ocurrieron las muertes. Eso preocupaba mucho a Miriam. Encontraron a las niñas en la casa, Heather en su cuna, y Sunny en un parque. Estaban ambas en otra habitación, pero ¿qué vieron? ¿Qué oyeron? ¿Y si Sunny recordaba alguna cosa más real que una casa en Nevada y un poni en el jardín?

– ¿Dónde estábamos nosotras?

– En casa, con la canguro.

– ¿Cómo se llamaba la canguro?

Y así seguía Dave, inventando los detalles hasta que toda aquella historia se convirtió en la mentira más colosal que Miriam había oído contar en su vida.

– Les contaremos la verdad cuando cumplan dieciocho años -decía siempre Dave.

¿Cómo se le podía ocurrir que la verdad había que decirla a cierta edad, como beber cerveza o tener el derecho a votar? Dave y Miriam se habían comportado como una pareja de ajetreados pero inexpertos castores que construían presas improvisadas para proteger sus secretos, y tratando de frenar el goteo de un riachuelo, cuando un auténtico terremoto amenazaba a sus espaldas con destruirlo todo. Al final todas sus mentiras acabaron saliendo a la luz y al mundo, pero pese a ello nadie se fijó, porque ¿quién iba a fijarse en aquellos jueguecitos en medio del universo post- apocalíptico, cuando ya estaban rodeados de tales montañas de escombros? El día en que Estelle y Herb Turner fueron a verles para pedir ayuda, Miriam creyó que estaba proporcionando un nuevo comienzo a dos criaturas inocentes. Al final, sin embargo, fueron las dos niñas quienes le proporcionaron a ella la oportunidad de volver a inventarse a sí misma. Y cuando las chicas desaparecieron, Miriam comprobó que con ellas había desaparecido también aquella nueva parte de su personalidad.