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Cuando el hombre al que tenía que llamar tío le dio cinco mil dólares y le proporcionó otro nombre, pensó que lo mejor era irse a vivir a una gran ciudad. En las ciudades era más fácil mantener el anonimato, y en medio de tantísima gente y de edificios tan grandes pensó que se sentiría más segura. Decidió primero irse a San Francisco, a Oakland, pero no encajó bien. Gradualmente, casi sin darse cuenta, comenzó a regresar hacia el este siguiendo un camino en zigzag. Phoenix, Albuquerque, Wichita, Chicago otra vez. Finalmente llegó al norte de Virginia, a la ciudad de Arlington, una población densa y enérgica, pero sobre todo un lugar de paso, un sitio donde la gente iba y venía tan rápidamente que nadie pretendía establecer grandes amistades con nadie. Se instaló a vivir en Crystal City, la ciudad de cristal, y ese nombre la hacía reír. Le parecía súper falso, como el escenario de una película de ciencia ficción. Baltimore estaba a no más de setenta kilómetros, Glen Rock a unos cuarenta más, pero el río Potomac le parecía tan ancho y tan imposible de navegar como si fuese un océano, un continente, una galaxia. Procuró no acercarse nunca al centro.

Cuando salió de la tienda fue a sentarse en un banco, sin salir del centro comercial. La enorme falda se le hinchó a los costados, la aplanó con las manos, pero en cuanto la soltó se hinchó de nuevo. Centro comerciaclass="underline" una expresión que conocía bien. Todos eran parecidos, en todas las ciudades por las que pasaba. Los había deslumbrantes y modernísimos, y en ellos latía la energía de la gente que los abarrotaba, mientras que otros, como aquel en el que había trabajado en esta ocasión, eran más bien tristes, unos lugares casi abandonados y solitarios. Pero en todos había cosas similares: el olor intenso a canela y pastelería dulzona, el aroma a ropa nueva, las numerosas perfumerías.

Bajó hasta la galería de vídeos, adonde solía ir cuando le llegaba el tiempo de descanso. Jugaba a videojuegos infantiles, a Pac Man y Frogger, y comenzaba a dominarlos, tanto que, con apenas uno o dos dólares, podía jugar una hora entera. Captaba las pautas y los ritmos, entendía las posibilidades, que eran finitas. A esa hora, como faltaba bastante para que los críos salieran de los colegios, se encontró casi sola, y estaba segura de tener un aspecto la mar de raro: una joven disfrazada de campesina bávara agarrada a un joystick y tratando de conseguir que una mancha amarilla se zampara unos huidizos puntitos. Ese día avanzó lo suficiente en el desarrollo de la partida como para alcanzar la fase final de la cacería, pero gastó la última de sus vidas antes de que llegara el bebé Pac en su cochecito. Con esa máquina raras veces llegaba al bebé Pac. Estaba programada a un ritmo demasiado rápido para ella, y acababa siempre fracasando en la última parte del juego, cuando contaba hasta cada milisegundo.

Utilizó la última moneda de veinticinco centavos que le quedaba para comprar el Washington Star, y leyó los anuncios clasificados en el metro, metiendo de vez en cuando la mano en el bolso para comerse unos cuantos M &M. Estaba estrictamente prohibido comer y beber en el metro, pero a ella le gustaba violar esa clase de reglas tan estúpidas. Solía decirse que tenía que practicar ese tipo de rebeldía, por si un día se veía obligada a engañar a quien fuera. Le hubiese gustado ser capaz también de ser más lista que el sistema de billetes del metro, que cobraba tarifas diferentes según la ruta recorrida y exigía presentar el billete a la salida. Saltar el torniquete no era en absoluto su estilo, pero imaginaba que debía de haber alguna manera de burlar el pago, que no era barato precisamente.

No había pretendido ser de esa manera. Un ser furtivo y tramposo. Se podía argumentar que, en todo caso, ya no necesitaba serlo. Tenía un nuevo nombre y con él una nueva vida. «Una pizarra en blanco -le prometió tío-. Una oportunidad para empezar de cero, sin nadie que te fastidie. Podrás ser lo que tú quieras. Y si me necesitaras alguna vez, me tendrás siempre aquí, a tu disposición.» Pero no podía siquiera imaginar la posibilidad de necesitarle. Confiaba en no volver a verle nunca más. Se tapó la cara con las manos, en un ademán instintivo. Pero las apartó enseguida, olían a queso y a plástico. Aunque no había hecho su horario completo, las manos le olían a queso y a plástico de envolver.

Una vez de vuelta en su casa, un pequeño estudio, se quitó el disfraz de campesina y luego lo bajó a la lavandería del sótano. Aunque Randy dijo que había que llevarlo a la tintorería, en realidad no hacía ninguna falta. Randy era un chulo de mierda. Pero se olvidó de fijarse en lo que estaba haciendo, y lo tuvo en la secadora a la temperatura máxima durante una hora, sin darse cuenta de que esas máquinas eran muy potentes, y cuando lo sacó se había encogido tanto que parecía un vestidito para una niña de doce años, o para una enana. Seguro que Randy aprovecharía el accidente para negarse a pagarle la última paga, y de todos modos obligaría a una dependienta pequeñita a ponérselo pese a todo, para que algún cliente de los que compraban sus estúpidos quesos se riera a gusto. «Que se joda.» Tiró el uniforme a la basura y subió otra vez al estudio, tenía mucho que hacer. Le tocaba terminar un trabajo para la clase de Estadística, tenía que haberlo entregado hacía algunos días. Por suerte el profesor de esa asignatura era un anciano de manos temblorosas que apenas protestaría por su poca diligencia.

SÉPTIMA PARTE

Sábado

Capítulo 27

Brunswick, la ciudad de Georgia, tenía un olor peculiar. Infante trató al principio de atribuirlo a imaginaciones suyas, a su antipatía de siempre por el profundo sur norteamericano. Cuando, con apenas veinte años, llegó a Baltimore procedente de las afueras de Nueva York, experimentó un notable choque cultural. Pero había terminado por acostumbrarse, y hasta le gustaba. En Baltimore, el sueldo y las horas extras de un policía le daban para vivir, cosa que no hubiera ocurrido en Long Island. Supuso que en Brunswick el mismo dinero le hubiese dado para vivir mejor incluso, pero dar un salto así no le apetecía en absoluto. Así que, lo mirase por donde lo mirase, Brunswick era un lugar apestoso.