Cuando entró en Waffle House la camarera debió de fijarse en el gesto de asco que mostraba su nariz.
– Es la industria química -dijo la camarera en voz bajita, como si fuese la contraseña para entrar en un club muy privado.
Además del olor nauseabundo, la gente de Brunswick hablaba con un acento incomprensible. Ante la expresión de Infante, la camarera añadió:
– No se preocupe, enseguida se habitúa uno, y dejará de notarlo.
– Me parece que no estaré en esta ciudad el tiempo suficiente para habituarme a nada.
Pero sonrió a la camarera con la mejor de sus sonrisas. Le gustaban todas las mujeres que le servían comida. Incluso las que eran tan feúchas y con mal tipo como aquella muchacha con la cara llena de granos y el cuerpo bastante rollizo también le gustaban.
Eran casi las diez de la noche del día anterior cuando llegó a Brunswick, así que estaba demasiado oscuro y era demasiado tarde para visitar el barrio donde habían residido Penelope Jackson y su novio. Pero por la mañana atravesó la zona de camino hacia su encuentro con el inspector jefe de los bomberos. Reynolds Street, o al menos la manzana donde había vivido y muerto Tony Dunham, tenía un aspecto rudimentario. Parecía estar en mitad de un descenso o de un ascenso de categoría. Aunque la verdad era que casi todo lo que fue viendo de Brunswick le produjo exactamente esa misma impresión a Kevin Infante. No se sabía si la ciudad estaba hundiéndose en la desesperación o comenzaba a remontar el vuelo tras una larga caída. «No es mi tipo de ciudad», pensó mientras contemplaba sus edificios y calles desde el interior de la esfera de cristal que era aquel Chrysler modelo Carisma que le proporcionó Álamo Renta Car. Al acercarse al puerto y notar la suave brisa dulzona, y recordar que en Baltimore aún no tenían noticias de la primavera, captó la amabilidad del clima local, y pensó que también la gente era así, muy amable. Y sintió respeto por el buen tiempo, ya que no por lo demás.
– Fue un accidente, sin la menor duda -dijo el inspector de los bomberos, un tipo llamado Wayne Tolliver, que se reunió con Infante cuando éste ya terminaba de desayunar, para tomarse con él un café, tal como el policía de Baltimore había calculado. A Infante no le gustaba mezclar los negocios con la comida, y pensó que había acertado dedicándose por entero a los huevos con salchichas y sémola de maíz antes de ver al bombero-. Ella se encontraba en la habitación contigua, la que daba a la fachada. Viendo la televisión. Él estaba en el dormitorio, fumando y tomando una copa. El hombre se durmió, volcó el cenicero sobre la alfombra que había al pie de la cama y -alzó las manos hacia arriba, como para tirar unos puñados de confeti invisible- ardió todo.
– Y ella, ¿qué hizo?
– No funcionaron las alarmas anti-incendios -dijo haciendo una mueca. El bombero tenía la cara redonda, con mejillas sonrosadas y aspecto simpático, y seguramente no era tan mayor como cabía deducir de su cabeza calva y pecosa-. A la gente le fastidia que les andemos diciendo que cambien las pilas al mismo tiempo que cambian la hora de sus relojes, cada seis meses, pero nunca se acuerdan. En fin, era Nochebuena, hacía bastante frío para lo que suele ocurrir por aquí, y ella iba con la estufa eléctrica a todas partes. La tele estaba en una galería y no tenía radiador de calefacción. Cuando la mujer notó el humo, ya era demasiado tarde. Nos contó que se dirigió a la puerta del dormitorio y que, antes de abrirla, hizo caso de nuestros consejos, la palpó, notó que estaba muy caliente, y comenzó a dar golpes, llamó a su novio a gritos, y después llamó al 911. Las ventanas estaban cerradas con clavos, lo cual significa una violación del reglamento por parte del casero, sin duda, pero el tipo estaba muy bebido y no se enteró de nada ni hubiera podido salvarse de ninguna manera. Deduzco que murió por la asfixia producida por la inhalación de humo, o que estaba a punto de morir, y que falleció sin llegar a darse cuenta del peligro.
– Y eso fue todo.
Tolliver notó el tono crítico en la voz de Infante.
– No hubo ningún elemento que acelerase el efecto de las llamas. Y un único punto originó el fuego, todo comenzó en la alfombra. Investigamos a la mujer. La estuvimos siguiendo de muy cerca. Lo que me convenció de su inocencia fue que no se llevó nada de allí. Ardió todo, toda la ropa que tenía y las joyas, suponiendo que tuviera, y el tío estaba sin blanca, no pudo dejarle nada de nada. Todo lo contrario. Él cobraba una pensión vitalicia, pero al morir eso terminaba del todo, de manera que, si ella sacaba algún dinero de él, tras el fallecimiento se quedó sin nada.
– ¿Una pensión vitalicia? -Infante recordó que el abogado le había dicho que Stan Dunham, después de vender la granja, había contratado una pensión vitalicia, así que ese detalle encajaba. Aunque también había dicho que el hombre no tenía ningún pariente.
– Era una póliza que le pagaba cierta suma mensual durante diez años. Del mismo estilo que las que adquieren los deportistas famosos que cobran esas sumas astronómicas. También están respaldadas por rentas vitalicias. Aunque la de ese hombre era desde luego infinitamente más pequeña. A juzgar por su estilo de vida, debía de ser muy poco dinero. Les bastaba para ir tirando a los dos, nada más. Solían ir de fiesta a menudo. A su edad, y él tenía ya cincuenta y tantos, el resto de la gente suele abandonar esta clase de pasatiempos, pero a ellos les gustaba.
En el tono de Tolliver había cierta pena al hacer este último comentario, como si él hubiese tenido algún tipo de experiencia personal comparable, una novia de las que no crecen nunca y por cuya causa él hubiese sufrido bastante. Pero no eran los asuntos personales de Tolliver lo que había llevado a Infante hasta allí.
– ¿Averiguó alguna cosa más sobre la pareja?
– Les visitaban a menudo nuestros hermanos de uniforme azul. Quejas por el ruido que hacían siempre. Sospechas de violencia doméstica. Pero no era ella quien hacía las llamadas, eran los vecinos, que por cierto comentaban que no sabían cuál de los dos se llevaba las peores palizas. Ella era una bruja, una de esas rústicas de Carolina del Norte.
«Todo es relativo. Si éste llama rústica a la tal Penelope, esa mujer debía de ser una tía bastante tirada, una palurda calentorra de categoría.»
– ¿Llevaba mucho tiempo viviendo en ese apartamento de Reynolds Street?
– No estoy muy seguro. La mujer no aparecía mencionada en ninguno de los documentos oficiales: ni en el contrato de alquiler ni en las facturas de los suministros. Todo estaba a nombre de él. El hombre había vivido allí desde hacía cinco años, más o menos. Era camionero, pero nunca estuvo a sueldo de ninguna empresa. Según contaban los vecinos, encontró a la mujer en alguna carretera y se la trajo consigo a vivir con él. No era un tipo apuesto, pero siempre conseguía tener pareja. Ésa era la tercera, según los vecinos.
– ¿Hicieron comprobaciones de drogas y demás?
El bombero le miró como sintiéndose otra vez ofendido.
– Claro, el tipo tomaba de todo lo que suele tomar la gente que también bebe mucho. Pero nada fuera de lo corriente. Como pasa con algunos camioneros, tomaba pastillas para no caerse dormido sobre el volante, para aguantar las largas jornadas, y después alguna pastilla que le tranquilizara al llegar a casa. Acababa de regresar de un viaje de ésos el día anterior.
– De todas formas…
– Mire, ya sé adónde quiere ir a parar con sus preguntas. Pero entiendo bastante de incendios. Espero que acepte que es así. Un cenicero que cae boca abajo en una alfombra barata de algodón. Para que el incendio lo hubiese causado ella… No se imagina lo mucho que habría tenido que calcular esa mujer para provocarlo y salir viva, la calma con la que debería haber actuado. Tirar una colilla encendida en una alfombra es muy fácil, pero debería haberse asegurado de que el tipo no se despertaba. Y la mujer tendría que haber esperado allí, viendo cómo el fuego iba prendiendo, esperando a que aquello fuera un infierno antes de hacer la llamada. Y si a la primera no hubiese prendido, no habría podido intentarlo una segunda vez sin que las pruebas la delataran. ¿Vale? Y además, habría necesitado que ningún vecino se enterase de lo que pasaba…