Infante le dio las gracias a Parrish y entró en la casa, que permanecía abierta y aún olía a incendio. No comprendió que se hubiese prohibido rehabilitarla, los estragos del fuego se habían concentrado sobre todo en el dormitorio. Posiblemente se debía a que el dueño iba a sacar más dinero del seguro si la dejaba tal cual.
Aunque la puerta del dormitorio se había hinchado y estaba algo atrancada, Infante consiguió abrirla cargando contra ella con todo su peso. Tolliver había afirmado que Tony había muerto antes de quemarse, asfixiado por la inhalación de humo, pero no resultaba fácil una vez allí dentro olvidar que su piel había chisporroteado y se había hinchado formando burbujas, como si hubiera estado en una barbacoa. Y aún quedaba el olor. Desde el umbral, Infante trató de imaginar la escena. Había que tener unos huevos de tamaño gigantesco para que se te ocurriera matar así a una persona, tirando el cenicero a la alfombra y esperando a que las llamas prendieran. Y si no funcionaba a la primera, tal como dijo Tolliver, probarlo una segunda vez con otra colilla era imposible. El tipo, por muy borracho que estuviera, podía despertar y no habría sido fácil en ese caso tratar de convencerle de que era un accidente y habías entrado por casualidad. Una situación de bastante riesgo sobre todo con un tío que te pegaba palizas a menudo. También hacía falta una enorme fuerza de voluntad para dejar allí dentro todas tus pertenencias, hasta las más queridas, y permitir que ardieran. De haber sido un incendio provocado voluntariamente, quien lo hubiera hecho tendría que haber permanecido allí dentro, a punto de asfixiarse por culpa del humo, aguantar mucho tiempo, lavarse la cara para librar los ojos del lagrimeo constante debido al incendio, salir en el último instante, para después regresar y asegurarse de que nadie era capaz de salvar al tío que estaba al otro lado de esa puerta.
La mujer de Baltimore, cualquiera que fuese su nombre, podía ser capaz de todo eso. Pero también estaba convencido de que no era Penelope Jackson. Esto era lo único que estaba fuera de toda duda. «No conozco a Penelope Jackson», había dicho la mujer. Aunque, si de verdad no hubiese sabido nada de ella, la frase habría sido ligeramente distinta. «No conozco a ninguna Penelope Jackson, no conozco a esa tal Penelope Jackson», habría dicho. De acuerdo, no la conocía: y entonces, ¿por qué diablos iba por ahí conduciendo el coche de Penelope Jackson? Para no tener que contestar a esa pregunta, les había ofrecido contarles la solución de un crimen infame, y luego había lanzado una grave acusación contra un agente de policía. Había estado lanzando contra la poli toda clase de historias. Pero ¿con qué finalidad? Había algo que ella quería evitar que viesen, ¿qué era lo que trataba de ocultar?
Salió de la casa y se fue de Reynolds Street. Era una casa triste, incluso antes del incendio. Una casa en la que dos personas infelices habían convivido con la frustración, la decepción. Una casa llena de peleas y de insultos. Lo sabía porque él mismo había vivido en una casa así, en dos ocasiones. O al menos en una, durante el segundo de sus matrimonios. El primero había estado bien, hasta que dejó de estarlo. Tabby era un encanto de chica. Si ahora volviera a conocerla… Pero no era posible, no podía volver a conocer a la misma Tabitha que vio por vez primera en el Wharf Rat hacía ya doce años. Aquella chica ya no existía, había sido reemplazada por otra que sabía que Kevin era un falso, que andaba de cacería por ahí. Se había cruzado algunas veces con Tabby, Baltimore era una ciudad pequeña en ese sentido precisamente, y ella se había mostrado siempre cortés y educada, como él. Amistosa incluso, dispuesta a reírse del matrimonio como si no fuese más que una excursión en coche plagada de pequeños incidentes, una aventura que no terminó bien. Habían pasado diez años, podían permitirse el lujo de ser generosos con las personas que habían sido de jóvenes.
Pero en los ojos de Tabby siempre había una película de humedad, un brillo de decepción que no desaparecería jamás. Infante habría dado cualquier cosa por conseguir que ella le mirase de nuevo como le miró aquella noche en el muelle, cuando él era todavía una persona que Tabby podía admirar y respetar.
En el hall del Best Western había visto en un folleto que en la isla de St. Simons había una fortificación, y decidió matar el tiempo allí en espera de que abriese el restaurante de Mullet Bay donde había trabajado Penelope Jackson, y para evitarse los atascos de la hora de cenar cuando se dirigiera hacia esa zona turística de la ciudad. Estaba acostumbrado a llevarse grandes decepciones a la hora de ver atracciones turísticas, por ejemplo cuando fue a visitar El Álamo a los diez años, pero aquello era peor, porque en el sitio donde había estado Fort Frederica no había nada de nada. Estaba mirando ensimismado las abundantes algas del lugar conocido como Bloody Marsh, cuando sonó su móvil.
– Hola, Nancy.
– Qué pasa, Infante.
El inspector conocía ese tono. Era más capaz de captar el sentido de las entonaciones que usaba Nancy que lo fue de entender los que habían usado cada una de sus esposas. Nancy tenía una mala noticia.
– Suéltalo, Nancy.
– Nuestra amiga ha decidido que quiere hablar. Hoy mismo.
– Estaré de regreso esta noche. ¿No puede esperar?
– Yo suponía que sí, pero Lenhardt dice que hemos de aprovechar la circunstancia. Dice el sargento que vaya yo a verla. Me parece que el jefe teme lo que pueda ocurrir con la prensa en cuanto llegue su madre. Ninguno de nosotros confiaba en lograr sacarla de México tan pronto, sin previo aviso, y… bueno, a la mamá no será fácil controlarla. No podemos acusarla de nada, y si lo desea puede hablar con quien ella quiera.
«Libre, blanca, veintiún años», como habría dicho Tolliver.
– Podría armar un buen jaleo. -Había sido increíble lograr localizarla tan pronto. Lo demás había sido un desastre, pero en eso habían tenido suerte-. Hay que joderse. ¿Y cuándo llega el avión de la mamá?
– A las diez en punto de la noche, justo después de tu vuelo. Y otra cosa…
– No me jodas. ¿Tengo que recogerla yo en el aeropuerto? ¿Qué pasa? ¿Alguien ha aprovechado mi ausencia de veinticuatro horas para bajarme de categoría?
– El sargento dice que estaría bien que alguien fuese a esperarla. No sabemos cuánto tiempo nos va a llevar la declaración de esa mujer. Sería lo correcto… y lo más prudente. Mantenerla lo más controlada posible.
– Ya, claro.
Infante colgó el móvil, fastidiado, y se quedó mirando de nuevo las algas. La batalla que se libró en aquel mismo lugar no había sido tan terrible como insinuaba el nombre de la zona. Durante la guerra llamada de Jenkin's Ear, la Oreja de Jenkins, los ingleses habían repelido allí mismo un ataque de los españoles. Menudo nombrecito para una batalla. También él, Infante, libraba una batalla de mierda y sin nombre siquiera, yendo de acá para allá en aquella ciudad de Georgia, mientras que la agente que había formado pareja con él iba a tener la fortuna de realizar el interrogatorio más importante, y lo iba a hacer precisamente en lugar de él. «La Batalla del Testículo Izquierdo de Infante.» Y encima, ni siquiera podía quejarse de que Nancy le hubiese pegado una cuchillada por la espalda ni montado las cosas así para joderle. No era en absoluto una tía maniobrera. Se preguntó si no sería que Heather se había enterado de que él había ido a Georgia y por eso tenía de repente tantas ganas de contarlo todo.
Joder, cómo detestaba la ciudad de Brunswick.
Capítulo 28
– La cuestión es que su ayuda nos podría resultar muy útil.
Willoughby escuchó la frase, desmenuzó su significado, y sin embargo no fue capaz de reunir fuerzas y contestar. Estaba demasiado hipnotizado por su interlocutora, emocionado y encantado por su sola presencia. «Es una chica a la antigua.» Willoughby sabía que la suya era una actitud machista, pero sólo fue capaz de pensar así en cuanto vio a la joven inspectora. Una mujer con curvas, un tipazo de los del siglo XIX pero que vivía a comienzos del siglo XXI, con unas preciosas mejillas sonrosadas y un cabello sedoso y rubio que caía sobre sus hombros desde lo alto de un moño descuidado. Cuando todavía no se había retirado, ya habían comenzado a trabajar mujeres en el Departamento de Policía. A finales de los ochenta hubo alguna que logró entrar en Homicidios. Pero ninguna de ellas estaba tan buena.